Cuando un país tras otro alrededor del mundo comenzó a cerrar sus fronteras con la llegada del coronavirus, miles de personas quedaron varadas lejos de casa. Uno de ellos fue el argentino Juan Manuel Ballestero.
Ballestero, un navegante, socorrista, surfista y aventurero de 47 años oriundo del balneario más famoso de Argentina, Mar del Plata, estaba en la península ibérica cuando estalló la pandemia.
Había comprado un velero de casi 9 metros en Barcelona, que convirtió en su hogar flotante, y se encontraba recalando en la isla de Porto Santo, en el archipiélago portugués de Madeira, cuando se enteró del cierre de las fronteras.
Ante el riesgo de quedar varado allí, Ballestero no lo dudó: “Ese mismo día decidí navegar a Argentina“, le cuenta a BBC Mundo durante una conversación telefónica.
“¿Qué me iba a quedar, encerrado ahí? Quería volver a mi casa. Todavía estaría ahí sin poder ir a ningún lado si me hubiera quedado. Estaría en Porto Santo, solo”.
Ballestero pensó especialmente en sus padres: Carlos, un excapitán de pesca de 90 años, y Nilda, de 82, que siguen viviendo en su ciudad natal.
“Pensé lo peor. Si este era un virus imparable, capaz era la última opción que tenía de volver a verlos“, dice.
Armado de cartas náuticas y con la única asistencia de una radio de alta frecuencia (que transmite hasta unos 30 kilómetros de distancia) y un sistema de identificación automática (que muestra la ubicación de objetos cercanos), Ballestero comenzó su viaje el 24 de marzo.
“Para mí no era una locura“, dice, sobre quienes le dijeron que cruzar el océano Atlántico solo y sin comunicación satelital era una idea descabellada.
El osado navegante tenía motivos para estar confiado: ya había realizado con éxito un trayecto similar, desde Barcelona hasta Mar del Plata, en 2010.
En esa ocasión, el motivo de su viaje fue mucho menos épico: “Simplemente me quedé sin un duro y tuve que volver”, cuenta entre risas.
Ballestero había estado navegando por Europa con otro velero, uno que adquirió con la indemnización que obtuvo tras ser arrollado por una furgoneta en Barcelona, en 2004. El accidente lo dejó en coma y tardó años en recuperarse de sus lesiones.
Para 2010 ya estaba nuevamente sano, pero se había gastado toda la indemnización, por lo que decidió volver con su velero “a casa”.
El viaje transcurrió sin inconvenientes. Pero fue muy distinto al que decidiría encarar una década más tarde, en medio de una pandemia.
Mientras en 2010 el argentino fue recalando de puerto en puerto, esta vez decidió hacerlo casi sin escalas por temor a contagiarse de coronavirus o a que retuvieran su barco en algún puerto.
Por este motivo, diagramó un recorrido de más de 10.000 kilómetros alejado de las costas. Su única parada sería en Cabo Verde, frente a la costa noroeste de África, donde cargaría unos bidones de combustible, por si tenía que navegar a motor.
Pero incluso eso se frustró. Cuando se acercó a la costa de Cabo Verde un barco de la policía se le plantó, incluso embistiendo su embarcación, y le dijeron que no podía entrar al país.
Ballestero tuvo que cruzar el Atlántico sin ese recurso que resulta esencial en casos de emergencia, algo que pronto le saldría muy caro.
Pero antes de llegar a eso -“el momento más complicado del viaje”-, el argentino le cuenta a BBC Mundo sobre el otro gran susto que vivió: ser perseguido por presuntos piratas.
“Poco después de salir de Cabo Verde me empezó a seguir una embarcación. Era de noche y yo veía que la luz me seguía y me seguía. Nunca me había pasado algo así”.
Al navegante le habían advertido que había piratas frente a las costas de Cabo Verde. Si bien nunca pudo ver a las personas que lo seguían, asegura que el comportamiento del barco era muy sospechoso.
Cambiando su rumbo logró alejarse de aquella luz.
Pero el momento de mayor tensión de su viaje no fue esa frenética persecución. Por el contrario, fue el momento de mayor calma.
A los 25 días de viaje, cuando estaba casi equidistante entre las costas de África y América, el viento dejó de soplar.
Sin la asistencia de su motor, por la falta de combustible, Ballestero no pudo hacer otra cosa más que esperar alguna corriente de aire.
Esperó un día, dos, tres, cuatro… nada. Toda una semana después, seguía varado en el mismo rinconcito del océano Atlántico, a la altura del ecuador.
Sabía que tenía una cantidad limitada de agua y comida. Había llevado unas 160 latas de alimento, desde guiso de lentejas, habas con chorizo y atún hasta frutas en conserva como ananás y duraznos.
También tenía avena, frutos secos y miel, que desayunaba con café, te o mate.
En esos días de espera apeló a la única botella de whisky que llevaba a bordo. También, a las cuatro de vino. Pero lejos de tranquilizarlo, notó que el alcohol aceleraba aún más sus pensamientos más oscuros.
“Sin ruidos ni nada que interrumpiera mis pensamientos me acosté en mi cucheta y caí en cuenta de que estaba flotando sobre la superficie del océano, que el piso estaba a 5.000 metros de profundidad, 5 kilómetros abajo, y que todo podía salir mal“, cuenta.
“Encerrado en un mundo de calma, quietud y silencio me sentí un ser muy pequeño”, recuerda.
“Después de unos días, estaba perdiendo la cordura. Quedás encerrado con tu mente. Es cuando más la tenés que controlar”.
Ballestero logró acallar sus pensamientos con ayuda de su fe: “Encontré el Padre Nuestro guardado en un cajón. Empecé a rezar y me quedé más tranquilo“.
Finalmente, tras 10 días, el viento volvió a soplar.
Ante el enorme alivio y la “alegría total” de su capitán, el Skua -nombre del velero, inspirado en una gaviota del Polo Sur- volvió a surcar las aguas del Atlántico.
Los esperaría un último desafío: una ola de unos cuatro a seis metros que tumbó el barco a los 48 días de viaje, causando algunos desperfectos (y unos cuantos “magullones” al navegante).
Pero a esa altura Ballestero ya navegaba cerca de la costa de Brasil y pudo mandar a reconstruir una pieza dañada en la ciudad de Vitória, en Espírito Santo.
Tras 82 días de travesía, finalmente llegó a destino a mediados de junio. Tuvo que esperar otros tres días amarrado en el Club Náutico Mar de Plata, hasta cumplir con los protocolos sanitarios que permitieron descartar la presencia de covid-19.
El momento de su arribo fue perfecto: llegó justo unos días antes del Día del Padre y pudo celebrar esa ocasión junto con Carlos, el hombre que le enseñó a navegar.
En Mar del Plata lo recibieron como un héroe. El diario local había escrito sobre su travesía en abril y, mientras Ballestero viajaba, incomunicado del mundo, sumaba sin saberlo a un gran número de simpatizantes que lo aguardaban ansiosamente.
Los medios argentinos, necesitados de poder contar alguna noticia positiva en medio de la peor crisis sanitaria y económica de los últimos tiempos, lo inundaron de pedidos de entrevistas.
Ni siquiera había bajado de su barco cuando participó, a través de una videollamada, de uno de los programas más emblemáticos de la televisión local: “Almorzando con Mirtha Legrand”.
Al navegante, acostumbrado a la soledad, aún le sorprende la enorme repercusión que ha tenido su historia.
“Pasé de ser el hombre más solo del mundo a tener el celular explotado de mensajes“, bromea, un poco abrumado, pero feliz por la “buena onda” que recibe.
Le cuenta a BBC Mundo que ahora planea escribir un libro sobre sus experiencias, inspirado en las miles de personas que le preguntan sobre sus aventuras (incluso creó una cuenta de Instagram -@skuanavega- para poder mantenerse en contacto con sus seguidores).
Cuando pase la pandemia, su próximo destino será ir a la Patagonia y entrar al Pacífico por el estrecho de Magallanes. “Si me dejó pasar el Atlántico le voy a pedir permiso al Pacífico”, afirma.
El mismo día que habla con este medio, el gobierno argentino anuncia que extenderá y endurecerá la cuarentena, que ya lleva más de 100 días.
La preguntamos cómo se siente un navegante, acostumbrado a la libertad, en medio de uno de los encierros más largos del mundo.
Pero Ballestero asegura que no le importa perder su libertad temporalmente en post de cuidar su salud y la de sus seres queridos. “Además para los navegantes es más tranquilo porque tenemos nuestro barco”, dice sobre lo que sigue siendo su principal hogar.
El aventurero nos pide “dar un mensaje de positivismo” para cerrar la nota. Le damos la palabra:
“Lo que aprendí en este viaje es a continuar, a perseverar en mi objetivo. A no flaquear mi convicción, a pensar en positivo y a tener mucha fe. No hay que abandonar”, aconseja.
“Siempre la hora más oscura es justo antes del amanecer“.