“La palabra muerte no se pronuncia en Nueva York, en París o en Londres porque quema los labios”, escribió el ensayista y poeta mexicano Octavio Paz en los años 50. Pero para sus compatriotas, quienes hablan de ella y la celebran en el festival anual del Día de los Muertos, “es uno de sus juguetes favoritos y su pasión más irrefrenable”.
Esto era probablemente una exageración, incluso en aquel entonces, pero plantea la cuestión del papel que juega la muerte en el arte de vivir. La cultura occidental ha desarrollado múltiples mecanismos para protegernos de la realidad de nuestra mortalidad.
La industria publicitaria nos dice que nos mantendremos jóvenes para siempre, evitamos hablar de la muerte con nuestros hijos, y escondemos a los ancianos en residencias fuera de nuestra vista y de nuestra cabeza.
Frida Kahlo pintó su autorretrato de 1943 Pensando en la muerte mientras estaba postrada en la cama con la salud ya muy deteriorada. Y se ha interpretado como una visión de la muerte como un camino hacia otra forma de vida.
Debemos aprender a enfrentar el terror de la muerte y desarrollar el coraje de explorar cómo la conciencia de nuestra mortalidad puede ayudarnos a navegar por el ahora.
Piensa en el mencionado autorretrato de Frida Kahlo, que tiene un macabro cráneo incrustado en la frente. O considera la concisa sabiduría de Albert Camus: “Aceptar la muerte. Después de eso todo es posible”.
Pero es más fácil decirlo que hacerlo. Uno de los secretos para lograrlo no es pasar horas contemplando visiones de la Parca, sino reimaginar nuestra relación con el tiempo mismo.
Aquí hay tres ideas para hacerlo que ofrecen la inesperada perspectiva de un sostén existencial.
En la novela de León Tolstoi La muerte de Iván Ilyich (1886), un fiscal judicial de San Petersburgo que ha dedicado su carrera a ascender en las filas de la administración rusa y a ayudar a su familia a alcanzar un lugar respetable en la sociedad burguesa, yace en su lecho de muerte, a la edad de sólo 45 años, preguntándose si ha malgastado su vida en actividades superficiales.
¿Y si toda mi vida ha sido realmente un error?”, reflexiona amargamente.
La historia ofrece un útil experimento reflexivo. Si nos imaginamos a nosotros mismos en el final de nuestra vida, cuando estemos en nuestro lecho de muerte, ¿cómo nos sentiríamos si miráramos hacia atrás?
¿Nos sentiríamos orgullosos de nuestros logros? ¿Sentiríamos que hemos apurado la vida hasta la médula? ¿O estaríamos, como Ivan Ilyich, llenos de arrepentimiento?
El sentido de esto, por supuesto, es que tales reflexiones pueden alterar la forma en que elegimos actuar en el aquí y ahora. Mi enfoque favorito para hacer este viaje temporal al final de nuestras vidas es un ejercicio de prospección que llamo “La cena del más allá”.
Imagínate en una cena de la otra vida. También están presentes todos los otros “tú’” que podrías haber sido si hubieras tomado diferentes elecciones. El tú que estudió más duro para los exámenes. El que abandonó su primer trabajo y siguió su sueño. El que se convirtió en alcohólico y ese otro que casi muere en un accidente de coche. El que dedicó más tiempo a hacer que su matrimonio funcionara.
Luego miras a estos “yos” alternativos. Algunos de ellos son impresionantes, mientras que otros parecen engreídos y molestos. Algunos te hacen sentir incapaz y perezoso.
Así que, ¿cuál de ellos tienes curiosidad por conocer y hablarle? ¿Cuál preferirías evitar? ¿A cuál envidias? ¿Hay alguno que preferirías ser?
Una segunda forma de dar sentido a nuestra existencia es recurrir a la sabiduría de las culturas indígenas, cuyas visiones del mundo disuelven las barreras entre la vida y la muerte, y ofrecen un sentido de trascendencia.
Hay un inspirador concepto maorí conocido como whakapapa, que es su palabra para “linaje” o “genealogía”.
Es la idea de que todos estamos conectados en una gran cadena de vida que une el presente con las generaciones del pasado y con todas las generaciones del futuro.
Sucede que la luz brilla en este momento, aquí y ahora, y la idea de whakapapa nos ayuda a ampliar la luz para que podamos ver a todos a lo largo del paisaje del tiempo.
Nos permite reconocer que los vivos, los muertos y los que no han nacido están todos aquí, en la habitación, con nosotros. Y tenemos que respetar sus intereses tanto como los nuestros.
Dar este salto imaginativo es un reto, especialmente para aquellos de nosotros que estamos inmersos en una cultura de consumo occidental altamente individualista.
Pero podemos empezar a hacerlo con la ayuda de otro experimento de imaginación que implica viajar a través del tiempo. Piensa en un niño a quien conozcas y por el que te preocupas, tal vez un ahijado, una sobrina o uno de tus propios hijos o nietos.
Ahora imagínatelos en la fiesta de su 90 cumpleaños, rodeado de familiares y amigos. Imagina su rostro envejecido, mira lo que está pasando en el mundo fuera de la ventana. Y ahora imagina que alguien se acerca y pone en sus brazos un pequeño bebé: es su primer bisnieto. Mira a los ojos del bebé y pregúntate: “¿Qué necesitaría este niño para sobrevivir y prosperar en los años y décadas venideras?”.
Siéntate con ese pensamiento por un momento. Luego reconoce que este pequeño bebé podría estar vivo hasta el siglo XXII. Su futuro no es la ciencia ficción. Es un hecho familiar íntimo, a sólo un par de pasos de tu propia vida.
Si nos preocupamos por la vida de ese bebé, necesitamos preocuparnos por toda la vida: toda la gente que necesitará para apoyarse en ella, el aire que respirará, toda la red que compone su vida.
Este tipo de experimento puede ayudarnos a trascender los límites de nuestra propia vida y entrar en contacto con la sabiduría de whakapapa.
Todos somos parte de la gran cadena de la vida. Y al reconocer nuestro lugar en ella, empezamos a extender nuestro sentido de lo que constituye “el ahora”, pasando de un ahora de segundos y minutos y horas a uno más largo, de décadas, siglos e incluso milenios.
Un ahora que nos da un sentido de responsabilidad por el legado que dejamos a las generaciones del mañana al mismo tiempo que respetamos a las generaciones del pasado.
También podemos repensar nuestra relación con la muerte tomando la perspectiva del “tiempo profundo”, reconociendo que la humanidad y nuestras propias vidas representan lo mismo que un parpadeo en la historia cósmica.
Como dijo el escritor John McPhee, “considera la historia de la Tierra como la antigua medida de la yarda inglesa, la distancia desde la nariz del rey hasta la punta de su mano extendida. Un golpe de una lima de uñas en tu dedo medio borra la historia de la Humanidad”.
Pero recuerda, también, que así como hay un largo tiempo detrás de nosotros, también lo hay por delante. Cualquier criatura que todavía pueda existir dentro de 5.000 millones de años, cuando nuestro Sol muera, será tan diferente a nosotros como lo somos de la primera bacteria unicelular.
Esta idea del tiempo profundo nos permite captar nuestro potencial destructivo: en sólo dos siglos de civilización industrial, con nuestra ceguera ecológica y mortales tecnologías, hemos puesto en peligro un mundo que tardó miles de millones de años en evolucionar.
¿No tenemos la responsabilidad de preservar la potencia suministradora de vida de la Tierra para las generaciones venideras?
Al mismo tiempo, situarnos en la infinitud del tiempo ayuda a poner nuestra mortalidad en perspectiva. Somos sólo un momento pasajero en una narración mucho más extensa.
Mientras que el tiempo ilimitado nos es esquivo, sus maravillas están a nuestro alcance. Podemos llegar allí con la ayuda de escritores visionarios de ciencia ficción como NK Jemisin o Ursula Le Guin, que permiten que nuestras mentes viajen a través de los eones.
O intentar buscar fósiles y sostener una amonita de 200 millones de años en la mano. O mirar las estrellas cuya luz dejó su fuente antes de que los humanos evolucionaran.
O hacer un peregrinaje a un árbol antiguo y, como lo expresó tan bellamente el novelista Richard Powers, experimentar la vida “a la velocidad que lo hace la madera”.
Mientras pasamos pantallas en nuestros teléfonos y pulsamos el botón “Comprar ahora”, hagamos una pausa y abramos nuestra imaginación a “un ahora” más largo. Así es como comenzamos el viaje más allá de la muerte. Así es como nos convertimos en buenos ancestros.
Este artículo está basado en su nuevo libro The Good Ancestor: How to Think Long Term in a Short-Term World.