Esta es una historia vil. Y de las peores, porque dejó graves secuelas que perviven y se extendió por muchísimos años. Quizás siglos, dependiendo de por dónde la empieces a contar.
En el hemisferio occidental, podríamos remontarnos al zoológico de Moctezuma, el noveno tlatoani de Tenochtitlan y gobernante de la Triple Alianza azteca.
Según cronistas españoles como Antonio Solís y Rivadeneyra (1610-1686), además de aves, fieras y animales ponzoñosos, tenía “un cuarto donde habitaban los bufones, y otras sabandijas de palacio que servían al entretenimiento del rey: en cuyo número se contaban los monstruos, los enanos, los corcobados, y otros errores de la naturaleza”.
La descripción trae a la memoria la tradición de los “espectáculos de monstruos”, que se datan al siglo XVI.
Para ese entonces las deformidades físicas ya no se consideraban malos presagios ni se temían como evidencia de malos espíritus, así que las “monstruosidades” médicas se convirtieron en componentes estándar de espectáculos itinerantes.
Pero quizás un precursor más apropiado para lo que seguía ocurriendo más de cuatro siglos después de los primeros viajes de descubrimiento fue la adición que le hizo el cardenal italiano Hipólito de Médici a la colección de animales de su familia.
En medio del Renacimiento italiano, se ufanaba de tener, además de toda clase de bestias exóticas, varios “salvajes” que hablaban más de 20 lenguas, incluidos moros, tártaros, indios, turcos y africanos.
Había dado un paso más en la deshumanización de quienes eran distintos: a la grotesca exhibición de personas nacidas con alguna alteración física añadió la posesión de humanos de otras tierras cuya apariencia y costumbres eran diferentes a las europeas.
La cúspide de ese tipo de deshumanización, sin embargo, llegaría cientos de años después, cuando las sociedades occidentales desarrollaron un apetito por exhibir “especímenes” humanos exóticos que eran enviados a París, New York, Londres o Berlín para el interés y el deleite de la multitud.
Lo que comenzó como una curiosidad por parte de los observadores se convirtió en una pseudociencia macabra a mediados del siglo XIX, con los investigadores buscando evidencia física para su teoría de las razas.
Millones de personas visitaron los “zoológicos humanos” creados como parte de las grandes ferias comerciales internacionales.
En ellas podían ver aldeas enteras con habitantes traídos de lugares lejanos y pagados para representar danzas de guerra o rituales religiosos ante sus amos coloniales.
Así se fue creando un sentido del “otro” con respecto a los pueblos extranjeros, que ayudó a legitimar su dominación.
Es posible que en un principio haya sido relativamente inocente: un encuentro con lo desconocido y una curiosidad, quizás hasta mutua.
En 1774, un polinesio llamado Mai u Omai llegó a Inglaterra con el capitán James Cook y fue presentado por el naturalista Joseph Banks en la corte del rey Jorge III, que cayó rendida a sus pies.
Era “ingenioso, encantador y astuto”, como dice Richard Holmes en “La era de las maravillas”.
“Su belleza exótica… era muy admirada en la sociedad, especialmente entre las damas aristocráticas más atrevidas”.
¿Pero era un invitado o un espécimen?
Si había lugar para la ambigüedad en los primeros días, esta desapareció con las nuevas certezas de la época colonial.
El emblema más triste de la era venidera fue la sudafricana Saartjie Baartman, conocida como la “Venus Hotentote”.
Nacida alrededor de 1780, fue llevada a Londres en 1810 y mostrada en ferias en Europa, para la delicia de los espectadores.
Su gran atractivo eran sus nalgas pues, en una época en la que los grandes traseros estaban de moda, las de ella eran, desde el punto de vista europeo, exhuberantes.
Cuando la Venus africana fue perdiendo su atractivo en Londres, fue enviada a París, donde además fue analizada por los antropólogos raciales en ciernes. En un catálogo de una exposición, uno de esos científicos la describió diciendo que tenía “nalgas de mandril”.
Fue en ese período que empezó el estudio de lo que se llegó a llamar “racialismo”.
Falleció en 1815, pero el show continuó.
Su cerebro, esqueleto y órganos sexuales siguieron exhibidos en el Museo de la Humanidad de París hasta 1974. En 2002, sus restos fueron repatriados y enterrados en Sudáfrica.
Baartman marcó el comienzo del período de descripción, medición y clasificación, que pronto llevaría a la jerarquización: la idea de que hay razas mejores y peores.
El clímax de la historia llega con el apogeo imperialista de finales del siglo XIX y principios del XX.
A ambos lados del Atlántico, un público alimentado con nociones de evangelización cristiana y superioridad cultural se entusiasmó con las recreaciones de la vida en las colonias que se convirtieron en una parte habitual de las ferias comerciales internacionales.
Los visitantes podían vislumbrar la vida “primitiva”, e irse sintiendo que habían “viajado” a lugares desconocidos.
El alemán Karl Hagenbeck, comerciante de animales salvajes y futuro empresario de muchos zoológicos europeos, fue uno de los pioneros de esa moda, marcando la diferencia con otras exposiciones de “poblaciones exóticas” al mostrarlas junto a plantas y animales como en su “ambiente natural”.
En 1874 exhibió así a samoanos y sami (laponeses) y en 1876, a nubios del Sudán egipcio, un espectáculo tremendamente exitoso en Europa.
Su idea de mostrar “salvajes en su estado natural” fue probablemente la inspiración de Geoffroy de Saint-Hilaire, director del Jardin d’aclimatation de París, quien en 1877 organizó dos “espectáculos etnológicos” que presentaban nubios e inuit.
Ese año, la audiencia se duplicó a un millón.
Entre 1877 y 1912, se presentaron aproximadamente 30 “exposiciones etnológicas” en el Jardin zoologique d’aclimatation.
También en París, la Exposición Universal de 1878 presentó “aldeas negras”, pobladas con personas de las colonias de Senegal, Tonkin y Tahití.
El pabellón holandés en esa exposición incluía un pueblo javanés (“kampong”) habitado por “nativos” que realizaban danzas y rituales.
En 1889, la Feria Mundial, visitada por 28 millones de personas, también tuvo, entre los 400 indígenas expuestos, javaneses que interpretaban una música tan sofisticada que dejó al joven compositor Claude Debussy boquiabierto.
Ese mismo año, con el permiso del gobierno chileno, 11 nativos del pueblo Selknam u Oma, incluido un niño de 8 años, fueron embarcados a Europa para ser exhibidos en zoológicos humanos.
Los indios patagónicos tehuelche, selknam y kawésqar eran una rareza, por lo que fueron fotografiados, medidos, pesados y obligados a “actuar” a diario, entre 1878 y 1900.
Si sobrevivían el viaje, la mayoría de estos “especímenes” sudamericanos perecían poco tiempo después de llegar a sus destinos.
Los shelnam habían sido capturados por Maurice Maitre, uno de los negociantes que se enriquecieron con esa variedad de trata de humanos.
Algunos de esos empresarios, como el legendario “Buffalo Bill” Cody, organizaban espectáculos itinerantes; los suyos del Lejano Oeste fueron otro ejemplo de estereotipo racial.
Y hubo unos que se distinguieron por el trato que le daban a los indígenas, como Truman Hunt, administrador una popular “aldea de igorotes”.
Estaba poblada por algunos de los 1.300 filipinos de tribus diferentes que el gobierno estadounidense había llevado a la Exposición Universal de St. Louis de 1904.
En este caso, la motivación era política, según Claire Prentice, autora de “La tribu perdida de Coney Island”.
Al exhibir a los ‘salvajes’ el gobierno esperaba obtener el apoyo público para sus políticas en Filipinas al demostrar que los habitantes de los recién adquiridos territorios estaban lejos de estar preparados para el autogobierno.
A cada uno de los “nativos” se les prometió un pago de US$15 al mes para que mostraran su cultura y costumbres.
Hunt trató tan mal a los igorotes que fue arrestado en 1906, acusado de robarles US$9.600 en salarios y de usar la fuerza física para quitarles cientos de dólares más que los miembros de la tribu habían ganado vendiendo artesanías.
Las motivaciones para seguir exhibiendo por décadas a seres humanos, enfatizando las “diferencias” entre los “primitivos” y los “civilizados”, en Hamburgo, Copenhagen, Barcelona, Milán, Varsovia y demás, habían pasado a ser otras.
Estaban vinculadas, argumentan los académicos, a tres fenómenos interrelacionados: la construcción de un Otro imaginario, la teorización de una jerarquía de razas y la construcción de imperios coloniales.
A menudo se basaban en el racismo científico y en una versión del darwinismo social.
En 1906, por ejemplo, el antropólogo aficionado Madison Grant, director de la Sociedad Zoológica de Nueva York, hizo exhibir al pigmeo congoleño Ota Benga en el zoológico del Bronx de Nueva York junto con simios y otros animales.
A instancias de Grant, un destacado eugenista, el director del zoológico puso a Ota Benga en una jaula con un orangután y lo etiquetó como “El eslabón perdido”, para ilustrar que, en términos evolutivos, los africanos como Ota Benga estaban más cerca de los simios que los europeos.
Tras las protestas de la Iglesia afroamericana baptista, se le permitió deambular por el zoológico pero cuando, acosado verbal y físicamente por la multitud, su conducta comenzó a ser un poco violenta, lo sacaron.
En 1916, Grant publicó un libro en el que expuso la teoría de la superioridad blanca y abogó por un fuerte programa de eugenesia.
Ese mismo año Ota Benga se suicidó pegándose un tiro en el corazón.
Entretanto, las Exposiciones Coloniales de Marsella (1906 y 1922) y de París (1907 y 1931) continuaban mostrando seres humanos en jaulas, a menudo desnudos o semidesnudos.
A la de 1931 asistieron 34 millones de personas en seis meses.
Considerablemente menos personas asistieron a la contraexposición que la Liga Antiimperialista comunista organizó bajo el nombre “La verdad sobre las colonias”.
No obstante, el solo hecho de que la montaran fue una señal de que las actitudes hacia los zoológicos humanos estaban cambiando gradualmente.
Se calcula que unas 35.000 personas fueron exhibidas.
A la mayoría les pagaban: eran espectáculos, entretenimiento público. Los aldeanos representaban un papel.
Pero significativamente, había barreras entre el público y esos “artistas”, para reforzar la noción de separación y, sin necesidad de palabras, de desigualdad.
Estas exhibiciones etnográficas se extinguieron después de la Segunda Guerra Mundial. Curiosamente, fue Adolfo Hitler quien primero los prohibió.
En otros casos, tristemente, no fue ni siquiera necesario prohibirlas: dejaron de existir no por una revaluación ética sino porque aparecieron nuevas formas de entretenimiento y la gente sencillamente dejó de interesarse.
La última en cerrar fue la de Bélgica.
En el verano de 1897, el rey Leopoldo II había importado 267 congoleños a Bruselas para exhibirlos en su palacio colonial en Tervuren, al este de Bruselas.
Muchos murieron en el invierno pero tal fue la popularidad que más tarde se establecería una exposición permanente en el sitio.
Para la Exposición Internacional y Universal de Bruselas de 1958, una celebración de 200 días de los avances sociales, culturales y tecnológicos de la posguerra, se instaló un pueblo “típico”, donde los espectadores observaban a congoleños, a menudo entre burlas.
“Si no reaccionaban, les tiraban monedas o plátanos por la reja de bambú”, escribió un periodista de la época.
Los congoleños se hartaron de las condiciones en las que los tenían y del abuso del público, así que el zoológico humano cerró.
Fue el último de la historia.
Se estima que los zoológicos humanos fueron vistos por unas 1.400 millones de personas.
Y se sabe que jugaron un papel importante en el desarrollo del racismo moderno.