"Desde que tengo uso de razón, siempre he tenido sobrepeso. Mis padres me llevaban a nutricionistas que me daban dietas", cuenta Maurielle Félix da Silva, geógrafa de 31 años.
De un consultorio a otro las recetas variaban. Probaba de todo, desde sopas hasta batidos para bajar de peso.
Pero el problema persistía: reducía drásticamente su peso, pero las ganas de comer los llamados alimentos “equivocados” -como pizzas y hamburguesas- aumentaban.
“Lo que pasaba es que cada vez que comía algo de eso, sentía mucha culpa”, explica.
El comportamiento fue de frustración durante muchos años.
Su último recurso fue un enfoque distinto. En su búsqueda, Da Silva recurrió a un profesional que estaba en contra de las dietas restrictivas.
“Hubo un momento en que pensé en hacerme una operación de balón gástrico“, recuerda.
Los nutricionistas que siguen la línea contra las dietas restrictivas pueden recomendar otras prácticas variadas. Unos se enfocan en el tema de comportamiento, con atención especial en cómo se come, sin pensar tanto en el contenido.
Ellos aplican la técnica de “atención consciente” durante las horas de comida.
Como regla general, los profesionales antidietas no recetan un plan de alimentación, enfocado por ejemplo en contar calorías.
En vez de eso, optan por trabajar con el paciente en las formas de comer mejor, alineadas con el sentimiento de hambre y saciedad.
La idea es pensar en el tema de la alimentación de una manera más amplia: dónde se come, el estado emocional del paciente, con quién se sienta a la mesa.
En una balanza entran, por lo tanto, factores psicológicos, emocionales y sociales.
La nutricionista brasileña Paola Altheia forma parte de esa tendencia y fue ella quien le presentó a Da Silva la posibilidad de vivir sin dietas.
Altheia dice bromeando que su consultorio es la “última puerta” en el camino de los pacientes. “‘Hice de todo’ es una frase que siempre escucho”, le dijo la nutricionista a la BBC.
Altheia es creadora del proyecto “Não Sou Exposição“, que difunde información sobre nutrición, cuerpo e imagen.
Las guías y recomendaciones de entidades como ABESO (Asociación Brasileña para el Estudio de la Obesidad) señalan que dietas con un déficit calórico de 500 a 1.000 calorías pueden ayudar a adelgazar.
La diferencia está en la siguiente pregunta: ¿qué sucede después de un período con una dieta estricta? Los planes de alimentación suelen durar de cuatro a ocho semanas. Las tasas de éxito pueden ser altas durante el proceso, pero no se mantienen a lo largo de los años.
Según las guías de ABESO, “un gran porcentaje de pacientes recupera el peso que ha perdido”. Estos índices superan el 90% en un período de uno a cinco a años después de completada la dieta.
“Perder peso no es fácil. Especialmente porque la obesidad es una dolencia crónica que no tiene cura. Solo se puede controlar“, afirmó el endocrinólogo Mario Kehdi Carra, presidente de ABESO.
“Es un tratamiento para toda la vida“, agregó.
Entonces, ¿cuál es el problema de las dietas adelgazantes?
“Es que cansan, porque la restricción de alimentos es grande. O la comida que un paciente puede comer es muy reducida, lo que vuelve monótona la alimentación”, indica Carra.
Para la nutricionista Michelle Rasmussen Martínez, del Instituto Central de Clínicas de Sao Paulo, algo fundamental es realizar una batería de exámenes precisos para dar con la propuesta de nutrición adecuada.
“El peso no es el único factor. El peso no tiene en cuenta la masa muscular, si la persona está hinchada o si la persona va regularmente al baño”, precisa Rasmussen.
“A veces es interesante trabajar con metas y actitudes a lo largo del día, más que con un conteo calórico o un plan de alimentos. Todo eso es válido”, añadió.
Pero el punto planteado por estos nutricionistas frente a la dieta es el nivel de dificultades que implican las restricciones en la vida cotidiana.
“La vida de una persona normal, su día a día, es muy distinto al plan que se arma en un laboratorio”, subraya Altheia.
Según ella, los obstáculos para mantener o bajar de peso poco tienen que ver con la fuerza de voluntad.
“Es normal fallar en una dieta“, le dijo a la BBC Sophie Deram, autora del libro “El peso de las dietas”.
Una salida para mantener el peso controlado, según Carra, puede ser el uso de medicamentos, pero siempre y cuando sean recetados por un médico.
“Nadie se cura de la depresión por llorar mucho o con ayuda del sol. Se cura tomando remedios. La obesidad funciona de una forma parecida”, explicó el endocrinólogo.
Por otro lado, los nutricionistas que abogan por procesos alternativos tienen sus reservas en el largo plazo: sugieren más bien que el camino sea entender los comportamientos y sensaciones ligados a los alimentos, sin recurrir a los remedios.
Y ante las propuestas no tradicionales, el presidente de ABESO también tiene sus reservas.
“No hay mucha información científica sobre esos procedimientos en la bibliografía especializada. En ABESO, como entidad científica, no acostumbramos a validar este tipo de procedimientos”, apunta.
Entretanto, él reconoce que estas técnicas pueden servir de complemento, pero que hay que mirar cada caso de manera separada.
Pero, más allá de los enfoques, hay puntos en común en la conversación sobre cómo perder peso: ambos lados concuerdan, por ejemplo, en lo difícil que es mantener una dieta.
Una explicación al respecto la podría estar dando el propio cuerpo.
Las cuestiones evolutivas en este caso también pesan. Después de todo, a pesar de que los estantes en el supermercado nos dan muchísimas opciones hoy en día, no ocurría lo mismo hace miles de años.
Por el contrario: nuestros antepasados vivieron con la amenaza de morir de hambre durante generaciones.
Adaptado a un ambiente externo que tenía tantas restricciones, el cuerpo recurre a mecanismos para mantenerse estable: la llamada homeostasis, que es controlada por el hipotálamo.
Y ahí reside parte del problema: con un bagaje evolutivo donde el hambre era una amenaza frecuente, la tendencia del cuerpo ha sido la de ganar y recuperar peso, no perderlo.
“Al hacer dietas, la gente va en contra de su programación celular“, explicó Sophie Deram, quien coordina el proyecto Genética de los Trastornos Alimenticios de la Universidad de Sao Paulo.
“El cerebro no entiende por qué la persona quiere adelgazar, si sabe que tiene hambre”, anotó.
A partir de ahí, se produce una cascada de adaptaciones. Como no hay tantas calorías a disposición, ese mensaje que llega al cerebro acciona un gatillo: como hay poca energía, se necesita comer más.
Y por eso las hormonas que controlan el hambre y la saciedad acaban desajustadas. El estómago, por ejemplo, secreta más grelina, la hormona del apetito.
También el páncreas reduce la liberación de insulina, que lleva la glucosa al interior de las células.
Eso explica, como señalan los nutricionistas, que los pacientes piensen tanto en comida cuando hacen dietas restrictivas.
No solo eso: si hay menos energía para consumir, el cuerpo también pasa a un modo en el que la gasta menos. “El propio organismo se pone en función de control para reservar energía”, dijo Deram.
Ese ahorro en el consumo de energía va desde la producción de serotonina hasta el crecimiento del pelo.
Lo cierto es que el metabolismo se desacelera.
“El número de calorías que gastamos en reposo termina perjudicada con una dieta restrictiva”, detalló la nutricionista Marcela Kotait.
Y esos índices metabólicos también demoran para volver a lo normal, después de terminar la dieta: “De ahí que, en muchos casos, hacer dieta engorda”.
Pero esos cambios físicos no son los únicos en los que se basan los nutricionistas “antidietas” para criticar las restricciones. La parte psicológica entra en la ecuación, especialmente en cuanto a los comportamientos y sentimientos ligados a la comida.
Para ilustrar el problema, la especialista Marcela Kotait parte de un ejemplo: “Tú puedes comer una hamburguesa junto a la familia en una salida o celebración de algo, o te la puedes comer solo al pasar por un restaurante de comida rápida”.
Según ella, hay distintas formas de comer un alimento que tiene el mismo número de calorías. Por eso, antes de establecer un plan estricto, los nutricionistas investigan los motivos que hay antes, durante y después de cada ingesta. Es allí donde constatan la existencia de un ciclo de la dieta.
El ciclo comienza con una restricción de alimentos, sigue con unas ganas exacerbadas de comer los alimentos restringidos y culmina con una recaída.
El caso de Da Silva, que abandonó las dietas, ilustra esta dinámica: “Sentía que necesitaba comerme todo eso porque era la última vez que iba a poder comerlo“, contó.
“Y los lunes sentía culpa y comenzaba de nuevo”, añadió.
Para algunos pacientes, esos sentimientos de frustración y ansiedad estimulan los deseos por determinados platos.
“Comer es bueno, alivia el dolor, nos deja más tranquilos. El cerebro se pone en una especie de piloto automático para aliviar esas sensaciones con la comida”, detalló Deram, de la Universidad de Sao Paulo.
Esa atención a los aspectos psicológicos tiene en cuenta los trastornos alimenticios como la bulimia y la anorexia.
Por un lado, el relato de los pacientes sobre comer desordenadamente puede ser señal de un problema. Por otro, la restricción impuesta por una dieta puede ser el punto de partida que dispare el cuadro.
“No toda dieta conduce a un trastorno alimentario, pero todo trastorno alimentario comienza con una dieta”, señalo Althiea.
Entretanto, ella y otros nutricionistas -adeptos o no a los planes restrictivos- reconocen que estos desórdenes tienen orígenes variados, incluidos los aspectos genéticos.
“Tanto los trastornos como las dietas restrictivas tienen características en común, como ignorar los signos de hambre y saciedad o pensar obsesivamente en comida”, dijo Kotait.
La diferencia entre una consulta con un nutricionista tradicional y uno contrario a las dietas restrictivas se nota ya en el consultorio.
“Veo pacientes que lloran al ver que no tengo una balanza aquí”, dijo Deram, quien añadió que la tiene fuera de la vista para que sea el paciente quien decida si se quiere pesar.
Para Da Silva, cada consulta venía con una carga de vergüenza.
“Si le decía a un médico que hacía ejercicio todos los días, no me creían“, relató.
“Parecía que por dentro se preguntaban: ‘¿Si hace ejercicio, cómo es que no adelgaza?'”, añadió.
Que el peso no sea el tema central de un plan nutricional ayuda a aliviar esa tensión.
“¿De qué me sirve que mi paciente pese 95 ó 97 kilos? El tratamiento busca alcanzar una mejor relación con la comida. Que la persona baje de peso debe ser una consecuencia, no una causa”, señala Deram.
Sin la balanza, ¿cómo saber si el tratamiento funciona?
Algunos se sientan con el paciente para establecer metas y adaptarlas a sus necesidades: beber más agua durante el día, comer las tres comidas, pasar más tiempo en la mesa.
Hablando de resultados, Altheia bromea con que el trabajo bajo su supervisión no genera una “pérdida de peso que detenga el tráfico” o un “cuerpo de una celebridad”.
La atención se centra en comer de forma equilibrada, sin tener en mente un plan de alimentación rígido o restricciones severas.
“El peso no es el objetivo principal de este enfoque, es solo una de las consecuencias de las nuevas actitudes”, coincidió Marcela Kotait.
“Si la paciente me dice ´Me olvidé un chocolate en el cajón‘ o ‘Me metí al mar y no me escondí debajo del parasol cuando estaba en la playa’, veo que su calidad de vida está mejorando”, dijo Altheia.
El otro resultado evidente lo cuentan sus pacientes, que son en su mayoría mujeres: el cambio en la relación con el propio cuerpo.
“Cuando solo pensamos en el peso todo el tiempo, es la balanza la que decide nuestra felicidad”, dijo Deram. “A veces uno está bien, feliz, se siente bien… y luego uno sube a la pesa y el mundo se desmorona”.
“La dieta se basa en la premisa de que a uno no le gusta su propio cuerpo. Con otro enfoque, el paciente aprende a respetar su cuerpo, a cuidarse más y mejor “, concluyó Kotait.