Hace poco más de una década, la periodista Susannah Cahalan cayó de repente y con 24 años en un inexplicable estado de delirio y paranoia.
Oía voces y alucinaba. Serían meses de miedo y confusión en los que una extraña enfermedad desconocida se apoderaría de su mundo y distorsionaría todo lo que sabía.
Le impediría hablar y caminar. En unas pocas semanas perdería su sentido de sí misma, su cuerpo y su mente.
Estaba aterrorizada y los médicos, desconcertados.
Después de múltiples convulsiones y una serie de diagnósticos erróneos, Susannah fue hospitalizada en Nueva York.
Esta es su historia.
Times Square es uno de los lugares más desagradables para estar en la ciudad de Nueva York. Está lleno de vallas publicitarias, cadenas de restaurantes, tiendas.
Para llegar a mi oficina en The New York Post tenía que atravesar el infierno de Times Square.
Esa mañana, cuando estaba caminando entre las vallas publicitarias con luces brillantes y la muchedumbre, algo se sintió muy diferente, como si yo fuera hipersensible al sonido, a la vista, al olfato. Todo se amplificó.
Sentí que las luces brillantes me estaban enfermando físicamente, sentía una presión en mi cráneo. Las luces me dieron náuseas y quería salir de allí lo antes posible.
No lo sabía en ese momento, pero hay algo llamado fotofobia, una sensibilidad aguda a la luz que puede ocurrir antes de una convulsión.
Al llegar a la oficina, mis emociones estaban a flor de piel. Hablaba muy rápido y tenía todas estas ideas grandiosas sobre mi carrera. Incluso llevé a mi editor a un lado y le conté todos mis sueños, lo cual fue bastante inquietante fuera de contexto. Él no entendía lo que estaba pasando.
Soy una persona entusiasta. No fue necesariamente una desviación completa de mi personalidad, pero sí una amplificación.
Luego tuve una extraña sensación en el pasillo, que estaba lleno de portadas enmarcadas. El New York Post es un tabloide conocido por sus escandalosas portadas, y estas me miraban con lascivia. Sentí que las paredes respiraban y que el techo, de repente, estaba por las nubes.
Pero no todo era euforia. Me escondí debajo de mi escritorio porque estaba llorando histéricamente.
Caminé por aquel pasillo a los tumbos y una amiga me sacó de la sala de redacción. Ella reconoció que algo estaba pasando.
El mes anterior había estado muy deprimida. Tenía problemas para levantarme de la cama, una niebla mental completa, no tenía motivación. Estaba agotada.
Días después, Susannah empezó a experimentar algo más físico y realmente alarmante.
Tenía una sensación de entumecimiento del lado izquierdo y en los dedos de las manos y los pies, lo que me asustó lo suficiente como para ir a un neurólogo y hacerme algunos exámenes. Todos dieron negativo.
Mi novio Stephen se despertó un día con el ruido de mis dientes rechinando muy agresivamente. Me llamó por mi nombre y mis brazos volaron frente a mí muy rígidos, casi como Frankenstein o una momia caminando.
En ese momento comencé a temblar con movimientos irregulares. Fue una convulsión de cuerpo completo.
Él nunca había visto algo así, pero me puso de costado, que era exactamente lo que se debe hacer en el caso de que alguien tenga un ataque para no ahogarse, y llamó al 911.
Una ambulancia la llevó al hospital y Susannah volvió en sí en una habitación llena de más pacientes. A su alrededor vio caos.
Ese ambiente amplificó mi paranoia y psicosis. Me desperté convencida de que los médicos me habían diagnosticado mal, que me estaba muriendo, y comencé a gritarles. Fue un cambio de personalidad completo después de esa convulsión.
En muchos sentidos, la primera convulsión representa un antes y un después.
Dejé de dormir. Paseaba por la casa en lugar de dormir. En un momento desperté a mi mamá en medio de la noche porque estaba parada al lado de su cama, mirándola.
Llegó al punto en que tuvo que dormir conmigo para asegurarse de que no me lastimara.
También comencé con un nuevo síntoma de relamerme los labios casi constantemente.
Mientras todo esto sucedía, todavía tenía convulsiones. Así que volví al médico, me dijo que tenía un virus y me hizo una serie de preguntas. Una de ellas fue: ¿cuánto bebes al día? Respondí que una o dos copas de vino por la noche.
Pero el médico anotó una o dos botellas de vino por noche, lo que cambió por completo la forma en que me veía, que veía lo que me estaba pasando y, posteriormente, lo que verían los médicos que miraran ese mismo historial médico.
La paranoia se apoderó de Susannah y un día fue a hacerse un electroencefalograma.
La técnica en electroencefalografía dijo que el examen no mostraba nada, y que ella veía esto todo el tiempo con tipos de Wall Street que llegan estresados y no les pasa nada. “Todo está en tu cabeza”, me aseguró.
Al salir de allí, volví a la sala de espera del consultorio. Mi madre y mi padrastro estaban sentados esperándome. Recuerdo mirar alrededor de la habitación y creer que mi madre y mi padrastro habían contratado a todos allí y que todos eran actores, hasta la técnica que me hizo el estudio, y que estaban tratando de darme una lección. Esa artificialidad, esa idea de que gran parte del mundo era un escenario, era un delirio muy común que tenía.
Me sentí superior porque creía que los había descubierto, que era más inteligente que todos ellos y sabía todo lo que estaba ocurriendo.
La psicosis puede convertirse en una deificación de ti mismo, un sentimiento de que eres Dios y tienes superpoderes. Sentía que tenía el control total.
Su madre seguía muy de cerca lo que le pasaba para tratar de ayudarla e intentaba estar siempre con ella, pero un día decidió dejarla ir a pasar la noche a la casa de su padre.
En ese momento mi padre y yo no éramos tan cercanos como ahora y no conocía muy bien su casa. Fue un elemento completamente nuevo que me inquietó y amplificó mi psicosis.
Mi papá tiene una habitación en la casa que está llena de recuerdos de la guerra civil y en ese momento lo percibí como un ambiente muy espeluznante.
Hay una gran pintura de un tren. Recuerdo que el humo se salía del marco y parecía que se movía, como una ilusión óptica.
En algún momento miré el busto de Abraham Lincoln que tiene mi papá y estaba segura de que me seguía con la mirada. Luego comencé a escuchar sonidos de mi padre lastimando a mi madrastra. La oí gritar, la oí pelearse.
No estaba sucediendo, todo estaba en mi cabeza, pero lo escuché claro como el día. Subí corriendo tres pisos y me atrincheré en el baño.
Mi papá me había escuchado gritar, así que trató de entrar al baño pero no lo dejé. Pensé seriamente en saltar por la ventana para escapar de mi padre porque estaba segura de que yo sería la siguiente.
Una estatua de Buda en el baño me sonrió. Por alguna razón, me calmó y no salté.
Pero mi padre tardó horas en engatusarme para que saliera. Yo no quería ningún contacto con él, estaba aterrorizada.
Cuando me sacó, llamó a mi mamá y le dijo: “Tenemos que hacer algo. Esto se está saliendo de control”.
Llevaron a Susannah de regreso al hospital y tan pronto como llegó, tuvo una convulsión.
La ingresaron directamente a la sala de epilepsia, donde pasó todo un mes. Allí comenzó el “mes de la investigación de la locura”.
Teníamos inmunólogos haciendo paneles de pruebas, reumatólogos, gente viendo si era cáncer, si era la enfermedad de Lyme, enfermedades autoinmunes…
Me hicieron punciones lumbares, resonancias magnéticas, tomografías computarizadas, tomografías PET. Y todo daba negativo.
Las primeras dos semanas estuve muy, muy psicótica. Mi delirio sobre mi padre y mi madrastra continuó en el hospital. Creía que mi padre realmente había asesinado a mi madrastra y pensé que los otros pacientes eran reporteros encubiertos que recopilaban información sobre mí.
Mi estado emocional era de miedo extremo, paranoico, bajo ataque, bajo asedio. Pero también estaba marcado por momentos casi místicos, como si tuviera el poder de rejuvenecer o envejecer a las personas con mi mente.
Era un arma extremadamente conmovedora y poderosa.
Un día durante la internación, Susannah estaba en su cama sosteniendo un teléfono celular apagado. Estaba muy agitada y sus ojos algo saltones.
“Estoy en las noticias”, exclamó. Pensó que se estaba viendo a sí misma en la televisión y que su teléfono estaba intervenido.
Me arranqué el conducto intravenoso, saqué los cables del electrocardiógrafo y corrí de un lado a otro del pasillo. De hecho, traté de escapar. Traté de escapar varias veces. Le di patadas y puñetazos a las enfermeras. Me pusieron un guardia las 24 horas.
Un día la psicosis se fue, pero en su lugar vino algo peor. Dejé de hablar, apenas podía caminar, tenía problemas para tragar líquidos y comencé a acostarme rígida como una tabla, dejando los brazos alzados e inmóviles durante horas.
Era algo que un médico describiría como catatonia, y la evolución iba en la dirección equivocada.
Hasta que apareció el doctor Souhel Najjar. Me entregó una hoja de papel y me pidió que dibujara un reloj. Aparentemente dibujé el círculo varias veces, me costó mucho. Luego comencé a escribir los números del 1 al 12 y también me tomó mucho tiempo.
Finalmente los dibujé todos y cuando vio lo que hice, se quedó sin aliento. Había puesto todos los números, del 1 al 12, en el lado derecho del reloj. El lado izquierdo estaba completamente en blanco.
Allí se dio cuenta de que había algo con el lado derecho de mi cerebro, que es responsable del campo de visión izquierdo.
De alguna manera, esto fue la prueba de que “algo estaba sucediendo neurológicamente” en mi cerebro.
Sacó a mis padres de la habitación y las primeras palabras que salieron de su boca fueron: “Su cerebro está en llamas. Su cerebro está siendo atacado por su propio cuerpo”.
Me tomó de las manos y me dijo: “Vamos a resolver esto”.
Cuando Najjar dijo que el cerebro de Susannah estaba en llamas, lo que quiso decir fue que había una inflamación dentro de su cerebro. Los síntomas imitan los comportamientos de una enfermedad psiquiátrica como la esquizofrenia, pero tienen causas físicas conocidas.
Sospechaba que era causado por una enfermedad autoinmune y tenía razón. Al tiempo, un médico de la Universidad de Pensilvania diagnosticaría a Susannah como la persona número 217 en el mundo con algo llamado encefalitis autoinmune contra el receptor NMDA. Ataca algunos de los elementos más fundamentales del cerebro relacionados con la memoria, el aprendizaje y el comportamiento.
Al momento de ser diagnosticada, Susannah ya no podía leer, escribir ni hablar. Apenas podía caminar. Le prescribieron un tratamiento con esteroides.
Najjar se sintió optimista y me dijo que recuperaría entre el 80% y el 90% de mí misma.
Alrededor de un año y medio después pude decir: “Aquí estoy de nuevo, completamente”.
* Este artículo es un extracto del testimonio de Susannah Cahalan para el programa Outlook de la radio del Servicio Mundial de la BBC. La periodista escribió su experiencia en el libro “Mi cerebro en llamas”, publicado en 2012.