El sueño de una vida mejor es más fuerte que los muros y el peligro de muerte. Para las élites centroamericanas, "la exportación de la pobreza es un modelo de negocios", constata Sandra Weiss desde Honduras.
Ángel Eric Brandon ha intentado cuatro veces llegar a los Estados Unidos. Una vez fue capturado por las autoridades de migración mexicanas, otra vez fue secuestrado por el cártel de la droga de los Zetas, y las dos últimas veces fueron los guardias fronterizos estadounidenses quienes interceptaron al joven de 25 años de Honduras y lo deportaron. Ángel Eric Brandon cuenta todo esto como si fuera la cosa más normal del mundo. Sobre los meses de cárcel antes de la deportación, el encarcelamiento en celdas frías, los coyotes que se ganan un ingreso extra y venden mujeres que les han sido confiadas a cárteles criminales para la prostitución forzada. O sobre migrantes que se caen del tren de carga que les corta las piernas o los brazos. Brandon también ha cruzado el río Bravo dos veces. “A veces tiene corrientes peligrosas”, dice. “A los que no saben nadar, los coyotes les dan neumáticos de coche o les tiran una cuerda.” Quien no tiene el dinero para pagar a un coyote, está jugando con su vida, de hecho, como en todo el peligroso viaje hacia el norte.
12.000 dólares para el coyote
Encima, todo esto cuesta tanto como un viaje en un crucero. Su familia tuvo que pagar 10.000 dólares a un coyote por el último intento. No hay garantía de éxito. “Entretanto, el precio ha subido a 12.000”, dice Brandon, “porque ahora México también ha militarizado la frontera, y ya se necesitan coyotes para atravesar la frontera entre Guatemala y México”. En el pasado, esta era la parte más fácil: por unos pocos dólares, los migrantes podían a una de las balsas que transportaban tanto a gente como drogas o mercancías de contrabando hacia el otro lado del río. Ahora, Brandon está trabajando de nuevo en Tegucigalpa, reparando escaleras mecánicas y ascensores, hasta que la familia haya ahorrado el dinero para el siguiente intento.
¿Cómo se puede aguantar esta situación? Brandon sonríe ante una pregunta cuya respuesta es obvia para él. “Quiero una vida mejor”. En otras palabras, un salario con el que no morirse de hambre, sino con el que se pueda comprar una casa, una moto y un teléfono móvil. Un trabajo permanente con servicios sociales, para que no tener que comprar él mismo los analgésicos u otro material necesario para una operación en el sistema de salud estatal. Y por otra razón más que no se puede pagar con dinero: la reunificación familiar. La madre de Brandon y sus hermanas ya están en Estados Unidos desde hace algún tiempo. Brandon las extraña mucho.
Presión social
“Los que se deciden ir a Estados Unidos no son disuadidos por los muros de Trump ni por feroces campañas antimigratorias”, dice Liliana Flores, aludiendo a los espacios de radio y televisión que el gobierno hondureño está transmitiendo y que son financiados con dinero de Estados Unidos. Liliana Flores dirige un programa financiado por el Consejo Hondureño de la Empresa Privada (Cohep) que enseña a los jóvenes de pocos recursos lo básico para hacer negocios, y luego les proporciona un préstamo inicial para montar uno propio. 450.000 jóvenes ya lo han hecho. Es una gota en el océano. Y a veces una lucha contra molinos de viento. Junto con consultores externos y una universidad privada, el Cohep estableció un curso de formación dual para mecánicos de automóviles. Pero la autoridad estatal responsable de la aprobación rechazó la iniciativa. “¿Para qué lo necesitamos?” tuvo que escuchar Flores.
Honduras es un país joven: el 43 por ciento de sus habitantes tiene menos de 19 años, y cada año, cientos de miles de personas entran en el precario mercado laboral de una economía que tiene poco más que ofrecer que empleos baratos en la agricultura, los servicios o la industria manufacturera. Una economía en la que una pequeña élite forma oligopolios -en la construcción o en la industria energética- que viven de contratos gubernamentales, y en la cual la corrupción está muy extendida. La agricultura nacional no puede competir con las exportaciones agrícolas subvencionadas por Estados Unidos, que entran al país libres de impuestos gracias a un acuerdo de libre comercio. Los ricos viven de sus beneficios; los pobres de las remesas que les envían sus familiares emigrados. Una pequeña clase media sobrevive apenas entre ambos. Los hondureños en el extranjero envían en total, más de cuatro mil millones de dólares al año a sus familiares en Honduras. Dinero del que se benefician los bancos y los centros comerciales de la élite, y que no va a parar a fomentar la educación ni se invierten. La exportación de la pobreza es, tal como el autor Juan Ramón Martínez llama a este modelo, también un “modelo de negocio”. Lo que puede pasar cuando se cierra esa válvula de migración, se puede observar actualmente, no solo en Honduras, sino en todos los países entre Guatemala y Nicaragua. La presión social se vuelve incontrolable.