La vida de la mexicana Ana Laura López dio un vuelco temido un 30 de septiembre de 2016.
Aquel día se oficializó su deportación de Estados Unidos y una penalización de dos décadas sin poder regresar tras 15 años viviendo allí.
Dejó mucho atrás cuando regresó a México.
“Allí se quedaron mi esposo y mis hijos, mi trabajo, mi involucración con la comunidad inmigrante y mi ‘sueño americano'”, confiesa.
Hoy, cuatro años después de su deportación, Ana Laura convirtió su revés en su propósito de vida y su negocio particular.
Vive en Ciudad de México y en 2017 fundó Deportados Brand, un taller de costura y serigrafía que emplea a otros deportados que, como ella, han tenido que reinventarse y arrancar una nueva vida.
Su negocio se ha amoldado a la pandemia de coronavirus y comenzado a vender también mascarillas faciales que han disparado su volumen total de ventas.
Lo que Ana Laura nunca imaginó era que el mayor cliente de sus prendas sería el país que le deportó y cerró las puertas apenas cuatro años antes: Estados Unidos.
Ana Laura fue una de las más de 240.000 personas deportadas por Estados Unidos en el año fiscal de 2016, el último de la administración del expresidente Barack Obama, según el Servicio estadounidense de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés).
“Fue uno de los golpes más duros que he enfrentado”, asegura.
“Durante mis 15 años allí, procuré no cometer ningún delito, ni siquiera alguna irregularidad de tránsito. Siempre estuve trabajando y llevaba una vida normal y tranquila. Creo que por mucho tiempo me tragué ese cuento de que solo se deportaba a criminales y violadores”.
Ana Laura cruzó la frontera desde México a Estados Unidos en 2001. Tenía 24 años y asegura que era la única alternativa para cambiar su situación dadas sus vicisitudes económicas.
Terminó asentándose en Chicago, en el estado de Illinois, donde tuvo dos hijos -hoy de 18 y 17 años- con su esposo,. Los tres aún viven allí.
Ana trabajó más de 10 años en una tienda, pero esta fue vendida y entonces comenzaron las dificultades.
“Los nuevos dueños se comportaron de una forma que nosotros consideramos abusiva. A partir de ese momento, me involucré en el activismo social y la protección de los trabajadores indocumentados“, cuenta Ana Laura.
La mexicana asegura que el período de activismo, donde trabajó para una organización contra la pobreza llamada Arise Chicago, fueron sus años de mayor crecimiento personal.
“Empecé a ver la vida de otra manera. Daba talleres sobre derecho laboral y tomé varios cursos de liderazgo y emprendimiento. Viví realmente el sueño americano“.
Pero sus satisfacciones se toparon con el obstáculo de la falta de papeles.
“Se truncó mi intento de regularizar mi estatus migratorio y salí deportada el 30 de septiembre de 2016 con un castigo de 20 años sin poder regresar. Volví a empezar”.
Cuando Ana Laura se presentó en una oficina de Ciudad de México para solicitar un seguro de desempleo, se percató de que no estaba sola.
Allí estaba otro grupo de deportados que compartían sus problemas. Necesitaban trabajo para recomenzar una nueva vida separados de sus familias.
No lo tenían fácil.
“La mayoría de nosotros superaba los 40 años y habíamos trabajado fundamentalmente en tiendas, la construcción o lavando de autos. Encontrar trabajo sería difícil”, reconoce Ana Laura.
De esa forma, un año después de la deportación, comenzó un colectivo de apoyo mutuo al que nombraron Deportados Brand.
Arrancaron en 2017 como negocio con la venta ambulante de dulces y llevando camisetas impresas con la marca Deportados Brand para hacerse notar.
“La gente empezó a interesarse por las camisetas más que por los dulces y a los pocos meses transformamos la marca en un taller de costura y serigrafía”.
Los trabajadores de Deportados Brand se han comprometido de lleno. Han aprendido serigrafía y el cofundador de la empresa, Gustavo Lavariega, estudia diseño.
Venden artículos estampados a través de Facebook y parte de las ganancias se destina a pagar muchos de los trámites pendientes de los deportados.
“Con lo que ganamos intentamos reunificar las familias y, ahora que estamos creciendo, a dar oportunidades a más desempleados”, dice Ana Laura.
Con la llegada de la pandemia de coronavirus en marzo y el parón en la producción por el confinamiento, Deportados Brand dio otro paso adelante.
“Cuando vimos la escasez de mascarillas decidimos comenzar a fabricarlas. Lo que no esperábamos era que tuvieran tanta aceptación y que la mayoría de compras se efectuara en Estados Unidos. Es muy irónico; el país que me deportó es el principal cliente de mi negocio”, reconoce la emprendedora.
De hecho, Ana Laura asegura que desde marzo prácticamente la totalidad de ingresos proviene de la venta de mascarillas.
Ahora busca expandir el negocio, contratar más empleados y habilitar una página web que compagine la venta de productos con un espacio para compartir las actividades del colectivo.
Para los miembros de Deportados Brand la impresión de las prendas es también una reivindicación.
En sus mascarillas, camisetas, bolsos y tazas se leen eslóganes como ‘La frontera cruzó mi vida’, ‘Deportados unidos en la lucha’ o ‘Chingona aquí y allá’.
“Queremos reivindicar nuestra comunidad, que muchas veces se ve afectada por discursos como ‘los inmigrantes sin papeles son unos delincuentes o nos quieren quitar el trabajo’. Queremos demostrar que somos gente que aporta y que de algún modo ayudamos a impulsar la economía de dos países”, dice Ana Laura.
A pesar de sentirse tranquila y motivada, la emprendedora lleva años torturada por la idea de regresar a Estados Unidos.
“Al principio pensé en volver a cruzar la frontera, pero esta vez quiero hacer las cosas diferente. Extraño mi vida y familia allá, pero con Deportados Brand y la forma en que se vende allí, todos sentimos que de alguna forma seguimos viviendo en nuestros dos países”.