El colapso de su economía ha hecho desaparecer más de la mitad de la riqueza nacional de Venezuela, lo que ha dejado a muchos de sus habitantes sin medios de vida y sin otra alternativa que emigrar.
En los últimos años se ha vuelto una estampa habitual: multitudes de venezolanos rumbo a la frontera con Colombia huyendo de la crisis económica y social que sufre su país.
El colapso de su economía ha hecho desaparecer más de la mitad de la riqueza nacional de Venezuela, lo que ha dejado a muchos de sus habitantes sin medios de vida y sin otra alternativa que emigrar.
La vecina Colombia, a la que muchos se encaminan a pie, se ha convertido en destino preferente y, según las estimaciones del gobierno colombiano son casi dos millones los venezolanos que viven en el país.
Sin embargo, hubo un tiempo en el que el recorrido habitual era el contrario, cuando Venezuela era un país próspero, referente en América Latina, y muchos colombianos buscaban allí las oportunidades que no encontraban en su país, golpeado entonces por un conflicto armado y un menor desarrollo que el de su vecino.
Muchos siguen allí décadas después y hoy son venezolanos agradecidos con el país que los acogió. Tres de ellos nos contaron sus historias.
Valentina Delgado, de 63 años, no duda cuando se le pregunta cuál fue su primera impresión de Venezuela cuando llegó con 19.
“Me impresionaban las autopistas, porque en Colombia no había autopistas tan bonitas ni tan bien cuidadas”.
Nació en una familia de campesinos en Socorro, en el colombiano departamento de Santander, y allí no estaban acostumbrados a las grandes infraestructuras con las que sí contaba Caracas.
En busca del futuro que no atisbaba en Colombia y huyendo de un cuñado que la pretendía pese a haberse comprometido con su hermana, Valentina se marchó a Venezuela y empezó a trabajar como niñera para diferentes familias venezolanas.
Aquel era un país muy distinto al actual.
“Entonces Venezuela era muy próspera. Yo ganaba diez bolívares y para mí eso era un dineral”, recuerda.
Compaginaba sus trabajos de empleada doméstica con su sueño de estudiar, aunque fuera por las noches, para labrarse un porvenir.
Primero se graduó como secretaria ejecutiva. Luego, como abogada, profesión por la que se decantó: “Quería divorciarme de mi primer marido y no encontraba la manera”.
Su esfuerzo fue la razón principal por la que encontró trabajo en el mundo de la abogacía, pero no la única.
“Tuve mucha suerte y siempre encontré en Venezuela gente buena que estuvo dispuesta a ayudarme”.
También disfrutó de experiencias que no estaban a su alcance en su país de origen. “Fue en Venezuela cuando pude ir por primera vez a la playa, porque mi familia en Colombia no tenía recursos para eso”.
Obtuvo la nacionalidad venezolana y vivió como una más, sufriendo a menudo los mismos problemas que padecían sus nuevos compatriotas.
“Me han robado muchas veces. Una vez iba en una buseta por el centro de Caracas y me pusieron una pistola en la cabeza para robarle a todos los viajeros”.
El romance de Valentina con Venezuela pudo haber tenido un desenlace diferente cuando ella tenía 38 años.
“Mi pareja de entonces acababa de fallecer y me encontraba muy sola, así que vendí mi apartamento y regresé a Colombia”.
Pero cuando empezaba a establecerse en Bogotá “unos delincuentes me abordaron en una cafetería, me drogaron con burundanga y me hicieron ir al banco y a mi casa y entregarles todos mis ahorros”.
La burundanga, el nombre popular de la escopolamina, es una sustancia estupefaciente de diversos usos que algunos delincuentes administran a sus víctimas para anular su voluntad y que sigan sus instrucciones.
En dosis altas puede ser letal y en el caso de Valentina casi lo fue. Sus vecinos la encontraron tirada en la escalera de su casa y la llevaron a toda prisa a una clínica.
“Tardé seis meses en recuperarme y cuando lo hice tenía tanto miedo de volver a cruzarme con aquellos hombres que decidí volver a Venezuela a empezar otra vez de cero”.
Su segunda vida venezolana tampoco le fue mal.
Se casó con un informático venezolano con el que vive feliz y agradece: “Su familia me acogió como si fuera una más”.
Ahora, debido a la crisis venezolana, vuelve a contemplar emigrar, pero no se termina de convencer. Ya lo intentó en 2014, cuando se marchó a Estados Unidos para acabar regresando a Venezuela porque su marido no se adaptó.
Mientras tanto, complementa su escasa pensión con trabajos ocasionales como abogada y sigue viviendo como lo que dice que es: “Una colombiana con el corazón venezolano, o al revés, como prefieran”, afirma entre risas.
Cuando a Elkin Caro su madre lo sacó de Colombia siendo un niño, no imaginaba que tardaría décadas en regresar.
Lo hizo finalmente en 2019, cuando viajó a visitar a uno de sus hijos venezolanos, que había emigrado allí.
“Llegué a la estación de Barranquilla, con sus andenes y quioscos inteligentes, me recordó a la Venezuela a la que yo llegué”, dice en conversación con BBC Mundo.
El contraste que notó entre la Venezuela en crisis y la actual Colombia le recordó a la que percibió cuando era un niño al que su madre llevó del pequeño corregimiento de Murillo, en el departamento colombiano de Magdalena, a la bulliciosa Caracas de la década de 1970.
“En nuestro pueblo, en Colombia, estaba acostumbrado a ver burros y gallinas; fue en Venezuela donde me acostumbré a ver carros y la televisión. Venezuela era entonces la modernidad”.
En Venezuela, su madre se emparejó con el venezolano que acabaría convirtiéndose en un padre para él. El suyo los había abandonado hacía tiempo.
Gracias a él encontró trabajo como recogepelotas en un club de tenis; y gracias a su dedicación y condiciones, la posibilidad de formarse como profesor de este deporte, que le apasiona y al que sigue dedicándose. Pocos de sus alumnos en las instalaciones de la Federación Venezolana de Tenis en Caracas adivinarían que su instructor tiene 54 años.
En los últimos años ha asistido al deterioro de las condiciones de vida en su patria adoptiva, que ha empujado a cuatro de sus hijos a emigrar, dos de ellos precisamente a Colombia.
Se alegra, porque, según dice, “la juventud aquí corre mucho peligro”, y su familia también está atravesando dificultades.
Pese a todo, y aunque nunca tramitó su nacionalidad venezolana, dice: “Venezuela me trató excelentemente y me paro firme ante su himno y su bandera. Yo me siento venezolano”.
Venezuela y Colombia son hoy muy distintas a cómo eran cuando nació hace 81 años en el pequeño corregimiento de San Pablo, en el departamento de Bolívar, en Colombia.
Todos la han llamado siempre María. Todos, menos el cura español que la bautizó y que se negó a inscribirla como María Dionisia, como quería su familia, porque “decía que no se podía tener el nombre de dos santos”.
No supo que oficialmente se llama Dionisia Tejedor hasta que, siendo ya una joven de espíritu aventurero que se buscaba la vida en Venezuela, los servicios de Extranjería venezolanos rechazaron una de sus solicitudes porque su nombre no coincidía con la partida bautismal.
Había llegado el 22 de mayo de 1963 en un autobús al que se subió tras cruzar una de las trochas (paso informal) que atraviesa la frontera entre ambos países y sin documentación en regla.
“No me gustaba estudiar, sino trabajar y poder andar libre”. La pujante Venezuela de entonces parecía entonces el mejor lugar para hacer eso y otras amigas colombianas ya habían hecho el viaje. .
Cambió los camiones cargados de maíz, plátano y arroz de su pueblo en Colombia por los altos edificios y automóviles último modelo de la bulliciosa Caracas de los años del boom petrolero.
La ciudad no le daba miedo. Ya con 14 años se había escapado del hogar familiar a Cartagena, donde un grupo de soldados la asaltó en plena noche mientras dormía en un parque de la ciudad. “Quien sabe si querían violarme. Yo grité y grité hasta que llegó una patrulla de la Policía”.
En Caracas todo era nuevo para ella. Recuerda que al principio sobrevivió gracias a la ayuda de otras jóvenes colombianas que vivían en el barrio de Petare.
Como muchas de ellas, acabó encontrando trabajo como empleada doméstica y niñera, aunque al principio se enfrentó con el mismo estigma que hoy persigue a muchos venezolanos que emigran a otros países latinoamericanos. “Los colombianos teníamos fama de ladrones, así que casi todos los trabajos en el servicio se los quedaban españoles y portugueses”.
Algunos de los niños a los que ayudó a criar se encariñaron tanto con ella que sus familias quisieron llevársela a medida que fueron abandonando el país, y dice que tuvo oportunidades para viajar a Canadá, Estados Unidos y España.
Pero ella nunca se vio fuera de Venezuela, entre otras cosas, porque no soporta los aviones.
Tan a gusto está en Venezuela y tan poco le gusta viajar que lleva más de 28 años sin ir a Colombia, donde aún le queda familia.
En los últimos años ha trabajado como conserje en un edificio residencial en una urbanización de clase media en el este de Caracas. Aunque sus vecinos dicen que María es mucho más que una conserje, que es más bien el alma del edificio.
En casi 60 años en Venezuela ha tenido tiempo de muchas cosas, como cruzarse con hombres que no la conquistaron: “Todos los que conocí quisieron aprovecharse de mi trabajo”.
Y también de enfermar y conocer las bondades de un sistema público de salud hoy en horas bajas.
“En la Maternidad Concepción Palacios de Caracas me operaron de un fibroma en el útero y recibí un trato excelente”, recuerda.
Más recientemente, se ha enfrentado a un cáncer con la ayuda de los médicos del Hospital Militar de la capital venezolana.
“Espero terminar de recuperarme y no recaer. Y si recaigo, pues que sea para ya irme. Son 81 años y ya está bueno”, comenta con naturalidad
Cuando ese momento llegue, tiene claro dónde quiere quedarse. “Mi deseo es morir en Venezuela”.
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