Redacción* BBC News Mundo
En México es fácil matar y nunca pisar la cárcel.
Los números hablan por sí solos: por cada 100 casos de asesinato, solo en cinco se condena a un responsable.
Las razones que explican la alta impunidad son varias y los errores y deficiencias se suceden en todos los eslabones de la investigación.
El combate a la impunidad es uno de los grandes retos del próximo gobierno de Andrés Manuel López Obrador y él mismo lo puso en el centro de su agenda, tanto en campaña como tras resultar ganador de las elecciones del domingo.
Hay estados donde el dinero no llega, y faltan desde ambulancias forenses para trasladar cuerpos, hasta morgues y laboratorios para estudiarlos. En los lugares a los que sí llega el dinero, se desperdicia en comprar equipos que no se utilizan.
La capacitación de policías y agentes también es prácticamente nula. Y hay más problemas. La mitad de los estados no tiene fiscalías especializadas para investigar homicidios.
Peor: hay casos que sí se investigan, pero más que buscar la verdad, lo que importa es tener un detenido, aunque no sea culpable.
Solo de 2010 a 2016 fueron asesinadas 154.557 personas en México, pero en el 94,8% de esos casos no hay un culpable sentenciado, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).
Esto arroja la tasa de 5 sentencias por cada 100 víctimas de homicidio, cuando en el continente americano la tasa promedio es de 24 por cada 100 víctimas. En Asia son 48 y en Europa 81, según datos de la ONU.
El proceso para investigar un homicidio en México involucra a policías preventivos, de investigación, peritos y agentes del ministerio público (o fiscales), pero en cada nivel hay sobrecarga de trabajo.
En el caso de los fiscales, los datos oficiales dicen que si dividiéramos los asesinatos sin respuesta de 2010 a 2016 y el número de fiscales de homicidios en el país, a cada uno le tocarían 227 casos en promedio. Y si consideramos que cada agente del ministerio público consigue resolver apenas 1,8 casos al año, como arroja el cruce de los datos de INEGI con el número de fiscales, se necesitarían 124 años para acabar con el rezago.
Pero el problema no es solo el número de policías y fiscales, también lo es su capacitación.
Laura es policía de investigación en la Fiscalía de Homicidios del estado de Nuevo León, donde ingresó al salir de la academia. Su misión es recabar las pruebas que permitan esclarecer un crimen y detener al culpable. Es una detective.
Pero nunca tuvo capacitación sobre cómo indagar un asesinato. Ni siquiera necesitó años de experiencia o algún estudio especial, como se pide en Estados Unidos o Canadá. “Basta con que ahí te pongan, como pasó conmigo”, le reconoció al portal de noticias Animal Político.
El problema se repite con los policías preventivos, que se encargan de resguardar la escena de un crimen para que la evidencia no se pierda. Es la primera autoridad que interviene.
De acuerdo con la Secretaría de Gobernación todos los policías locales recibieron un taller de 40 horas para saber cómo resguardar la escena de un crimen, pero esto contrasta con los datos oficiales de INEGI, que revelan que solo 135 de los 2.463 municipios del país cuentan con una policía local con las capacidades suficientes para “preservar el lugar de los hechos y la integridad de los indicios, huellas o vestigios de un hecho delictuoso”.
En noviembre de 2017, las autoridades de Sinaloa recuperaron un cuerpo femenino de una fosa clandestina en Culiacán.
Tal como consta en los registros fotográficos del momento, el cadáver lo procesó personal de una funeraria privada, no peritos médicos o antropólogos forenses.
La explicación: en esta ciudad, capital del estado, no hay personal ni equipo suficiente para levantar todos los cadáveres que la violencia del crimen organizado va dejando.
“Cuando llegan (los de las funerarias), literalmente arrancan un pie o una mano con las palas, y eso no se hace”, le dijo a Animal Político Juan Carlos Saavedra, hermano de un policía sinaloense desaparecido.
Debido a estos procedimientos, detalla Juan Carlos, paramédico de profesión, se alteran los resultados de las posteriores necropsias que se hacen a las víctimas, ya que a los cuerpos se les añaden nuevas lesiones y, como el personal de las funerarias no está capacitado, se contaminan las evidencias.
Enrique Inzunza Cázares, Magistrado Presidente del Tribunal Superior de Sinaloa, confirma que el déficit en capacitación de los policías locales repercute en los casos.
“No dominan conocimientos básicos y eso tiene consecuencias muy graves: que los elementos que se recogen en la escena son declarados prueba ilícita, y luego no sirven para ser invocados en un juicio. La gravedad es esa, que el primer respondiente no sepa actuar conforme a estos estándares: echa a perder todo el caso, desde el inicio”.
Sin peritos ni tecnología, pero con 35.000 cuerpos por identificar
Karen es una joven especialista en química, adscrita a la Dirección de Servicios Periciales de la Fiscalía del Estado de Nayarit. Su trabajo es estudiar el ADN de personas asesinadas para, antes que nada, tratar de averiguar sus nombres.
Sin embargo, desde hace un año no ha podido estudiar una sola muestra de los cadáveres que se han encontrado en Nayarit —estado en el que el número de asesinatos aumentó un 747% en 2017 con respecto al año anterior— porque en su laboratorio el único aparato que aún funciona es un refrigerador doméstico.
Ahí, la especialista resguarda “entre 500 y 600 muestras genéticas”, con la esperanza de que algún día pueda analizarlas. Pero esta no es una situación excepcional.
En México existen al menos 35.000 cuerpos de personas sin identificar, que están almacenados en los Servicios Médicos Forenses y fosas comunes que la autoridad opera en cada estado del país, según datos que difundió en abril de 2018 la subsecretaría de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación.
En la gran mayoría de esos casos, esos crímenes contra personas no identificadas nunca se investigan, ya que el inicio de la averiguación es el reconocimiento de la víctima, destaca un perito de la Procuraduría de Justicia de la Ciudad de México —cuyo nombre se resguarda por seguridad—.
Cuando se tiene un homicidio en el que no se sabe el nombre de la víctima, “ese caso se archiva y solo se reabre si alguien reconoce a esa persona”.
Es decir, en México hay 35.000 muertes sin investigar.
Debido a los errores y deficiencias en las fases previas de la investigación, en México solo una minoría de los casos de homicidios llegan a su judicialización.
Ante la falta de avances en los casos, muchas veces son los propios familiares los que se convierten en investigadores.
Es el caso de la familia de Elionahe Chávez Rivera, una joven de 32 años asesinada en San Luis Potosí en 2014.
La captura de su asesino fue producto de una investigación exhaustiva, pero no de las autoridades, sino de la familia de Elionahe.
Debido a la “falta de recursos” para realizar diligencias de búsqueda que argumentó el ministerio público, la familia tuvo que realizar su propia indagatoria e incluso contrató a un detective privado que consiguió la relación de llamadas telefónicas y mensajes de texto con los que el sospechoso acosaba a su víctima.
La familia de Elionahe también recabó videos de cámaras de vigilancia en donde se ve al sospechoso acechando el centro de trabajo de Elionahe. Solo entonces las autoridades decidieron capturarlo.
Ya detenido, el hombre confesó el homicidio de Elionahe y de otras cuatro mujeres.
Historias similares se repiten a lo largo de la geografía del país.
En Sinaloa y Veracruz son los familiares de las víctimas organizados en colectivos las que buscanen fosas clandestinas los cuerpos de personas asesinadas, porque no confían en la policía. En Guerrero se organizan para financiar pruebas de ADN, ante la falta de recursos del gobierno.
“Las víctimas, en muchas ocasiones, son las que aportan, las que van y se meten a los pueblos, las que escarban con palas para encontrar restos. Si eso lo puede hacer una persona con sus propios recursos, por supuesto que lo puede hacer una autoridad con más recursos y con una planeación”, le dice a Animal Político Sofía Velazco, presidenta de la Comisión de Derechos Humanos en Nuevo León.
Para José Alberto Mosqueda, juez y secretario de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), incluso hablar de que en el 5% de los casos hubo justicia, es cuestionable.
“La impunidad tiene muchas aristas. La impunidad no se constriñe a tener un culpable porque impunidad es también que la persona que no debe estar adentro (de la cárcel) lo esté”, dice.
Alejandro, quien pidió usar un nombre ficticio, es un policía de investigación con 15 años de experiencia en la Fiscalía de Homicidios de la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México.
Cuando Alejandro habla de “resolver” un homicidio se refiere a tener un culpable a quien presentar ante el juez. Como sea.
En su experiencia, la confesión o la delación son las únicas pruebas válidas para llevar a alguien ante el juez y, por lo tanto, las únicas que le importa obtener. “No sirven los peritajes ni las evidencias. La única forma de probar un asesinato es hacer que alguien te diga ‘yo fui’ o que te digan ‘fue él'”, le dice a Animal Político.
Rosalinda Quintanar dice que su hijo fue víctima de ese sistema. Yarold Christian Leyte Quintanar fue sentenciado a 32 años y 6 meses de prisión por el homicidio calificado de María Teresa González, cometido en Veracruz en 2012.
La sentencia contra Yarold, dice su madre, se basa en irregularidades que involucran a toda la cadena de investigación de un crimen: el acusado ‘confesó’ bajo tortura, la víctima no fue asesinada donde dijo el acusado, no hay pruebas de sangre o ADN que confirmen la presencia del acusado en la escena del crimen o que haya tenido contacto con el cuerpo de la víctima y el supuesto móvil del delito —que ella había acudido a su casa a cobrarle una deuda bancaria y por eso la mató— no se sustenta, porque Yarold no tenía deuda.
El uso generalizado de la tortura en la investigación judicial en México motivó una condena por parte de Juan Méndez, relator de las Naciones Unidas, en 2017. Ese hecho también lo confirman las estadísticas oficiales: registros de la Procuraduría General de la República y de las procuradurías estatales indican que, en una década, entre 2006 y 2016, en México se presentaron 15.000 denuncias por tortura.
En otros casos, las víctimas son criminalizadas.
Carlos Sinuhé fue asesinado el 26 de octubre del 2011 en Tlalpan, en la Ciudad de México. Su cuerpo se encontró con 16 impactos de bala que recibió al bajarse de un microbús.
Seis días después del asesinato de Carlos, el 1 de noviembre del 2011, Miguel Ángel Mancera, entonces titular de la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México, declaró que en el crimen había un móvil pasional —porque algunos de los disparos fueron en la zona pélvica— y que Carlos era una persona irascible. Agregó que se investigaba su posible vínculo con delitos de narcomenudeo.
Han pasado casi siete años desde su asesinato y este sigue impune. Carlos Sinuhé, al igual que miles de asesinados, está en ese 95% de impunidad en México.
Pero los niveles de impunidad en México se pueden revertir, coinciden expertos.
Para ello se necesita desde romper con la poca o nula independencia de las instituciones, hasta fortalecer cuestiones operativas de capacitación, investigación y acceso a recursos.
*Este texto fue realizado con material de la serie Matar en México: impunidad garantizada publicada en Animal Político.