La madrugada del 16 de noviembre de 1989, la sangre salpicó las paredes y los patios de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), en la capital de El Salvador.
* Este artículo fue publicado originalmente en enero de 2020 y ha sido actualizado y republicado con motivo de la condena en España a Inocente Montano.
Los cuerpos fueron minuciosamente masacrados, tiro a tiro. Las marcas del ataque quedaron estampadas en huecos profundos en las fachadas.
Los cadáveres de seis curas jesuitas y de dos mujeres, la cocinera de la residencia y su hija de 16 años, quedaron envueltos en sangre, bocabajo, en los cuartos o en el jardín.
“Sus rostros y cerebros fueron despedazados como animales que se destazan sin piedad“, recordó en el vigésimo aniversario de los hechos el portal oficial de los jesuitas para América Latina.
Todo había comenzado un poco antes, cuando soldados del Batallón de Infantería de Reacción Inmediata “Atlacatl”, un comando entrenado en Estados Unidos, intentaron entrar por la fuerza a la casa de los curas, casi todos directivos de la UCA.
Según documentos de la Comisión de la Verdad formada en El Salvador en 1992, la UCA era considerada un “refugio de comunistas” y los soldados habían recibido órdenes de eliminar a los “elementos subversivos conocidos”.
Después de cometer su encomienda esa noche, dejaron señales y pruebas falsas para que parecieran que los crímenes habían sido cometidos por la guerrilla insurgente.
Más de 30 años después la mayoría de los responsables de la masacre no ha enfrentado la justicia, con una excepción.
Este viernes, el excoronel Inocencio Montano, quien para entonces se desempeñaba como viceministro de Defensa, fue condenado a más de 130 años de cárcel por la Audiencia Nacional de España, que en 2011 inició un proceso penal bajo el principio de justicia universal dado que cinco de las víctimas tenían nacionalidad española.
Montano, quien fue extraditado de EE.UU. a España en 2017, se convirtió así en el único de los presuntos autores intelectuales de la matanza que ha tenido que enfrentar la justicia, luego de que El Salvador se rehusara a extraditar a los otros acusados.
Y es que si bien en abril de 2018, una corte de Paz salvadoreña ordenó la reapertura del proceso para determinar la autoría intelectual y al año siguiente, un alto tribunal lo confirmó, hasta la fecha no se han producido avances.
Esto, a pesar de que incluso el gobierno de Estados Unidos, que apoyó y financió la guerra civil en El Salvador, también anunció a inicios de año sanciones (restricciones de visa) para 13 exmilitares del batallón que la CIA entrenó y a los que se responsabiliza por la muerte de los seis jesuitas y las dos mujeres.
El abogado de derechos humanos Wilfredo Medrano le contó el año pasado a BBC Mundo que las operaciones del Batallón Atlactl, responsable de la masacre de los jesuitas, formaron parte de una serie de estrategias diseñadas desde Estados Unidos para combatir la insurgencia en Latinoamérica.
“Bajo el gobierno de Ronald Reagan se destinaba al gobierno de El Salvador casi US$1 millón diario, que iba a pertrechos militares, adiestramiento, alimentación, colaboración de asesores o la formación de los batallones de contrainteligencia que fueron a formarse al Comando Sur o a Georgia”, indicó.
En su criterio, EE.UU. implementó en El Salvador técnicas de guerra que incluso habían fallado en Vietnam, como los desplazamientos forzosos, la destrucción de poblados, bombardeos y aniquilamiento de poblaciones o promoción de asesinatos contra personas consideradas “comunistas”.
Washington, por años, ha asegurado que su ayuda iba destina a la consolidación de la democracia en El Salvador.
Elliott Abrams, ahora enviado especial de Trump para Venezuela y quien fuera en los primeros años de la Guerra Civil en El Salvador subsecretario de Estado para derechos humanos y asuntos humanitarios, descartó entonces las denuncias de los crímenes de la dictadura en El Salvador como “propaganda comunista“.
La de la UCA podría haber sido una masacre más: una de las tantas que acabaron con la vida de unas 75.000 personas y dejaron más de 8.000 desaparecidos durante los años oscuros de la Guerra Civil en El Salvador (1979- 1992).
Los historiadores no se ponen de acuerdo en qué había cambiado para 1989.
No era ni siquiera la primera vez que miembros del clero se contaban entre las víctimas de la dictadura.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero había sido baleado durante una misa en 1980 y tres monjas y una misionera estadounidenses fueron violadas y asesinadas el mismo año.
La guerra contra la guerrilla ya había dejado muertos por todos lados.
En 1981, más de 1.000 personas, según algunas estimaciones, habían sido pasadas por las armas y quemadas en los poblados de El Mozote, La Joya, Cerro Pando, Jocote Amarillo, Ranchería y Los Toriles.
Pero la muerte de los jesuitas llevó a una conmoción internacional que no provocaron otras matanzas en las que incluso hubo más muertos.
Según algunos historiadores, la masacre de los “ocho mártires de la UCA” aumentó las presiones de la comunidad internacional para que el gobierno y la guerrilla iniciaran un diálogo, y fue uno de los puntos de giro que llevó a poner fin a la guerra.
La ejecución de los curas y de las dos mujeres provocó, incluso, un viraje en la política de Estados Unidos.
La Casa Blanca pidió entonces al gobierno salvadoreño que iniciara “la investigación más completa y rápida” sobre lo sucedido y condenó las muertes de los curas “en los términos más enérgicos posibles”.
Menos de dos años después, El Salvador pondría oficialmente fin a los tiempos oscuros de la Guerra Civil.
Pero el fin de la guerra no significó la llegada de la justicia.
La Comisión de la Verdad estableció la responsabilidad de un grupo de militares por el asesinato de los jesuitas y las dos mujeres, pero solo dos exoficiales fueron finalmente condenados y absueltos poco después por una ley de amnistía que se aprobó en 1993.
Y solo uno de ellos, el excoronel Guillermo Benavides, volvió a la cárcel luego de que la Corte Suprema declarara inconstitucional la amnistía en 2016.
El hecho ha sido, a través de los años, uno de los puntos más críticos de confrontación entre El Salvador y la comunidad internacional, en especial, en su relación con España.
En 2014, el gobierno salvadoreño se negó a conceder la extradición a ese país de 13 de los exmilitares señalados como responsables, pese a que Madrid había emitido una alerta roja de la Interpol en contra de ellos.
La detención de los implicados nunca tuvo lugar, luego de que la Corte Suprema de Justicia de El Salvador se negara a autorizar los arrestos y el gobierno del entonces presidente, Mauricio Funes, decidiera, a través de su Ministerio de Defensa, dar refugio a los exmilitares en un cuartel.