Bienvenidos al valle de la Muerte, un lugar que, según los expertos, se encuentra entre los más calientes de nuestro planeta y en el que se han batido los récords de calor en los últimos años.
*Esta historia fue publicada originalmente en julio de 2013 y actualizada con información del récord de 2020.
En este inhóspito paraje de geografía marciana situado en el desierto del Mojave, en el este de California, el 30 de junio de 2013 el termómetro marcó la temperatura más alta jamás registrada: 53.8 °C.
El record se mantuvo solo 7 años, pues este 16 de agosto alcanzó 54.4 °C, una nueva marca (desde que se tienen registros confiables).
Habitado durante al menos 1.000 años por la tribu de los Timbisha, el valle de la Muerte recibió su nombre de los aventureros que se atrevieron a cruzarlo a principios del siglo XIX, atraídos por la fiebre del oro.
En 1994 fue declarado Parque Nacional y hoy cerca de un millón de personas lo visitan cada año para disfrutar de su espectacular paisaje desértico.
Adentrarse en este lugar no parece una buena idea.
Pero uno no se da cuenta de lo arriesgado de la empresa hasta que ya no hay marcha atrás y, bajo un sol abrasador, lo único que se tiene por delante es una carretera que parece llevar al infinito.
La primera parada del recorrido la hago, obligado, en el punto de información que se encuentra en una de las entradas del parque.
El sistema de navegación de mi teléfono hace ya rato que dejó de funcionar por falta de cobertura y no me queda más remedio que recurrir a un mapa tradicional.
La mujer que me atiende me pregunta con un tono inquisidor si tengo la intención de bajar hasta la cuenca de Badwater, la parte más profunda y caliente del valle.
Tras recordarme los riesgos y asegurarse de que llevo suficientes provisiones de agua en el auto, bromea: “No te preocupes. Si te pierdes, en un par de días encontraremos tu cuerpo”.
Una pareja de franceses acompañada por sus dos hijas observa divertida la conversación. Luego me cuentan que habían viajado al valle de la Muerte con la intención de acampar aunque, tras darse cuenta de que no podían salir del auto durante más de cinco minutos, desistieron de su idea y pasaron la noche en un motel.
“Ha sido una experiencia excelente. La experiencia más caliente de nuestras vidas”, me dicen entre risas.
Con mi primer objetivo marcado en el mapa, recorro los 100 kilómetros que me separan de la cuenca de Badwater, la atracción más emblemática del parque.
Situado a 85.5 metros por debajo del nivel del mar, este lugar es el punto más bajo de América del Norte y uno de los más secos y calientes del mundo.
Las precipitaciones anuales en la cuenca -cuya superficie está cubierta por una gruesa capa de sal- no alcanzan los 50 milímetros y algunos años no ha llovido en absoluto.
Las temperaturas infernales que se registran en Badwater, especialmente en los meses de verano, tienen mucho que ver con la geografía del lugar.
Cuando el aire a nivel del suelo se calienta, empieza a ascender, aunque queda atrapado por las montañas circundantes y la presión atmosférica, por lo que va de nuevo hacia abajo.
Ello crea corrientes de aire caliente circulares que hacen que, aunque se esté a la sombra, el calor sea insoportable. Según los meteorólogos, aquí se registran las temperaturas constantes más altas de la Tierra.
Al llegar a la cuenca salgo del carro dispuesto a unirme a la docena de turistas que está tomando fotos. Nada más abrir la puerta, una bocanada de aire abrasador me golpea en la cara. Es cerca de mediodía y no hay tiempo que perder.
Pese a llevar la cabeza bien cubierta, empiezo a sentir cómo sube la temperatura de la montura de mis gafas de sol y el sudor recorre mi cara.
A los pocos minutos mi cámara de fotos, igual que el teléfono que llevo en el bolsillo, se ha calentado tanto que casi no puedo sostenerla, con lo que decido que es el momento de regresar al vehículo.
Me detengo un instante junto a la camioneta de un equipo de una cadena de televisión estadounidense. Han colocado una sartén en el suelo con un termómetro. La temperatura que marca: 153ºF (70° C).
A unos 20 kilómetros de la cuenca de Badwater está el centro de visitantes de Furnace Creek. Fue aquí que el 10 de julio de 1913 el termómetro alcanzó 56.7° C, una temperatura que, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM), es la más alta jamás registrada.
Sin embargo, un análisis de 2016 del historiador de meteorología Christopher Burt dice que otras temperaturas en la región de 1913 no dan sustento a la lectura del valle de la Muerte de ese año.
En 1931, se registró en Túnez otra temperatura récord para el planeta, 55° C, pero Burt dijo que esta lectura, así como otras registradas en África durante la era colonial, tenían “serios problemas de credibilidad”.
A la entrada del centro de visitantes un termómetro digital marca una temperatura que oscila entre los 126º F y los 128º F (alrededor de 53º C), mientras un grupo de turistas espera pacientemente bajo un sol implacable para poder tomarse una fotografía.
Entre ellos se encuentran Félix y Elena, que están haciendo un recorrido por la costa oeste de EE. UU. y a los que la ola de calor los ha tomado por sorpresa.
“Teníamos planeado visitar el valle de la Muerte, pero no esperábamos que hiciera tanto calor. Venimos de Las Vegas y allí también hacía una temperatura de morirse. Llevamos el coche cargado de agua”, me cuentan.
Carole Wendler, la directora del centro, me explica que, en días como este, lo que más les preocupa es “la seguridad de los turistas y de los trabajadores del parque”.
“Nos hemos de asegurar que los mensajes de alerta que lanzamos le llegan a todo el mundo. Esta no es una buena semana para hacer senderismo. Lo mejor es moverse en auto y llevar reservas de agua suficientes”.
Según Wendler, “la mayoría de la gente sigue las recomendaciones” que dan, aunque cada año tienen que salir al rescate de algún turista.
“Muchos no beben agua suficiente. No se dan cuenta de que este lugar no es sólo caluroso, sino que también es muy seco, por lo que se pierden rápidamente los fluidos corporales”, explica.
Para evitar convertirme en una víctima más de la canícula, me resguardo en el restaurante de uno de los pocos hoteles que funcionan en la zona y que en esta época del año está ocupado principalmente por turistas europeos.
El camarero que me atiende me cuenta que este es su segundo verano en el valle de Muerte. “Es divertido”, dice. “La mayoría de los trabajadores vienen del extranjero a pasar aquí la temporada estival”.
Junto al restaurante, hay una piscina en la que algunos huéspedes intentan lidiar con la ola de calor lo mejor que pueden.
Decido sentarme a la sombra a esperar a que el sol baje un poco antes de iniciar mi viaje de regreso, aunque resulta ser una mala idea.
A los pocos minutos, en la pantalla de mi teléfono aparece un mensaje de alerta que me indica que el aparato está demasiado caliente y el portátil en el que estoy trabajando se apaga sin previo aviso. La tecnología -que tantas veces nos saca de apuros- tampoco resiste las temperaturas del valle de la Muerte.
Armado con un mapa y varios litros de agua, emprendo mi camino de vuelta a Los Ángeles.
Sin duda, tras esta experiencia, la palabra calor ha adquirido una nueva dimensión.