A medida que los intentos por desafiar el resultado de las elecciones fracasan en los tribunales, un silencio inquietante también se ha ido apoderando de la Casa Blanca.
La chaqueta con el emblema de la Casa Blanca que viste Brian Morgenstern, el subdirector de comunicaciones de Donald Trump, estaba completamente cerrada, como si estuviera saliendo de su oficina en el ala oeste. La habitación, a pocas puertas del Despacho Oval, estaba oscura, con las cortinas cerradas.
Su jefe, el presidente de Estados Unidos, estaba en otra parte de la Casa Blanca, hablando por teléfono con Rudy Giuliani, el jefe de sus esfuerzos legales por impugnar las elecciones, y un grupo de legisladores estatales reunidos para la “audiencia” -sus propias palabras- en un hotel de Gettysburg, Pensilvania.
“Esta elección fue manipulada y no podemos permitir que eso suceda”, dijo el presidente por teléfono.
Morgenstern monitoreaba el evento en la pantalla de su computadora, de manera distraída.
Poco después, se giró en su silla y habló con un visitante sobre la universidad, bienes raíces, béisbol y, casi como una ocurrencia tardía, de los logros del presidente.
El esfuerzo de Trump para impugnar los resultados de las elecciones en Pensilvania fracasó ese viernes, poco después de la mencionada “audiencia”, víctima de sus débiles fundamentos legales.
Un juez de la corte de apelaciones dijo que “no había base” para la impugnación y la certificación de las papeletas confirmó que Joe Biden se había impuesto en el estado, por más de 80.000 votos.
Los votos en Arizona, por su parte, fueron certificados el lunes y lo mismo podría pasar pronto en Wisconsin, con ambos estados dándole la victoria a Biden.
Y los funcionarios del gobierno ya empezaron a trabajar en la transición hacia una nueva administración, con el nuevo presidente listo para asumir el cargo el próximo el 20 de enero.
Trump continúa clamando victoria. Sin embargo, detrás de bambalinas, el personal de la Casa Blanca ve las cosas como son.
Saben que sus días en el ala oeste están contados. También saben que cuando su jefe está perdiendo, es mejor mantenerse alejados de él.
Morgenstern asegura que todo sigue igual que siempre: “Estamos optimistas. Todavía estamos trabajando duro”, dice.
Sin embargo, ese viernes era el único en el laberinto de oficinas del ala oeste. Sostenía una máscara de tela en sus manos y jugueteaba con sus hilos, como si fueran cuentas para calmar los nervios. El único sonido era el zumbido de un televisor en otra habitación.
Por lo general, esas oficinas están llenas de personas: asistentes que trabajan todas las horas. Pero no ahora.
Jack O’Donnell, quien una vez dirigió un casino en Atlantic City, Nueva Jersey, para Trump, dice que entiende por qué la gente que trabaja para el presidente se marcharía en un momento como este.
“Estás caminando sobre cáscaras de huevo. Nadie quiere decir algo incorrecto“, explica.
Una vez, recuerda O’Donnell, Trump caminaba por una habitación de techo bajo en un edificio que estaba en medio de una renovación.
“Había algunos problemas”, dice O’Donnell. Y los errores en la renovación pronto los notó Trump.
“Saltó en el aire y golpeó el techo”, cuenta O’Donnell. “Nadie quiere estar cerca de él cuando está enojado“.
La furia del presidente, así como su ambición y empuje, son legendarios.
Y en parte ha tenido éxito por adoptar aforismos positivos y negar el fracaso, un estilo de liderazgo que se estableció al principio de su carrera y que últimamente se ha acentuado.
La semana pasada, por ejemplo, Trump apareció en la sala de reuniones del ala oeste para presumir sobre el mercado de valores, pues el Dow Jones había cerrado por encima de los 30.000 puntos, un récord.
El presidente, dice Morgenstern, estaba “celebrando el éxito del mercado que ciertamente se debió en parte a sus políticas“, como “mejorar los acuerdos comerciales” y la “independencia energética”.
Los inversores dijeron que las acciones subieron porque se había anunciado oficialmente una transición a una administración de Biden.
Pero para Trump, la victoria le pertenecía.
Las declaraciones de victoria de Trump y su negativa a admitir la derrota no tienen ningún impacto en el resultado: la transición hacia la Casa Blanca de Biden está en marcha.
Sin embargo, la postura del presidente importa: millones de personas lo admiran. Lo seguirán una vez que salga de la Casa Blanca, ya sea que se postule nuevamente para un cargo, como muchos esperan, o construya un imperio mediático.
El día que Trump habló con los legisladores en Gettysburg, sus partidarios se reunieron afuera del hotel con carteles: “Detengan el fraude electoral”.
En el libro “Trump: el mayor espectáculo del mundo: los tratos, la caída y la reinvención”, las personas que lo conocen dicen que vio al ex presidente Jimmy Carter, derrotado en 1980 después de solo un mandato, como una advertencia.
“Puedes caer en picada tan rápido como has subido”, dijo, según las fuentes del libro, para luego agregar que Carter se desvaneció en la oscuridad después de dejar la Casa Blanca y se volvió tan anónimo como “un vendedor ambulante”.
Para evitar el fracaso, Trump niega la realidad, dicen quienes lo conocen.
Como empresario, presentó sus múltiples quiebras como si fuera parte de un plan. “Él decía: ‘Lo hice intencionalmente'”, recuerda Jack O’Donnell, quien trabajó para él. “Es una tontería”, agrega.
“En su cabeza, no habrá perdido”, dice O’Donnell sobre la elección. “Él nunca aceptará la derrota. Siempre será: ‘Me la robaron'”.
Trump ahora está luchando por el control republicano del Senado y planea ir a Georgia el sábado para apoyar a los candidatos en las elecciones de segunda vuelta.
Mientras tanto, frente a la oficina de Morgenstern, uno de los escritorios vacíos está decorado con un posavasos en el que se lee “El fracaso no es una opción”.
El lema resume la filosofía de Trump y su enfoque de la presidencia, al menos hasta que se vaya.