La mayoría de la gente piensa que, probablemente, la selva tropical del centro y occidente de África —conocida como la Selva del Congo y considerada la segunda más grande del mundo— existe desde hace millones de años.
Sin embargo, investigaciones recientes revelan que tiene apenas 2.000 años.
Esta selva llegó aproximadamente a su estado actual después de cinco siglos de regeneración, tras haber quedado completamente fragmentada cuando la estación seca se tornó repentinamente larga hace unos 2.500 años.
La recuperación fue posible gracias a los dispersores de semillas entre los que se incluyen chimpancés, que ayudaron a propagar las especies de flora selvática que se demoran en crecer.
No obstante, dispersores como los chimpancés están ahora amenazados por la deforestación y la caza.
Cuando combinas esto con el cambio climático, la resistencia de los bosques lluviosos tropicales está menos garantizada de cara al futuro.
Empecé a pensar en este proceso natural en los bosques africanos en 1993, cuando estaba con quien sería mi esposa estudiando a los chimpancés salvajes junto al famoso grupo de Jane Goodall en Gombe, Tanzania.
Nos inspiró uno de los directores de investigación en Gombe, Anthony Collins, quien pensaba que los chimpancés podrían influir en la composición del bosque por sus propias necesidades nutricionales, por el tipo de frutas que excretaban y dónde lo hacían. Esto era una suerte de “protojardinería”.
Y luego, inesperadamente, tuve que abandonar a los chimpancés porque obtuve una pequeña beca para estudiar cambios en vegetaciones pasadas utilizando polen fosilizado, pero en los Andes.
Unos años más tarde me encontré dando clases en Cambridge sobre el impacto humano en los últimos 10.000 años y “regresé” nuevamente no solo a los bosques lluviosos tropicales de África, sino a su historia.
En ese entonces, el consenso científico era que los humanos habían sido los principales responsables del colapso de los bosques ocurrido hace 3.000 años atrás.
Los primeros estudios científicos que leí tomaron la abundancia de polen de la palma aceitera, preservado en los sedimentos de barro de lagos, como un indicador de actividad humana.
El árbol de aceite de palma es la misma especie que suele plantarse a gigantescas escalas industriales hoy en los trópicos. Y, como desde siempre ha sido una fuente importante de nutrición para la gente de la región, los científicos asumieron que indicaban la presencia de humanos.
Poco después, empecé a trabajar en un laboratorio de polen en Montpellier, en el sur de Francia, que se enfocaba desde hace mucho tiempo en la historia del bosque africano.
Allí, dieron por tierra con mi visión simplificada que asumía la presencia de humanos por la presencia de polen fosilizado.
Cada vez habían más pruebas que indicaban la casi destrucción de las selvas tropicales hace unos 2.500 años en la cuenca del Congo y en una gran región que se extiende desde Senegal hasta Ruanda.
Dada la muy limitada evidencia arqueológica de poblaciones humanas poco dispersas, los humanos no pudieron haber sido responsables de la destrucción casi simultánea a una escala tan grande.
Entonces, ¿qué provocó el colapso de la selva? Resulta que la respuesta no eran humanos, sino el cambio climático.
En un estudio publicado recientemente en la revista Global Planetary Change, mis colegas Pierre Giresse, Jean Maley y yo utilizamos muchos registros disponibles de vegetación en el centro y oeste de África para demostrar que, hace aproximadamente 2.500 años, aumentó la duración de la temporada seca.
Los bosques se fragmentaron mucho y apareció vegetación de sabana (pastos, arbustos y árboles dispersos).
En los siglos que siguieron, los bosques se regeneraron espontáneamente, incluyendo especies como la palma aceitera. Esta especie necesita de mucha luz y por eso prospera en áreas abiertas o en huecos creados en los bosques cuando se abre el dosel, más que en medio de vegetación tupida.
Por lo tanto, suele actuar como una “especie pionera” que permite que el bosque vuelva a crecer.
Pero las grandes semillas de la palma aceitera son demasiado pesadas para ser arrastradas por el viento.
Deben dispersarse a través de los excrementos de animales como los chimpancés, que pueden tragar las semillas grandes, y para quienes la pulpa de color naranja brillante (del fruto de la palma) puede ser una parte importante de la dieta.
Es así como los chimpancés y otros dispersores de semillas desempeñaron un papel crucial en la regeneración de las selvas africanas.
Cuando empezamos esta investigación, no podíamos ver cuán relevante se volvería en medio de la pandemia actual. Ahora, el cambio climático, la deforestación y la caza están teniendo un impacto profundo en esos mismos bosques.
El mercado de la carne de animales silvestres está contribuyendo a la eliminación de especies clave como los chimpancés.
Sin animales para mover las semillas, especialmente las semillas más grandes y pesadas, la composición natural y la regeneración de los bosques está bajo amenaza.
A comienzos del siglo XX había alrededor de 1 millón de chimpancés. Hoy se estima que solo quedan entre 172.000 y 300.000 viviendo en estado silvestre.
Los chimpancés y otros dispersores de semillas brindan un servicio invaluable y deben ser mejor protegidos para, a su vez, proteger a los bosques y evitar más impactos imprevistos.
Por ejemplo, la transmisión de enfermedades a humanos ha estado vinculada también al comercio de carne de animales silvestres. Y la transmisión no ocurre necesariamente en un único sentido.
En junio de 1996, 3 años después de que mi esposa y yo dejáramos a los chimpancés de Mituba, en el Parque Nacional de Gombe, casi la mitad del grupo murió a los pocos días por un brote de enfermedad respiratoria transmitida posiblemente por humanos.
Quizás haya mucha más resistencia en estos ecosistemas de bosques tropicales de lo que podemos predecir.
Pero sin los chimpancés y otros animales como dispersores, los bosques más vacíos que eventualmente podrían volver a crecer, sufrirán un triste reemplazo.
Quizás debamos considerar el verdadero valor de los excrementos de chimpancé y de quienes que lo producen.
*Esta nota fue publicada originalmente en The Conversation. Haz clic aquí para leer la versión original (en inglés).
Alex Chepstow-Lusty es investigador asociado del Quaternary Palaeoenvironments Group, de la Universidad de Cambridge, en Reino Unido.