Migrantes de África, Haití y Cuba que esperan en Colombia para cruzar a Panamá en su camino hacia Estados Unidos. Ya caminaron por Brasil, Ecuador o Chile y ahora entrarán a un espacio biológicamente irrepetible: el Tapón del Darién, una de las selvas más intactas y tupidas del mundo.
Van con maletas, niños y bidones de agua. Muchos no hablan español. Están dándole un giro rotundo a sus vidas. Y ahora van a entrar a una agreste selva por varios días.
Son los migrantes de África, Haití y Cuba que esperan en Colombia para cruzar a Panamá en su camino hacia Estados Unidos. Ya caminaron por Brasil, Ecuador o Chile y ahora entrarán a un espacio biológicamente irrepetible: el Tapón del Darién, una de las selvas más intactas y tupidas del mundo.
Y nadie los está ayudando.
Les cobran sobreprecios, los maltratan, duermen en las calles y van de la mano de “coyotes” vinculados a grupos armados. Sin embargo, acá no se ve rastro de organizaciones humanitarias ni del Estado colombiano para socorrerlos.
“Esta es una crisis profunda, una de las más olvidadas e importantes de América, y los gobiernos, al no tener cómo resolverla, la ignoran o incluso la empujan hacia afuera“, me dice Caitlyn Yates, antropóloga experta en esta problemática.
Casi todas las miradas se centran en el aluvión de migrantes que llegan a las fronteras sur y norte de México. Pero muchos de ellos pasaron antes por aquí prácticamente inadvertidos.
La migración irregular, sin embargo, no es la única crisis que se vive en esta región colombiana del Urabá: acá también hay narcotráfico, contrabando, control criminal, servicios públicos precarios y uno de los despojos de tierra más grandes que vio la historia del país.
Colombia y Panamá fueron parte de un mismo país y la separación, en 1903, se suele explicar por la desconexión entre Bogotá, la capital, y las regiones: el llamado “centralismo”, fuente fundamental de muchos traumas colombianos.
Pero aquí, ahora, para muchos la situación no ha cambiado: la palabra “olvido” se repite una y otra vez cuando uno les pregunta por la región a las personas que viven o transitan cerca del Darién. Se les oye a agricultores y obreros, a biólogos y políticos, a nativos y extranjeros. Y a los migrantes.
Tan profundo es el abandono histórico, explican biólogos expertos en el área, que aquí se encuentra uno de los ecosistemas más intactos del planeta.
La lejanía entre Bogotá y la frontera con Panamá se siente desde que se da el primer paso: llegar a ella exige varios trayectos en avión y lanchas vacilantes que luchan contra olas de tres metros.
Una vez aquí, se entiende por qué la zona es más reconocida por su hostilidad climática que por cualquier otra cosa: la humedad se trepa por los muros, la densidad de la vegetación se torna agresiva y el mar asusta más de lo que marea.
Biólogos han encontrado aquí jaguares, osos hormigueros y tapires, pedazos de tierra que nunca han sido intervenidos por la agricultura y árboles bongo tan viejos e intactos que tienen la capacidad de absorber, cada uno, cientos de kilos de dióxido de carbono, la mayor amenaza que enfrenta el planeta.
El Darién es el único lugar de América que interrumpe la red vial que va de Alaska a Tierra del Fuego. Usualmente la desconexión se explica por esta hostilidad geográfica, pero algunos sospechan que también ha influido la posibilidad de que se propague la fiebre aftosa del ganado, presente en toda Sudamérica y una amenaza para Norteamérica.
De cualquier forma, la zona ha sido habitada, sobre todo, por grupos indígenas y transitada por contrabandistas, narcotraficantes, algunos turistas y cientos de migrantes en camino al norte.
Elidio George, un cubano de 54 años, salió de su país hace un año. En Surinam trabajó como agricultor hasta que lo expulsaron y luego viajó por el Amazonas y Colombia hasta que llegó acá, a esta playa de Necoclí que en teoría es un escenario turístico, lleno de palmeras y puestos de cerveza y empanadas, pero que ahora sirve de sala de espera antes de entrar al Darién.
George, en un relato plagado de humor y entusiasmo, se declara ignorado: “No ha sido ni a favor ni en contra. Hemos pasado por los países inadvertidos. Esa es la palabra correcta“.
“Bastante válido está que me estén dejando pasar por el país, que no me hayan deportado para mi infierno y que me vayan a dejar continuar hacia la victoria que yo quiero tener”, apunta. Su victoria: ver a su madre en Estados Unidos.
Cuando nos sentamos a hablar, Elidio y Leodani Rebe, su compañero de 34 años, no se quitan las mochilas de la espalda, porque, me dicen, “acá llevamos nuestras vidas”: unos zapatos deportivos descosidos, ropa vieja, cables de celular y una hamaca para compartir el día que la humedad les impida acostarse.
La antesala del Darién en Colombia es el Golfo de Urabá, un vasto entorno marítimo y selvático que ha sido escala de migrantes durante siglos. Algunos la llaman “la mejor esquina de América”.
Según diversos registros, por aquí entraron los colonizadores españoles a la América continental y fundaron dos poblaciones —San Sebastián de Urabá y Santa María Antigua del Darién— que pronto se desvanecieron por la rebeldía de agrupaciones indígenas.
Desde 1950, la migración desde zonas montañosas de Antioquia, en Colombia, incentivó la producción de banano, hoy la tercera más grande del mundo en exportaciones, y el desarrollo de una pequeña oferta de turismo.
Pero ninguna de estas industrias se ha traducido en empleos formales, universidades u hospitales. Y el banano, se lee en expedientes judiciales, sirvió de vehículo para despojar, en parte de la mano del paramilitarismo, a casi todos los nativos de su tierra.
Muchos de los pueblos que ahora deben acoger a miles de migrantes cada año no gozan de sistemas de alcantarillado, conexión eléctrica al sistema nacional, planeación urbana ni un acueducto integrado.
En Capurganá, el último pueblo antes de la frontera y la última dosis de ciudad que ven los migrante antes de entrar al Darién, la electricidad es producida por plantas de gasolina, la basura se elimina con fuego y la arena de la construcción de viviendas es extraída de las hermosas playas de la zona.
La idea de que estoy en un paraíso, asumida por fotos de playas claras y mares transparentes, pronto se matiza cuando me bajo de la lancha en la que temí por mi vida y pongo pie en tierra en un pueblo desorganizado, bullicioso, que intenta gestionar la migración irregular sin la ayuda del Estado.
Pero con apenas entrar al Darién, y sentir una selva rugiente que entra por los poros, caigo en cuenta que estoy ante una maravilla de la naturaleza.
Una maravilla hoy amenazada por el turismo insostenible y una carretera Panamericana que lleva décadas en suspenso, pero que cada día parece más inminente.
“Es increíble, pero nadie le pone atención ni le importa este bosque capaz de luchar contra el cambio climático”, opina Catherine Potvin, ecóloga de bosques tropicales de la Universidad McGill, en Canadá.
Además de cubanos, en la población migrante que se ve en el Darién hay decenas de haitianos.
Algunos se diferencian de los cubanos, por ejemplo, en que usan ropa a la moda, portan celulares nuevos y tienen dinero con qué pagar los alimentos y pasajes que les venden a sobreprecio en el trayecto migratorio.
También es diferente su reacción a la prensa, porque “no queremos que nuestras familias nos vean así”, viviendo en la calle.
“Nosotros no nos vamos de Haití porque seamos pobres”, me dice uno de ellos, que habla español porque vivió en Chile. “El problema allá no es de pobreza, sino de políticos corruptos”. Viajan a Estados Unidos por Centroamérica porque en su país no logran sacar una visa.
En la playa de Necoclí —aunque a veces también parten de la ciudad de Turbo— los migrantes pasan días en un pequeño puerto a medio terminar debajo del cual hacen sus necesidades y arman pequeñas fogatas para cocinar.
Durante esos días, su único objetivo es sobrevivir y esperar a que les den luz verde para arrancar.
El primer paso es tomar una de las magulladas lanchas de empresas turísticas que tienen horario y trayectos concretos para los migrantes. Luego llegan al otro lado del golfo, a Capurganá, y son guiados por “coyotes” que supuestamente conocen la selva y los entregan, varios días después, a las autoridades panameñas, que los suben en buses del Estado y trasladan a la frontera con Costa Rica.
El cruce del Darién puede durar entre 10 y 20 días y alcanzar entre 150 y 230 kilómetros. Pero todo allí es impredecible, porque la humedad, las lluvias, los peligrosos animales y las redes de tráfico humano y de drogas obligan a cambiar los planes durante el recorrido.
Aunque existen reportes de la ONU que estiman el paso de migrantes por el Darién en 30.000 personas al año, los expertos dudan de cualquier cifra, puesto que decenas de lanchas informales los trasladan e introducen a la selva de noche sin que nadie se entere.
De hecho, en los cementerios del lado colombiano son cada vez más los cuerpos de migrantes, muchos de ellos sin nombre ni apellido, que son enterrados por la comunidad en un gesto de dignidad luego de haberlos encontrado flotando sobre el agua.
El comandante de Guardacostas de Urabá, capitán Óscar Ortiz, me dice que por mucho que intenten, la naturaleza parece diseñada para la actividad ilegal.
“Las condiciones geográficas aquí del golfo de Urabá favorecen muchísimo el empleo de lanchas rápidas”, asegura.
“Es un área bastante extensa que dificulta cubrir completamente y permanentemente. Y un espacio, que puede ser un muelle artesanal o una playa normal, puede ser aprovechado para la salida de una embarcación empleada por el narcotráfico, el contrabando o la salida de migrantes”.
La parte colombiana de la frontera ha sido durante décadas una de las regiones más afectadas por la guerra y el narcotráfico del país.
El Urabá fue gobernado por dos guerrillas y un grupo paramilitar. Los tres firmaron desmovilizaciones con el Estado que no acabaron con los problemas.
Hace unos cinco años volvieron los paramilitares bajo el nombre de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, mejor conocidas como El Clan del Golfo. Tienen 3.000 soldados en todo el país y, aunque luchan por el control de otras regiones, acá ya parecen haber ganado la batalla.
Grafitis con sus iniciales se ven con frecuencia en las paredes de las casas de los barrios como marcas del grupo que manda.
El capitán Ortiz admite que el Clan del Golfo “controla las actividades comerciales tanto legales como ilegales, el narcotráfico, el contrabando e incluso migración irregular”.
Y, según dice, la razón de su poderío en la zona es, de nuevo, “esta selva, que es muy tupida”.
Quienes viven en esta región pronuncian la palabra “olvido” cada tanto, pero, como me dijo la líder social y emprendedora Beatriz Arias, hay otras palabras que no se dicen: “La presencia de todas las fuerzas armadas, las legales y no legales, nos enseña a las personas que participamos en el desarrollo de esta comunidad que tenemos que aprender a guardar silencio”.
El olvido, dice ella, no solo se manifiesta en el abandono del Estado, sino en la mala implementación de recursos públicos y en permitir que los grupos ilegales ejerzan su poder aquí.
Teo Ballvé, experto en ecología política y autor de un libro sobre el tema, argumenta: “Se suele pensar que estas regiones no tienen gobernantes, que son tierras de nadie, salvajes, pero eso desconoce que otros grupos diferentes al Estado también han tenido proyectos de gobernanza, como los paramilitares en Urabá”.
Más que ausencia del Estado legal, concluye Ballvé, lo que ha habido acá es una “relación simbiótica entre el Estado y los grupos armados”.
El capitán Ortíz rechaza que en la actualidad haya una simbiosis con grupos armados y, por el contrario, recalca que dichos movimientos son “el enemigo a vencer”.
Pero en la cuestión de los migrantes sí parece haber una coordinación al menos implícita: el Estado legal se abstiene de deportarlos, las élites económicas proveen alimentos y pasajes con sobreprecio y los grupos ilegales los pasan por los caminos temibles del Darién.
Elidio y Leodani, los migrantes cubanos “inadvertidos”, saben que están por entrar a una de las selvas más peligrosas del mundo de la mano de personas poco confiables.
Apenas llegan a Capurganá, los migrantes pasan a manos de “coyotes” que les dan órdenes desde motos en tono amenazante.
Pero la aspiración de los migrantes —llegar a Estados Unidos— supera cualquier noción de miedo.
“Me voy a meter en la boca del lobo y le voy a salir por atrás, como un estiércol, pero le voy a salir”, me dice George, el flaco que vendía películas piratas en La Habana.
“No me importa. Me importa llegar a mi destino, ver a mi madre que tiene 85 años, mi progenitora, ese es mi enfoque”.