Desde su nacimiento en el siglo XVIII, la antropología física se centró en el estudio de los restos de esqueletos humanos. Su objetivo era observar los fenómenos evolutivos y de la variabilidad humana.
Conforme se descubrían nuevos territorios y poblaciones, fue necesario, según los naturalistas europeos, clasificar los seres humanos según a sus rasgos.
En el reino animal hablar de razas geográficas consiste en definir unas agrupaciones de individuos que se distinguen por rasgos adaptados al tipo de ambiente. En el caso del ser humano, el concepto tuvo una connotación muy diferente.
De hecho, la diversidad humana no se percibía como una selección del medio ambiente (como ocurre con el color de la piel y la forma de los ojos).
En su lugar, se interpretó como el reflejo de las características culturales de las muchas poblaciones del planeta.
Por ejemplo, los rasgos europeos eran considerados “superiores, equilibrados, hermosos”, y eran el reflejo exterior de la “inteligencia y la educación” que caracterizaban a todo europeo.
Se consideraban ellos mismos la raza “cumbre”.
En el otro lado estaban los rasgos africanos, considerados “primitivos y poco atractivos”, símbolo de una población “ignorante e incivilizada” según los naturalistas y antropólogos del siglo XVIII.
El contexto histórico favoreció una investigación dedicada a la clasificación de los tipos humanos.
El colonialismo y la esclavitud fueron los motores que llevaron los europeos a buscar apoyos científicos para justificar sus acciones contra los indígenas.
Una de las primeras herramientas que se emplearon para discriminar las diferentes “razas” humanas fue la craneología.
Esta consistía en el estudio de los caracteres métricos y morfológicos del cráneo humano.
Para ello se medían los cráneos de los principales grupos poblacionales conocidos.
A cada uno se le atribuía un patrón preciso de características (cráneo globular, alargado, etc.) que se correspondían con cualidades intelectivas más o menos desarrolladas.
Así se estableció una jerarquía social y cultural entre los grupos humanos.
Fue gracias a Blumenbach (1752-1840) que la morfología del cráneo empezó a ser utilizada sistemáticamente como parámetro para determinar la raza de procedencia de un individuo.
De hecho, su metodología se extendió a todas las colecciones osteológicas europeas en el siglo XVIII.
Este interés en los rasgos craneales fue cultivado sobre todo por Franz Joseph Gall (1758-1828), quien defendió la hipótesis de que a una precisa morfología craneal correspondían unas determinadas características intelectivas.
Así nació la frenología, hoy considerada una pseudociencia.
Muchos antropólogos físicos y genetistas se disociaron de la imagen que los totalitarismos y el colonialismo querían dar sobre la variabilidad humana. Para ello aportaron evidencias y estudios científicos.
La inconsistencia del concepto de raza se nota, sobre todo, porque nunca hubo una clasificación unívoca del número ni de los parámetros utilizados.
A lo largo de la historia se clasificaron desde dos hasta 63 razas humanas, una pesadilla para los estudiantes de antropología.
También es importante destacar que los primeros naturalistas y antropólogos que intentaron dividir la humanidad en razas utilizaban unos parámetros sujetos al medio ambiente, fruto de la evolución y de la selección ambiental de los rasgos fisonómicos. Por ejemplo el color de la piel, el tamaño y la morfología del cráneo.
En 1994, la American Anthropological Association tomó distancia de este concepto tan obsoleto y demostró su carencia de soporte científico.
De hecho, resulta incorrecto definir fenómenos tan dinámicos como la inmensa variabilidad humana y la historia de la evolución del hombre con un concepto estático y estéril como el de “raza”.
En el campo de la antropología forense, una rama de la antropología física, cuando se hallan unos restos es fundamental establecer el sexo, la edad, la talla y el origen geográfico.
Para alejarse de la connotación social de la palabra “raza”, la ciencia tuvo que modificar su forma de referirse a las poblaciones humanas, y aceptar la existencia de una sola especie: el Homo sapiens.
La terminología pasó de race (raza, en inglés) a ancestry (ascendencia). Esto hace referencia a los caracteres heredados por los padres y los antepasados de una persona.
Este cambio fue necesario también porque no es cierto que un individuo pertenezca a un área precisa. La globalización ha cambiado la distribución de los caracteres fenotípicos (los que vemos representados en una persona).
La investigación no se desarrolló solamente sobre la parte morfológica del esqueleto humano. También se evaluaron pruebas genéticas y moleculares en el ámbito de la antropología molecular.
En un estudio de 1972 realizado por el profesor de Harvard Richard Lewontin se analizaron unas proteínas contenidas en la sangre de diferentes poblaciones.
Los resultados no mostraron diferencias significativas desde el punto de vista molecular para separar razas humanas.
Estudios posteriores contribuyeron a verificar que la secuencia de bases (las unidades que forman la información genética) en el ADN humano es idéntica al 99,9%, lo que demolió por completo la posibilidad de encontrar un parámetro fiable para definir las razas.
Estos datos fueron importantes para sostener la igualdad de los seres humanos desde un punto de vista científico, imparcial y riguroso.
En los tiempos modernos todavía existe el directo derivado del concepto de raza: el racismo.
Conocemos las funestas consecuencias que tuvo por los feroces genocidios cometidos en el siglo XX.
Como decía Einstein, “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio“, una afirmación que sigue siendo actual.
Desafortunadamente, tenemos que reconocer que todavía hay quien opina que las “razas” humanas existen.
Esto, a pesar de que la ciencia ha probado que no hay evidencias suficientes ni bases rigurosas para definirlas en el ser humano.
Es más, el mundo científico trabaja de modo unánime para defender la igualdad entre los distintos grupos humanos y despojar de construcciones pseudocientíficas una realidad aceptada tanto biológica como jurídicamente.
Que se trate de restos de un poderoso rey de la época medieval, de un esclavo egipcio, de un migrante fallecido en nuestras costas o de un importante personaje del mundo del espectáculo, la verdad universal que gritan los huesos es que somos humanos.
Debajo de nuestra piel, somos todos iguales.
*Lorenza Coppola Bove es profesora de Antropología Física de la Universidad Pontificia Comillas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y es reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons. Haz clic aquí para leer el artículo en su versión original.