Se llamaba Samuel-Jean Pozzi, y era un médico tan célebre que en las calles francesas se vendían postales con su retrato.
“Siento mucho, querido amigo, estropear tu velada de esta manera, pero tengo al menos una bala en el estómago“, decía la nota que recibió una noche del verano parisino de 1918 el doctor Thierry de Martel.
Inmediatamente acudió a atender al remitente, quien solicitó que no lo durmieran durante la operación. Después de todo, era uno de los cirujanos más expertos en ese tipo de heridas y quería supervisar la intervención.
Se llamaba Samuel-Jean Pozzi, y era un médico tan célebre que en las calles francesas se vendían postales con su retrato.
Pero ni la pericia de Martel, ni la experiencia acumulada de Pozzi como voluntario con el cuerpo médico en la Guerra Franco-Prusiana de 1870 y en la Primera Guerra Mundial desde 1914 hasta ese día lograron salvarlo.
“Con admirable lucidez, guio los esfuerzos de sus colegas cirujanos y parecía que el éxito estaba asegurado cuando una hemorragia repentina se lo llevó en cuestión de minutos“, diría al día siguiente la Sociedad de Cirujanos de París.
Horas antes de su muerte, había recibido en su consultorio a un antiguo paciente que lo acusaba, erróneamente, de haberle dejado impotente por haberle tratado un varicocele.
Maurice Machu había ido a exigirle que le devolviera su virilidad. Eso o la muerte.
Al dar la noticia, el diario Le Figaro describió a Pozzi como “un amante sincero tanto de la ciencia como del arte, una especie de bella obra de arte en sí mismo y un magnífico espécimen de nuestra raza“.
Su amigo, el poeta, mecenas, afamado dandi y conde Robert de Montesquiou, escribió:
“Para alguien tan devoto como yo al aristocrático placer de contrariar a otros, fue una lección ser testigo de la sonrisa constante de un hombre que supo aprovecharla tan bien. Pozzi tenía un arte de complacer que nadie podía igualar“.
“Mi dolor es muy profundo”,expresó Marcel Proust, autor de “En busca del tiempo perdido”.
“Pienso en su bondad, su inteligencia, su talento, su belleza, en cómo lo he venerado constantemente...”.
Al igual que ellos, muchos otros lamentaron profundamente su ausencia.
Con el paso del tiempo, su celebridad se fue esfumando.
Pero en 1990, la galería del museo Armand Hammer en Los Ángeles (EE.UU.) expuso un cuadro que había estado oculto a la mirada del público durante más de un siglo porque a los críticos de finales del siglo XIX les pareció vulgar.
Esta vez, el público quedó enamorado de Dr Pozzi Chez Lui (“Doctor Pozzi en su casa”).
Era obra del pintor estadounidense John Singer Sargent, considerado el retratista más exitoso de su generación.
Sargent había descrito al sujeto de su cuadro como “una criatura muy brillante“ en una carta que le envió al gran novelista británico-estadounidense Henry James, en 1885.
Pero ¿quién era ese apuesto hombre con una larga túnica carmesí, aquel que deslumbró a estas y tantas otras luminarias de la Belle Époque?
Para Sarah Bernhardt, la voz de oro del teatro francés y una de las mejores actrices de todos los tiempos, fue en un principio su amante, y siempre su amigo y su doctor.
Alguien a quien quiso con pasión.
“Te amo con toda la fuerza vital e intelectual de mi ser, y nada podría cambiar este sentimiento, más grande que la Amistad, más divino que el Amor“, le dijo en una de las numerosas cartas que le escribió durante su larga relación.
Ella lo llamaba “Doctor Dios”. Otras se referían a él como “el médico amor”. Y era ampliamente conocido como un amigo de las mujeres.
¿El hombre perfecto? Por suerte, no; la perfección siempre corre el riesgo de ser sosa o derrumbarse ante el más mínimo defecto.
¿Universalmente amado? Casi, pero no del todo.
Aunque por regla general las mujeres lo adoraban, la excepción eran las de su hogar.
Ni su esposa, la heredera de un magnate del ferrocarril Therese Loth-Cazalis, ni su suegra, quien vivía con ellos, ni su hija, la poeta, narradora y diarista Catherine, lo tenían en alta estima.
Su larga lista de romances y aventuras extramatrimoniales no ayudaba.
Y aunque era ampliamente admirado, los antidreyfusards le guardaban un profundo rencor.
Para Pozzi, “el chauvinismo es una de las formas de ignorancia“.
No solo se alineó con el escritor Émile Zola en defensa de la víctima de antisemitismo, sino que no dudó en correr a asistir al capitán Alfred Dreyfus cuando el periodista de extrema derecha Louis-Anthelme Grégori le disparó en un acto público.
Pero, a pesar de esos detractores, pocos han tenido la suerte de quedar retratados -literal y figurativamente- de manera tan halagadora como Pozzi.
Y es que además de su aspecto, encanto y estilo, que le aseguraban un éxito social instantáneo, su currículo profesional, aunque a menudo queda relegado por la fuerza de su personalidad, era impresionante.
Pozzi fue, en primer lugar, el “padre de la ginecología francesa”, y su práctica clínica y meticulosas investigaciones fueron un factor importante para establecer la ginecología como una especialidad médica independiente a fines del siglo XIX y principios del XX.
Con su “Tratado de ginecología clínica y operativa” publicado en 1890 y traducido a seis idiomas, se hizo famoso en el mundo de la medicina.
En él, a diferencia de otros textos similares, estableció por primera vez pautas para que la mujer se sintiera cómoda durante los exámenes ginecológicos, una muestra de la devoción de Pozzi por las mujeres.
Quienes lo conocían lo admiraban por su calidez, generosidad y respeto por las mujeres de todos los estratos sociales, desde las aristócratas que acudían a su consultorio en la elegante Place Vendôme, hasta las que trataba en los hospitales públicos en los que trabajó.
En su tratado, además, dedicó dos capítulos al cáncer, una enfermedad que en el siglo XIX era femenina, pues mataba a tres veces más mujeres que hombres, y que afectaba en la mayoría de los casos al útero y los senos.
Su enfoque sobre el tratamiento influyó a los médicos por casi medio siglo.
Pero no era la primera vez que uno de sus escritos llamaba la atención: en 1874, su traducción al francés junto con su colega René Benoit de “Expresiones de emoción en humanos y animales” de Charles Darwin fue aclamada por la crítica.
Le siguieron numerosos artículos científicos y libros más cortos; a su muerte, sus publicaciones médicas sumaban más de 400, que trataban no splo temas ginecológicos sino también estudios sobre cirugía abdominal, en la que también se destacó, llevando a cabo la primera gastroenterostomía exitosa en Francia.
De paso, inventó varios instrumentos que llevan su nombre, entre ellos fórceps, pinzas hemostáticas y jeringas para desinfectar la vagina.
Como director quirúrgico de un hospital público de la ciudad, salvó incontables vidas trayendo innovaciones en antisépticos y anestesia a París.
Cuando estudiaba medicina, fue uno de los pupilos del neurólogo Paul Broca y siendo su asistente trabajó en neurología, anatomía comparada y antropología.
Esta última se convertiría en una pasión que lo llevaría a viajar por el norte de África y Sudamérica, coleccionando antigüedades, y a ser presidente de la Sociedad Francesa de Antropología en 1888.
Por si fuera poco, encontró tiempo para servir como senador de su nativa Bergerac, en el suroeste de Francia, durante tres años desde 1898.
Pozzi fue además un conocedor y mecenas de las artes, que se movía tan fácilmente en el mundo de los pintores, actores y escritores como lo hacía entre las paredes del hospital.
Y como estaba convencido de que el arte podía ayudar a curar, invitó a artistas a pintar esas paredes, entre ellos Georges Clairin, cuya obra La santé rendue aux malades (“La salud vuelta a los enfermos”) muestra, encarnando la salud, a Sarah Bernhardt, una de las mujeres más importantes de la vida de Pozzi.
La llamaba “la divina Sarah” y la conoció en 1869, cuando él era estudiante y ella, ya una actriz conocida.
Fue una de las varias mujeres refinadas y cultas con las que el “doctor amor” forjó amistades sinceras y duraderas, entre ellas la poeta de origen alemán Louise Ackermann quien, siendo 32 años mayor que él, se resignó a que su relación fuera platónica, aunque le dedicó el poema erótico “Un hombre”.
Para principios de la década de 1870, su nombre estaba vinculado con algunas de las mujeres más brillantes de la sociedad parisiense, como Geneviève Halévy, la viuda del compositor Georges Bizet, y la crítica literaria y experta en arte asiático Judith Gautier, la musa del compositor, poeta, dramaturgo alemán Richard Wagner.
En 1879, el encantador amigo de las mujeres se casó, al parecer enamorado. Pero casi desde el principio su relación de pareja se amargó, en gran parte porque Therese insistió en que su dominante madre viviera con ellos.
Aunque tuvieron tres hijos, su matrimonio nunca fue feliz.
Pozzi no se resignó a vivir sin amor, tuvo varios affaires con más mujeres espléndidas, hasta que conoció a Emma Sedelmeyer Fischhof.
Hija de un comerciante de arte y esposa de un criador de caballos, Emma era una mujer hermosa y culta que se convirtió en su amante en 1890.
Quiso casarse con ella, pero su esposa se negó a concederle el divorcio.
No obstante, su amada Emma siguió siendosu pareja por el resto de su vida.
Fue a ella a quien dos años antes de esa fatídica noche de verano de 1918 le dejó escrita en verso su última voluntad:
“Querida, a mi lecho de muerte no convoques a ningún sacerdote
Que no deje ningún cáliz u hostia sagrada
Él me diría sin duda, y yole podría creer,
Que me equivoqué al amarte más de lo que amé a Dios“.