El pasado 3 de junio, el estadounidense Emmanuel Cafferty, de 47 años, volvía a su casa después de una jornada más de trabajo.
Su rutina consistía en pasar entre 8 y 12 horas al día inspeccionando las redes subterráneas de gas y electricidad de la ciudad de San Diego, California.
Caía la tarde y hacía calor.
Al volante de la camioneta de la empresa, mantenía la ventanilla abierta y el brazo izquierdo en el exterior.
Según Cafferty, juntaba dos dedos de la mano distraídamente, en un gesto que repitió varias veces durante la entrevista con BBC News Brasil.
“En ese momento, un desconocido con un celular y una cuenta de Twitter puso mi vida del revés“, cuenta Cafferty.
Hacía apenas una semana que George Floyd, un hombre afroamericano desarmado, moría después de que un policía blanco le retuviera en el suelo durante varios minutos presionándole el cuello con la rodilla en Mineápolis.
Las imágenes de la muerte de Floyd desencadenaron lo que se considera la mayor ola de protestas contra el racismo en Estados Unidos en la historia reciente.
En ese contexto, el chasquido de dedos de Cafferty fue interpretado por otro conductor como un gesto específico: un símbolo usado por supremacistas blancos.
“Ese hombre comenzó a tocar la bocina y a insultarme. Gritaba: ‘¿va a seguir haciendo eso?’ y sacó el celular para fotografiarme. Pensé que tal vez le había cerrado el paso en el tráfico, por accidente. Pero estábamos los dos parados en el semáforo y yo no entendía nada”, relata.
Dos horas después del incidente, su supervisor le llamó para decirle que había sido denunciado como racista en las redes sociales y que le suspendía del trabajo sin sueldo.
Una hora más tarde, sus colegas llegaron a su casa para llevarse la camioneta y la computadora de la empresa. Cinco días después fue despedido.
“Así fue como perdí el mejor empleo de mi vida“, dice Cafferty. Sin estudios superiores, hijo de inmigrantes mexicanos, vivía su versión del sueño americano.
Ganaba US$41 la hora, el doble que en su empleo anterior, y tenía cobertura de salud y de jubilación por primera vez en su vida.
Cuando consiguió la plaza, seis meses atrás, él, sus tres hijas y sus nietos salieron a comer para celebrarlo.
Cafferty explica que no tenía ni idea de que el gesto que se le atribuye, comúnmente asociado con un “OK” en Estados Unidos, pudiese tener connotaciones racistas.
De acuerdo a la Liga contra la Difamación, una organización centenaria que combate los discursos de odio en Estados Unidos, el símbolo del “OK” fue adoptado en 2017 por usuarios racistas en foros de internet como 4chan. La propia organización recomienda tener cuidado con la interpretación de la señal.
“La abrumadora mayoría de las veces el gesto significa consentimiento o aprobación. Por eso no se puede presumir que alguien que lo haga lo esté usando en un contexto de racismo, a menos que exista otra prueba para apoyar esa percepción. Desde 2017, muchas personas fueron acusadas erróneamente de ser racistas o supremacistas por usar el gesto en el sentido tradicional e inocuo”, alerta la organización.
Eso es exactamente lo que le pasó a Cafferty. O peor.
“En mi caso, no era un símbolo. Solo estaba chasqueando los dedos. Pero un hombre blanco lo interpretó como un gesto parecido al ‘OK’, que sería racista, y se lo dijo a mis jefes, también blancos, que decidieron creerle a él, no a mí, que no soy blanco”, afirma exasperado, al tiempo que se frota los brazos para mostrar el color de su piel.
El autor de la fotografía y del primer post contra Cafferty admitió ante el equipo local de la cadena estadounidense NBC que quizá exageró en la interpretación que hizo del supuesto gesto y que, a pesar de haber etiquetado en su publicación a la empresa en la que Cafferty trabajaba, no quería que fuera despedido.
El usuario borró el mensaje original e incluso la cuenta de Twitter. Pero ya era tarde, el post se había viralizado y el empleo estaba perdido.
BBC News Brasil no logró localizar al autor del post original.
“Una multitud de Twitter me canceló. Ya llamé a todos mis exempleadores en las seis semanas desde que aconteció el episodio y nadie me llama de vuelta. Lo primero que hace un empleador a la hora de contratar es poner el nombre en Google. El mío quedó ligado a este episodio, sin importar si era cierto o no. No sé cómo voy a seguir con mi vida de aquí para adelante”, se desahoga.
Ha tenido que acudir a terapia semanal para lidiar con el dolor y el miedo que ha sentido.
El caso de Cafferty es emblemático de lo que se considera un peligroso efecto colateral de la llamada cultura de la cancelación.
El movimiento comenzó hace algunos años como una forma de llamar la atención sobre causas de justicia social y preservación medioambiental, como una manera de amplificar la voz de los grupos oprimidos y forzar acciones políticas de marcas o figuras públicas.
Funciona así: un usuario de redes sociales como Twitter o Facebook, presencia un acto que considera equivocado, lo graba en video o lo fotografía y lo publica en su cuenta, con el cuidado de etiquetar a la empresa empleadora del denunciado y autoridades públicas u otros influencers digitales que puedan amplificar el alcance del mensaje. Es común que, en cuestión de horas, el post haya sido replicado miles de veces.
La cascada de menciones a una empresa suele precipitar actitudes sumarias para frenar el desgaste de imagen, sin que la persona a la que se denuncia pueda defenderse adecuadamente.
“En mi caso, me escucharon una vez y luego ya me despidieron. Parece que concluyeron que era un racista”, señala Cafferty.
BBC News Brasil intentó hablar con la empresa SDG&E, donde trabajaba Cafferty, pero no obtuvo respuesta hasta la publicación de este reportaje.
Como reacción a las primeras denuncias de usuarios contra Cafferty en Twitter, la empresa afirmó: “Creemos firmemente que no hay espacio en la sociedad para ningún tipo de discriminación” y añadió que inició una investigación sobre la conducta del entonces todavía empleado.
La cancelación va más allá del típico troleo de internet, con insultos coordinados, frecuente en disputas de opinión entre usuarios de redes.
Es un ataque a la reputación que amenaza el empleo y los medios de subsistencia actuales y futuros de la persona cancelada.
Extremadamente frecuente en Estados Unidos, hoy desprestigia también a personas anónimas, gente común como Cafferty.
“Usted puede ser cancelado por algo que diga en medio de una multitud de completos extraños si alguno de ellos lo graba en video, o por un chiste que suene mal en las redes sociales, o por algo que usted dijera o hiciera hace mucho tiempo y de lo que quede algún registro en internet”, escribió el columnista del diario The New York Times Ross Douthat en un artículo sobre el fenómeno de la cancelación.
“Y no hace falta que sea prominente, famoso o político para ser públicamente avergonzado y permanentemente marcado: todo lo que usted necesita hacer es tener un día particularmente malo y las consecuencias pueden durar mientras Google exista”
El alcance de la cultura de la cancelación en Estados Unidos ha despertado dudas ante la posibilidad de que se cometan injusticias.
El de Cafferty no es un caso único.
A finales de mayo, un investigador contratado por una consultora política progresista compartió en Twitter el resultado de un estudio que indicaba que, en los años 60, las protestas raciales violentas aumentaron el porcentaje de votos para candidatos republicanos, en cuanto que los actos pacíficos favorecieron a los políticos demócratas en las urnas.
Activistas consideraron que su comentario era una reprimenda a los actos de protesta por la muerte de George Floyd y pasaron a exigir su dimisión. El investigador fue despedido días más tarde.
El mes pasado, una profesora de teatro en Nueva York fue acusada de haberse adormecido durante una reunión online en la que se hablaba de acciones a favor de la justicia racial en el curso.
Una petición firmada por casi 2.000 personas pidió su dimisión, acusándola de racista. La profesora lo niega y alega que estaba descansando la vista mirando para abajo momentáneamente cuando se hizo la foto.
Ante lo que calificaron como “atmósfera sofocante”, un grupo de 150 periodistas, intelectuales, académicos y artistas, considerados progresistas, decidieron publicar en Harper’s Magazine un texto titulado “Una carta sobre la justicia y el debate abierto”.
Firmada por nombres de peso como el lingüista Noam Chomsky, los escritores JK Rowling y Andrew Solomon, la activista feminista Gloria Steinem, la economista trans Deirdre McCloskey, y el analista político Yascha Mounk, la carta afirma que “el libre intercambio de informaciones e ideas, fuerza vital de una sociedad liberal, se vuelve cada día más restringido”.
Y continúa: “Si bien esperábamos esto de la derecha radical, la censura también se está esparciendo ampliamente en nuestra cultura: una intolerancia a las visiones opuestas, una moda del señalamiento público y el ostracismo, y la tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral cegadora”.
En la misma línea, una de las editoras de opinión de The New York Times, Bari Weiss, renunció esta semana por medio de una carta abierta en la que acusa a la publicación de promover un “nuevo macartismo”, en referencia a la patrulla ideológica anticomunista de los años 50 en Estados Unidos.
“Artículos que eran fácilmente publicados hace apenas dos años, ahora colocan a un editor o autor en problemas. Eso si no hace que sea despedido. Si un texto se percibe como probable fuente de reacción interna o en las redes sociales, el editor ni siquiera lo publica”, escribió Weiss, contratada por The New York Times poco después de la elección de Trump en 2016, en un esfuerzo por amplificar la diversidad de voces en el diario.
En un artículo para la publicación The Atlantic, en la que cita el caso de Cafferty, el analista político Yascha Mounk explica por qué firmó el manifiesto.
Mounk aplaude lo que llama “la nueva determinación estadounidense” para desenraizar preconceptos de la sociedad.
“No obstante, sería un enorme error, especialmente para quienes se preocupan por la justicia social, considerar lo que sucedió con Cafferty como un detalle menor o el precio a pagar por el progreso”, escribió Mounk.
La respuesta a la carta dentro del movimiento progresista no tardó en llegar.
Un grupo de periodistas, artistas e intelectuales acusó a los autores de la primera carta de, desde lo alto de su éxito profesional y cómoda posición en el mercado, ignorar las dificultades de las minorías -como la comunidad negra o la comunidad LGBTIQ- en el debate público, en el mundo académico, en las artes, en el periodismo, en el mercado editorial.
“Los firmantes, muchos de ellos blancos, ricos y dotados de grandes plataformas, argumentan que tienen miedo de ser silenciados, que la llamada cultura de la cancelación está fuera de control y que temen por sus empleos y por el libre intercambio de ideas, al mismo tiempo que se expresan en una de las revistas de mayor prestigio del país”, señalan los firmantes del nuevo documento, titulado “Una carta más específica sobre la justicia y el debate abierto“.
Algunos de los que suscribieron el texto prefirieron permanecer anónimos, citando apenas la institución en la que trabajan, por miedo a las represalias.
Los autores citan por su nombre a algunos de sus antagonistas: mencionan que la escritora JK Rowling estuvo involucrada recientemente en un debate sobre la palabra “mujer”.
Al comentar un texto que hablaba de “personas menstruantes”, Rowling afirmó: “Si el sexo biológico no es real, la realidad que viven globalmente las mujeres queda borrada. Yo conozco y amo a personas trans, pero borrar el concepto de sexo biológico elimina la capacidad de muchas personas de analizar el significado de sus vidas. Decir la verdad no es discurso de odio”.
Su afirmación fue tachada de transfóbica y fue duramente criticada.
La discusión política en torno a la cuestión será larga y beligerante.
Ajeno a ella, Cafferty intenta recuperar su empleo. Demandó a la empresa en la que trabajaba y al hombre que lo fotografió, pero no espera que haya un veredicto antes de un año.
Cafferty dice simpatizar con los movimientos por la justicia racial, pero indica que nunca realizó activismo político en su vida.
“Ni cuenta de Twitter tenía antes de ser cancelado”, subraya.