A media noche, en un seminario católico en Sao Paulo, un aspirante al sacerdocio se martirizaba: "¡En nombre de Jesús, demonio de la homosexualidad, sal de mí!".
Acostado en su cama en la habitación que compartía con dos religiosos, Rafael*, quien tenía entonces 20 años, enterró las uñas en las palmas de sus manos hasta sentir dolor y rezó una y otra vez.
Insomne, caminó hacia el baño y, furioso y llorando, agredió su órgano sexual y lo envolvió en cubitos de hielo.
En otras ocasiones se había acostado en el suelo frío o quedado bajo una ducha fría hasta el amanecer, rezando y suplicando. “Espíritu enemigo, manifestación del mal. ¡Sal de mí!”
Esas oraciones y los tormentos eran parte de un ritual nocturno que el seminarista llamó “exorcismo de la homosexualidad”.
En esas noches, Rafael rogaba dejar de ser una persona “desordenada”, como en los documentos de la Iglesia católica definen a los hombres y mujeres homosexuales.
“Señor, cúrame de todas las tendencias homosexuales”, suplicaba el estudiante, que había llegado a la capital del estado de Sao Paulo dos años antes.
Desde las primeras lecciones que recibió cuando ingresó en un seminario diocesano en 1994, Rafael sintió el peso de una contradicción insuperable en las reglas de la Iglesia: durante años, sus líderes habían dicho que la homosexualidad es “contraria a la ley natural” y que los hombres con “tendencias homosexuales fuertemente arraigadas” no pueden ser sacerdotes.
Para Rafael, el tormento aumentó después de los retiros anuales de su seminario, en el interior de Sao Paulo.
Frente su audiencia de seminaristas, los sacerdotes reforzaron la idea de que la homosexualidad era una “enfermedad”, un “fruto de la acción del mal”.
La idea de tener que “curarse” persiguió a Rafael durante mucho tiempo.
Nueve años después de las noches de exorcismo en el seminario, ya ordenado sacerdote, escribió en una especie de carta dirigida a Dios.
“Estoy cansado de pretender ser quien no soy. Quiero descansar”, recuerda Rafael, hoy sacerdote en las afueras de Sao Paulo.
“Por favor, Dios, llévame. Prefiero la muerte”.
Las historias de los sacerdotes homosexuales se viven en secreto, se discuten solo entre ellos, se tratan en guetos dentro de las congregaciones, bajo el temor de la persecución y la caza de brujas.
O, simplemente, en soledad.
No hay estadísticas oficiales sobre el número de sacerdotes católicos homosexuales en Brasil.
De los 27.000 sacerdotes en el país, no hay uno solo que actualmente ejerza el sacerdocio y haya revelado públicamente su homosexualidad. En Estados Unidos, poco más de 10 han hablado públicamente sobre su orientación sexual.
Sin embargo, docenas de sacerdotes e investigadores brasileños sobre el tema estiman que el número de homosexuales entre los religiosos del país es significativo.
Curas, educadores del sacerdocio y académicos que hicieron comentarios para este reportaje estiman que, de los hombres en el clero, al menos un 30% son homosexuales.
Un sacerdote gay del estado de Ceará le dijo a BBC News Brasil que, en su orden religiosa del noreste del país, “al menos un 80%” de sus colegas tienen esa orientación.
Un seminarista dijo al informe que, en su clase de 40 estudiantes en el interior de Sao Paulo, 30 eran homosexuales.
Y un investigador que estudia en un monasterio católico en el noreste del país dice que el “90% del clero es gay”.
Seis sacerdotes y seminaristas homosexuales de cinco estados brasileños acordaron compartir sus historias, a lo largo de un mes, para este reportaje de BBC News Brasil.
Todos pidieron mantener el anonimato, por temor a las represalias.
Aun si practican el celibato, según lo dictaminado por la doctrina católica, si sus superiores consideran que tienen una orientación sexual inadecuada, pueden ser expulsados de la Iglesia.
Un sacerdote de Bahía dijo, antes de aceptar a conceder la entrevista: “Mi vida depende de este anonimato”.
Y es que, podría perder no solo su trabajo, sino también su hogar, el seguro de salud, la jubilación y a los amigos.
Tendría que abandonar la parroquia que dirige hoy, en el interior de Bahía, con “una bolsa de ropa vieja”, unos pocos cientos de reales en su cuenta bancaria y sin tener idea de qué hacer después.
En los últimos años, el debate sobre cómo debería lidiar la Iglesia con la homosexualidad entre sus filas ha aumentado.
En 2013, al responder una pregunta sobre la influencia de los sacerdotes gay en el Vaticano, el papa Francisco dijo su famosa frase, “¿Quién soy yo para juzgar?”, algo que llenó de esperanza a los católicos LGBT.
Al año siguiente, en el Sínodo sobre la Familia, el Papa hizo una referencia directa a los “dones y cualidades” de los homosexuales y preguntó si la Iglesia los “podría acoger”.
El aparte no logró el número necesario de votos de los obispos para aparecer en el documento final de la reunión, pero fue recibido como una nueva forma de abordar el tema.
La reacción en los sectores católicos tradicionales fue fuerte.
Hay quien señala que el intento de una mayor apertura habría influido en una campaña contra el Papa que se vio agravada por la acusación de que Francisco encubrió o toleró el abuso sexual de menores por el excardenal estadounidense Theodore E. McCarrick (luego expulsado de la Iglesia por el Papa).
En una carta abierta, un exembajador del Vaticano en Washington, Carlo Maria Viganò, incluso solicitó la renuncia del sumo pontífice y denunció la presencia de una “mafia rosa” en la Santa Sede.
Según Viganò, este grupo abogaría por dar más poder al clero homosexual y encubriría casos de pedofilia.
Las docenas de estudios llevados a cabo en varios países nunca han encontrado una relación entre ser gay y abusar sexualmente de niños.
Aún así, los obispos y los cardenales de esos mismos sectores tradicionalistas insisten en señalar a los sacerdotes homosexuales como la causa del problema dentro de la Iglesia.
En manifestaciones posteriores sobre el clero gay, el propio Papa pareció volverse más crítico.
Dijo, en mayo de 2018, que la homosexualidad está “de moda” y que “es mejor que abandonen el sacerdocio que continuar viviendo una doble vida”.
Finalmente, en una nueva apertura, en septiembre, Francisco recibió al sacerdote jesuita James Martin, un defensor de la causa gay entre los sacerdotes.
La reunión fue vista como una nueva señal de apoyo del pontífice para dar la bienvenida a los homosexuales.
En Brasil, la posición de la Iglesia católica es idéntica a la tradición del Vaticano.
En respuesta a las preguntas de BBC News Brasil sobre quién puede convertirse en sacerdote, el arzobispo primado de Brasil, Dom Murilo Krieger, citó la última instrucción publicada por la iglesia en 2005, la que dice que uno no puede “admitir en seminarios y órdenes sagradas a los que practican la homosexualidad “, presentan “tendencias homosexuales profundamente arraigadas” o “apoyan la llamada ‘cultura gay'”.
El texto que cita el primado de la Arquidiócesis de Brasil se hizo válido en los primeros meses del papado de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, y es el más restrictivo en relación a los homosexuales.
La instrucción repite las normas que ya aparecieron en el Catecismo de la Iglesia (conjunto de reglas de la doctrina católica para todos los países), escrito por el propio Ratzinger, entonces cardenal, en 1986.
Por aquel entonces era el líder de la Congregación para la Doctrina de la Fe, una entidad del Vaticano responsable de defender la tradición e ideas teológicas de la Iglesia.
El texto sigue hoy en vigor y define a las personas homosexuales como “objetivamente desordenadas”.
En este contexto, en las iglesias nacionales hay sacerdotes homosexuales que guardan silencio sobre los impactos de las disputas entre los sectores tradicionales y progresistas de la Iglesia, y los grupos de fieles fuera de ella.
Como dijo un sacerdote gay del interior de Bahía, querer avanzar en la discusión sobre acoger al clero gay en la Iglesia, en este momento de división, es “pedir ser apedreado”.
“Hay una sensación de que, con Francisco, es ahora o nunca. Pero, así como en la doctrina, nada cambia. Y aunque que haya más miembros del clero que quieran hablar, la angustia solo aumenta porque no se sienten seguros para hacerlo”.
A su vez, la Confederación Nacional de Obispos de Brasil (CNBB) declaró que en sus asambleas internas no se ha debatido sobre la cuestión de los sacerdotes homosexuales en los últimos años ni se está haciendo en la actualidad.
Así, muchos de estos sacerdotes se encuentran en una encrucijada, entre las aperturas iniciales de Francisco, la postura distante de la Iglesia católica en Brasil y la franca agresividad de los sectores ultratradicionales.
Y ante ello, llevan sus vidas en silencio, en la cotidianidad de las parroquias del interior del país y también en las grandes ciudades brasileñas, sin revelar quiénes son realmente.
Los aspirantes al sacerdocio aprenden cómo funciona el armario católico en el seminario.
Muchas de las normas de estos claustros de formación existen solo para combatir las “tendencias homosexuales” entre los seminaristas, como recuerda el padre Rafael, quien tiene ahora 45 años, durante una conversación mantenida con BBC News Brasil en la cocina de la sencilla casa donde vive, cerca de su parroquia en Sao Paulo.
Dice que caminar en parejas por los pasillos y los patios por la noche, por ejemplo, no era algo que se viera con buenos ojos.
Los dormitorios siempre los compartían tres o cinco seminaristas, “nunca dos, ni cuatro”, recuerda.
“Era una regla que todos entendían: evitar la formación de parejas”, dice el sacerdote.
“Pero lo que terminó inhibiendo fueron las amistades”.
Miraban las noticias después de la cena, o iban al cine, solo si los seminaristas estaban en números impares.
“Causa una atmósfera tensa, no natural y pacífica. Siempre hay ojos puestos en ti. Y eso dura siete u ocho años”, comenta otro seminarista.
Dos seminaristas con los que conversó BBC News Brasil (uno de Minas Gerais y el otro de Piauí) revelaron reglas similares en sus rutinas.
“¿Quién puede pensar que este es un buen ambiente para que una persona tenga una base emocional saludable?”, se pregunta el padre Rafael.
“Es importante tener un buen desarrollo emocional para estar bien contigo mismo y luego poder servir bien a los fieles. ¿No es esa la razón de ser de la Iglesia?”
Desde sus años de formación, Rafael también acarrea un sentimiento de culpa.
Según el catecismo de la Iglesia, la masturbación se considera un pecado grave, porque representa un acto sexual cuyo propósito no es la reproducción.
Además, si involucraba pensamientos homosexuales, era una “manifestación del demonio”, una “sensación horrible”, explica Rafael, y sobre la cual no podía hablar con nadie, por temor a ser expulsado.
Durante este período juvenil, entre 20 y 25 años, el seminarista consideró diferentes estrategias para combatir este “mal”.
Además de aplicarse hielo en los genitales, quería tener un cinturón de castidad (“pensé que una cerradura lo resolvería”) y decidió dejar de comer sus platos favoritos (“una idea de purificación ante el placer”).
Otro sacerdote gay, Aurelio*, quien es ahora el párroco de una ciudad mediana del interior de Bahía, dice que en su seminario, a principios de la década de 2000, se mencionó a los santos católicos “exitosos” en la represión de la sexualidad como ejemplos a seguir.
San Francisco de Asís, dijeron los preparadores, se habría arrojado sobre las espinas de un rosal o a la nieve si sintiera impulsos sexuales demasiado fuertes.
A los 20 años, Aurelio pensó que la falta de sueño le ayudaría a frenar sus deseos, según él intensos en aquel momento.
“Me forcé a dormir un máximo de tres horas por noche. Trabajaba extra, pasaba las noches en vela, me cansaba mucho”, recuerda.
“Pensé que si estaba realmente cansado, no tendría deseos”.
Como resultado, perdió más de 10 kilos y, una mañana, se cayó de la cama y durante días no pudo levantarse.
Por aquel entonces la confesión fue una suerte de alivio.
“Solía ir al confesionario en bata. Salía del baño muerto de culpa por tener placer sexual solo”, recuerda el padre Rafael.
“Fue un alivio incompleto. El confesor no me inspiraba confianza, así que no le hablé de mis fantasías por temor a ser perseguido. Poco después me volví a sentí culpable”, recuerda.
“La sexualidad fue un infierno, día y noche. Un terror”.
En las clases de doctrina, las dudas se multiplicaron.
“¿Masturbación, un pecado grave? Honestamente ¿está Dios preocupado de si te tocas? Y luego vas al confesionario y no dices que trataste mal a los pobres, que manchaste la imagen de alguien… El único pecado era la sexualidad”, dice Rafael .
“Demonicé esa parte de mí. Me di cuenta de que tenía la ‘tendencia’ y me volví loco. Recuerdo el día en que me dije:‘Dios mío, sospecho que soy gay. Ni siquiera merezco estar vivo’“.
En su seminario, Rafael escuchó por primera vez una expresión común en aquel contexto: las “amistades privadas”.
Así llamaban los superiores a las relaciones entre los jóvenes que creían que eran homosexuales.
“‘No podemos ceder a las amistades privadas’, nos decían, y era una regla que siempre se repetía”, dice Rafael.
“Era una forma de decir que la cercanía entre amigos estaba cayendo en ‘anormalidad’. Lo viví. ‘Mira quién viene, una amistad privada’, solíamos oírles decir mi mejor amigo y yo”.
Pero Rafael estaba decidido a vivir célibe y también a disipar las sospechas de que no respetaba esta regla.
“La consecuencia es que los seminarios capacitan a adultos jóvenes muy inmaduros emocionalmente”.
Rafael terminó su preparación en 2002 y, una vez ordenado, encontró la paz por un tiempo. Vivir en celibato es un desafío para cualquier sacerdote, se dijo a sí mismo, ya sea homosexual o heterosexual.
La idea de una “iglesia para los pobres” fue lo que lo atrajo y Rafael, como los sacerdotes que aceptaron contar sus historias en este reportaje, no tiene dudas sobre que escuchó la “llamada” y no pone en tela de juicio su vocación.
“Sentí que tenía lo necesario para ser un buen sacerdote. Nunca dudé de eso. La iglesia que me atrae es la que está con la gente, que dona, ayuda a los necesitados; la iglesia que te prepara para hacer frente a la vida y no la que le da la espalda a lo diferente”, dice.
“Es la idea lo que me mantiene en pie incluso hoy, incluso si no la acepto completamente”.
Dedicado, el padre Rafael asumió un cargo dentro de su diócesis que lo colocó en una relación de autoridad sobre otros sacerdotes.
Fue entonces cuando volvió a sentir el peso de la contradicción en relación con la institución que lo había acogido.
“Me preguntaba: ‘¿Cómo puedo ser responsable de toda esta estructura y sentirme atraído por los hombres?. Está mal, estoy equivocado. Dios me castigará, descartará mis iniciativas pastorales, algo muy malo sucederá'”.
Un día, un asistente de la parroquia bajo su responsabilidad llegó a afirmar estar poseído por el demonio.
Para Rafael, fue su culpa, su sexualidad y sus sentimientos “desordenados”. “En ese momento, comenzaron a aparecer heridas en mi cuerpo, que traté de ocultar y que tardaron meses en sanar”.
El sacerdote probó a someterse a terapia con un psicólogo designado por la Iglesia, pero la experiencia no fue buena.
Cuando se atrevió a hablar sobre su orientación sexual, la reacción de la profesional fue preguntarle: “¿En serio?”.
Y le contó cómo, un tiempo antes, había “curado” a un hombre de sus “tendencias”.
Recomendado por la iglesia, el psicólogo era experto en “terapia de conversión”, la llamada “cura gay”.
Tras aquello, Rafael llegó a la conclusión de que prefería morir.
“¿Qué voy a hacer?, me pregunté. Y fue entonces cuando descubrí los sitios pornográficos y me volví adicto a la pornografía, a los videos de sexo entre hombres”, recuerda.
Con ello “la culpa solo aumentó. No pude soportarlo más y recé por mi muerte”.
Meses después, los pocos amigos con los que comenzó a hablar sobre el tema insistieron en que volviera a probar con la terapia.
Su caso fue remitido a otro sacerdote, un psicólogo que era miembro de una congregación. Esta vez, el enfoque fue diferente.
“La primera frase que le dije fue: ‘Reconozco que tengo una tendencia homosexual, pero no la acepto’. Y lo primero que él me dijo fue: ‘Pero ¿cómo serás feliz si no te aceptas a ti mismo?'”.
“Menuda diferencia. Tiré el libro que estaba leyendo a la basura, un texto muy pesado titulado ‘Batalla por la normalidad sexual’. Pero ¿qué es lo normal, amigo?”.
“Fue en aquel momento que empecé a entender. Me di cuenta de mis mecanismos, cómo barría todo debajo de la alfombra, el problema de no hablar de cómo me sentía… Y comencé a aceptarme a mí mismo”.
Este sacerdote psicólogo que lo ayudó le dijo que había visto a docenas de religiosos con ansiedades similares.
Rafael conoció entonces otro aspecto del armario católico: entre los sacerdotes no es ningún secreto.
Todo el mundo sabe de la existencia de homosexuales en el clero; el punto es que no se puede hablar públicamente de ello, dice. “Es la definición misma de tabú”.
Una situación inesperada experimentada en aquel tiempo, a mediados de 2012, contribuyó al proceso de aceptación de sí mismo.
En un viaje, el padre Rafael se encontró con un superior, un obispo al que conocía, quien lo miró de una manera diferente.
“Me impactó. El obispo se acercó y me dio un beso en la oreja. No reaccioné”, cuenta.
“No hacía mucho que lo conocía, pero simpaticé con él y no quería alejarlo. Así que dejé que me tocara, lo toqué. Hasta ahí llegó. Era un superior, no me sentía cómodo con más”, recuerda.
“Mira, trato de vivir el celibato, pero hay momentos de tentación. Ese fue uno”.
“Pensé que (el episodio) sería una desgracia, un trauma. Pero fue al revés: sentí liberación”, dice.
“Empecé a razonar: ‘Yo, que soy un pobre hombre, con responsabilidades medianas dentro de la Iglesia, siento ese tipo atracción y me culpo a mí mismo… pero este tipo, con cientos bajo su responsabilidad, también la siente. Así que no me culparé más. Estaré tranquilo, si me tengo que masturbar, lo haré y seguiré con mi terapia. Soy lo que soy”.
A partir de entonces, a sus 38 años, comenzó el período que el padre Rafael llama “de liberación”.
“La tranquilidad de comprender que no era solo yo me ayudó mucho, reduje (el consumo de) pornografía y la masturbación. Las cosas dejaron de ser tan abrumadoras como lo eran antes. Y dejé de culparme por el placer”.
Es una libertad precaria, reconoce, porque, aunque ya salió del armario por sí mismo ante algunos amigos sacerdotes cercanos, aun no lo ha hecho públicamente.
Para Rafael, el acoso del obispo fue una prueba de lo que ya sentía.
La presencia de gays va más allá de seminarios y parroquias, y se extiende por la jerarquía de la Iglesia, aunque esta pretenda que no existe, subraya.
Durante gran parte de la historia de la Iglesia católica, la presencia o incluso el predominio de sacerdotes homosexuales no fue un problema.
De hecho, fue un hecho visto con indiferencia por los papas, como lo declaró el autor británico Andrew Sullivan, quien escribe sobre homosexualidad, política y religión en un artículo publicado en la revista The New Yorker el año pasado.
Había preocupación por la vida sexual en general, pero no por el tema específico de la homosexualidad, siempre y cuando se respetara el celibato, escribe Sullivan.
Para ilustrar esta mayor tolerancia, cita registros históricos de sacerdotes y monjes que, en los siglos XI y XII, se enviaron poemas de amor entre ellos. No hay noticias de que hayan sido perseguidos.
En 1051, como ejemplo de que se le prestaba una atención menor al tema, el papa León IX rechazó una solicitud de prohibición expresa de la homosexualidad en el clero.
Como justificación, el pontífice dijo que existiría un problema si el sexo homosexual fuera “una práctica antigua, o practicada con muchos hombres” y aceptó que los actos puntuales fueron perdonados.
Años más tarde, en 1059, el papa Alejandro II también reaccionó con desapego a una propuesta similar y no le hizo caso, como señaló el historiador de la Universidad de Yale, John Boswell, en el libro “Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad”, publicado en 1980.
Un cambio crucial se produjo en el siglo XIII, cuando Santo Tomás de Aquino, en las notas recogidas más tarde en su Summa Theologiae, denunció los homosexuales como actos que van “contra la naturaleza” y tachó la relación entre personas del mismo sexo como un “pecado más grave” que la violación o el adulterio.
A partir de entonces, el tabú sobre el tema fortaleció.
Según Tomás de Aquino, la práctica sexual debía limitarse al matrimonio y la procreación.
La Iglesia ha acogido este ideal y es lo que aún respalda la doctrina escrita por Ratzinger en 1986.
Por más que se hayan convertido en la voz oficial del catolicismo en los siglos siguientes, las bases establecidas por Tomás de Aquino no condujeron a la disminución de los sacerdotes homosexuales.
“Lo que hizo fue provocar el silencio y un ocultamiento en el subsuelo, algo que todavía vemos hoy”, le dice a BBC News Brasil el sacerdote y teólogo inglés James Alison, quien es gay y escribió Faith Beyond Resentment (“La fe más allá del resentimiento”).
Graduado por la Universidad de Oxford, Alison vivió en Brasil durante 10 años, entre 1987 y 1990 (cuando hizo un doctorado en Teología en el Colegio Jesuita de Belo Horizonte) y, más tarde, de 2008 a 2014, en Sao Paulo, y estudia el homosexualidad y la relación de esta con el clero en todo el mundo.
“Es un silencio fomentado por el ambiente de miedo y evita una vida emocional adulta, honesta y transparente”, dice.
“Impide lo que llamamos parresía, el hablar libremente, algo muy importante para transmitir el mensaje del evangelio”.
Un domingo por la noche, después de un día de trabajo en su parroquia en Bahía, el padre Aurelio, quien ahora tiene 36 años, reflexiona sobre cómo un ideal de masculinidad impuesto por la iglesia obliga a los sacerdotes a llevar una “vida de apariencias”.
“Es desgarrador vivir fingiendo. En mi caso, desafortunadamente, en muchos momentos me puse máscaras para poder continuar”.
Como resultado, dice, muchos sacerdotes actúan de manera antinatural.
“‘¿Estoy caminando correctamente o haciendo demasiados gestos al predicar? ¿Es mi voz afeminada?’. He pasado por esto y mis colegas se preguntan lo mismo. Estás preocupado todo el tiempo, perturbado”, dijo.
“Además, me hace sentir deshonesto”, añade.
“A menudo me llegan niños desesperados, llorando, diciendo que no se aceptan a sí mismos como homosexuales. Me dan ganas de decirles que pasé por eso y que hay formas de aceptarlo, pero no tengo el coraje”.
Durante la preparación para ser sacerdote, Aurelio trató tres veces de hablar sobre el tema a sus profesores y fue recibido con frialdad.
“Al contarlo puede sonar divertido, pero fue algo que me enojó mucho. Les dije que no podía seguir viviendo así y me contestaron que rezara una penitencia”.
En el cuarto intento de abrirse a un profesor, este lo escuchó.
Fue mientras caminaban por una playa y después de que el sacerdote en cuestión hiciera un comentario sobre una mujer hermosa.
Aurelio se animó a decir que no sentía nada por ella.
“Me miró, luego a ella y me preguntó: ‘¿No crees que es hermosa?’. Y yo le contesté: ‘Sí que lo creo, pero no me gustan las mujeres de esa manera'”, explica.
“Me pidió que me sentara en la arena con él y hablamos. Todavía recuerdo sus palabras: ‘Gracias por confiar en mí y contármelo’. Lloré. Me conmoví porque él lo aceptó y porque, a través de una broma, logré decir la verdad “, recuerda.
“Después comenzó a preguntarme por mis sentimientos. Me veía como alguien que podía ayudarlo a comprender la homosexualidad y así acompañar a otros seminaristas”, recuerda.
“Era un sacerdote bien resuelto con su vocación, dispuesto a ayudar a otros a entender el suyo. Estos son los sacerdotes, homosexuales o heterosexuales, que salvan a la iglesia “.
Durante los últimos años en el seminario, Aurelio se volvió más intrépido. “Más yo mismo”, dice.
Comenzó a cuestionar algunos dogmas.
“El preparador habló sobre los desafíos que íbamos a enfrentar, porque las mujeres coquetean con los sacerdotes en las parroquias”, hace memoria.
“Pero ‘¿qué pasa con los sacerdotes homosexuales? ¿por qué no hablaron de sus deseos?’, pensé. Así que la mano y se le pregunté”, prosigue.
“Fue un error. Tuve que seguir en el seminario otros dos años, porque no me dejaron ir. Parecía que querían cuidarme, pero era miedo. Pensaron que no sería discreto”.
En su informe final, en la casilla sobre la orientación sexual, escribió: “homosexual”.
Un sacerdote lo llamó aparte y le dijo que si no cambiaba eso, estaría en problemas.
Le sugirió poner “heterosexual”, ante lo que él insistió, y acordaron algo intermedio.
“Aurelio tiene una orientación sexual bien definida”, terminó escribiendo.
Aurelio se ordenó a mediados de la década del 2000 y, conocido por su interés en el tema homosexual en discusiones y estudios, terminó siendo aislado.
Rompió la regla más importante del armario católico: el verdadero pecado es no esconderse, dice.
Cuando fue designado vicario (uno de los sacerdotes de un párroco) en un pequeño pueblo, pronto se dio cuenta de que su fama le había precedido.
“Sabían que era gay y muchos de ellos también lo eran. El prejuicio no era sobre mi orientación, pero pensaron que mi postura más combativa también fijaría la atención sobre ellos. Estaba siendo rechazado”.
Fue entonces cuando el padre Aurelio comenzó a beber dos o tres botellas de vino al día.
“Hoy me doy cuenta de que estaba necesitado, no solo por el deseo, sino por no tener a nadie con quien hablar”, dice.
“Bebía todos los días, me sentía inferior porque era homosexual y estaba aislado por mi bendita transparencia”.
Un día lo visitó un obispo de la región, quien había escuchado que necesitaba ayuda.
“Pero no pude abrirme a él. Lo que hice fue pedirle que me admitieran en una clínica de desintoxicación pasa salir de mi alcoholismo”.
Después de tres meses, regresó al servicio y, con la ayuda del mismo obispo, logró una transferencia al interior de Bahía: comenzó a servir en una parroquia de creyentes fervientes, dice, con orgullo.
El padre Aurelio dice que en la actualidad trabaja hasta 15 horas al día y que sabe que es por una suerte de escape.
“Lo normal es sobrecargarme de labores, creo que por miedo a la soledad”, dice.
Pero el exceso de carga de trabajo tiene otra razón de ser: “Creo que nosotros, los homosexuales, somos capaces de acoger a otros que están marginados”. Sus horas de consulta en la parroquia, dice, siempre están llenas.
Aunque no habla sobre su sexualidad en público, Aurelio es un sacerdote que se expone un poco más que otros.
En una reunión con sus superiores, por ejemplo, indicó dos aspectos a incluir en los programas de formación: la homosexualidad en el clero y el sufrimiento psíquico de los sacerdotes.
“Ninguno de ellos fue seleccionado. Decidieron ocuparse del derecho canónico”.
Sin embargo, sus intentos por que el asunto se abordara llevaron a que los buscaran, siempre de manera discreta, muchos jóvenes aspirantes a curas u otros sacerdotes, angustiados también por su orientación sexual.
Eso “demuestra un fracaso en la capacitación, porque engañan a sus mentores”.
A los jóvenes que lo buscan, les aconseja que no lo oculten.
Sin embargo, les advierte, es necesario evaluar al interlocutor.
“Cuando sé que el superior es inclusivo, lo guío a hablar sin temor. Hay otros que dicen: ‘Por favor, no se lo digas. Si lo haces, seguramente te echarán’. En esos casos le aconsejo que lo consulte con una psicóloga, por fuera”.
Los obispos y párrocos a menudo ignoran la regla general de rechazar candidatos homosexuales, dicen los investigadores de la homosexualidad en el clero.
“En la práctica, hay sentido común de parte de algunos de estos superiores, de estos obispos, que priorizan la capacidad de trabajo y la vocación fiel al rigor de la doctrina. En otras palabras, no están de acuerdo con la norma”, dico el sacerdote y teólogo Elio Gasda, profesor de la Facultad Jesuita de Filosofía y Teología (FAJE), con sede en Belo Horizonte, y quien dirige un grupo de estudios sobre la diversidad católica.
La escasez de sacerdotes y el compromiso de comportarse “con discreción” son otras razones por las cuales la regla a veces es caduca, explica el teólogo.
“Una última posibilidad, remota pero posible, es que el obispo y/o el formador del seminario también sean homo-afectivos. Por lo tanto, existe una especie de ‘dificultad moral’ de la autoridad para rechazar a los homosexuales”.
También es necesario considerar las particularidades generacionales con respecto al “armario católico”.
Según un preparador de aspirantes a curas, que se negó a ser identificado, muchos han roto el silencio, al menos dentro de los muros de los seminarios.
“En los últimos cinco años ha habido algunos cambios. Por ejemplo, presencié una entrevista en la que el joven inmediatamente dijo: ‘Soy gay y quiero ser sacerdote’. Después habló sin rodeos, sonrió y se cruzó de brazos, esperando una respuesta del superior”.
“Le hicieron una entrevista muy rigurosa, dijo que estaba dispuesto a ser célibe y la pasó. Está allí, en su segundo año de preparación”, agrega.
Para otro seminarista de Minas Gerais, que tuvo una experiencia positiva al revelar su orientación a su superior, la preocupación es qué hacer “con la fachada”.
“La reacción de mi asesor fue coordinar una conversación con un obispo al día siguiente. Fui allí, el obispo me escuchó, me agradeció por ser franco y me dijo que siguiera adelante”, dijo el estudiante de 27 años. “Y dijo que mi asesor me enseñaría ‘cómo actuar’. Comprendí que no podía tener un escándalo. La idea es ocultarlo, para no perder la fe de las damas devotas”.
Como es un asunto clandestino, existen tratos desiguales e injusticias.
Todos los entrevistados para este reportaje conocen a seminaristas que fueron expulsados por considerarlos afeminados, o por haber tenido experiencias sexuales.
Estas últimas son las llamadas “recaídas” y no justifican en si mismas la expulsión, siempre que se confiesen a un superior.
Uno de estos estudiantes que tuvo que cambiar de seminario debido a su “amaneramiento”, describe el mes de diciembre, cuando los jóvenes son reevaluados, como un momento de “caza de brujas”.
“Hace unos años, se les pidió a cinco que se fueran. Yo fui uno de ellos. El buscar a quienes consideran más afeminados, además de ser injusto, favorece la simulación, que la gente sea cerrada y homofóbica”.
Este seminarista, quien ahora tiene 29 años, no olvida cómo su preparador abordó la homosexualidad en el seminario del que fue expulsado, en Piauí.
“Solía decir que ‘los homosexuales siempre tienden a mirar las ingles de otros hombres y, por lo tanto, no se concentran y trabajan mal‘”, recuerda.
“A una semana de aquello, mientras miraba al techo, observé una viga de madera, me vi colgado de ella por el cuello. Me perturbó mucho”.
Hoy por lo general quienes ingresan al seminario en Brasil suelen tener los 18 años cumplidos.
Pero hasta la década de 1980 era común que llegaran siendo adolescentes, en plena pubertad.
Como resultado, los sacerdotes más mayores, los que ahora tienen más de 60 años, vivieron desde una edad temprana en un ambiente de represión.
El día de la entrevista con Aurelio, a mediados de noviembre, un sacerdote de unos 60 años se le acercó para hablar.
“Era uno de esos hermanos que considero ‘peligroso’, porque nunca salieron (del armario) por sí mismos y tienen muchos prejuicios. Y ese día quiso abrirse. Me pareció triste que, siendo sacerdote no encontrara a nadie para hablar de eso”, cuenta.
Los homosexuales homofóbicos, dice el sacerdote, son numerosos en la Iglesia, algo en lo que coinciden los investigadores del tema.
“Es una de las consecuencias de la represión. Quieren combatir en el otro aquello que odian de sí mismos y que cosideran un mal”.
Además del estigma de la homosexualidad en una institución que no lo tolera, los sacerdotes gays han sufrido de intentos de asociarlos con la crisis de abuso sexual en la Iglesia católica.
Y con los escándalos que, especialmente desde principios de la década de 2000, se han ido revelando con una frecuencia aterradora.
El padre Rafael dice que leyó en una revista de una comunidad católica conservadora un artículo en el que se asociaba la homosexualidad a la pedofilia.
“Quedé indignado. Soy gay, no pedófilo”.
Son varias las investigaciones que descartan la relación entre la homosexualidad y el abuso sexual de menores.
En lo que respecta a los sacerdotes, no es diferente, según el estudio más grande llevado a cabo sobre este tipo de delitos dentro de la Iglesia.
Fue publicado en 2011 por el John Jay College of Criminal Justice, un instituto de la Universidad de Nueva York, reconocido por sus cursos e investigación en el campo criminal y forense.
A pesar de toda la evidencia en contra, los investigadores dicen que hay un sector de la Iglesia a la que le conviene señalar a los sacerdotes homosexuales como abusadores.
“En parte, porque no pueden hacerse públicos para defenderse. Son una opción fácil como chivos expiatorios”, dice James Alison.
“La sociedad no conoce el caso de los sacerdotes que son célibes y sirven a sus parroquias y también a los heterosexuales”.
La cultura del silencio puede tener otra consecuencia, además del de evitar que los sacerdotes homosexuales se defiendan.
Según los investigadores, puede ayudar a encubrir crímenes de pedofilia.
“El mecanismo es el siguiente: aquellos que temen ser expuestos como homosexuales son fácilmente chantajeados por aquellos que son culpables de asuntos graves”, dice Alison.
“Como el encubrimiento es la regla del juego, no existe la posibilidad de distinguir públicamente lo que sería un comportamiento legítimo y adulto según la ley civil, incluso si es irregular en el sistema clerical, de lo que sería un comportamiento patológico y criminal”. “.
El miedo a ser expuestos es tan grande que algunos sacerdotes homosexuales, cuando fueron contactados por BBC News Brasil, sospecharon o entraron en pánico.
Un historiador, que se mostró dispuesto a colaborar para este reportaje, le propuso a un sacerdote del interior de Pernambuco ser entrevistado.
La reacción no fue buena, dice.
“Al principio se mostró perplejo, a punto de entrar en pánico. Dijo que si no fuéramos amigos, pensaría que estaba haciendo una maniobra para extorsionarlo. Y terminó la conversación pidiéndome que me callara las debilidades de los demás”.
Los investigadores señalan que la intención de ayudar a marginados como ellos mismos y la necesidad de escapar de las presiones sociales y familiares son algunas de las razones por las que hay tantos hombres homosexuales en el clero.
Según sus estimaciones, es alrededor del 10% en Brasil.
Alexandre*, un sacerdote homosexual de 43 años, recuerda la sensación de “dislocación profunda” durante su infancia y adolescencia, y la identificación con personas “excluidas”.
“Sabemos lo que se siente al ser ‘diferente’. Creo que me llevó a ser sensible, a mirar a los demás con más compasión”, dice él, que es párroco en una ciudad promedio en Ceará.
“Me crié en un lugar pobre, vi a mucha gente sufrir y quería ayudar”.
Además de esta motivación, el sacerdote dice que, a partir de la pubertad, comenzó a ver en el seminario un refugio para un deseo que no podía aceptar en sí mismo.
“Estaba sufriendo mucho, tenía un conflicto interno intenso, así que busqué lo que pensé que sería un ambiente puro, santo, saludable”, cuenta.
“En el fondo, creía que en este lugar no tendría más deseos. Pero el deseo no desapareció, por el contrario. Fue una inquietud constante que no sabía cómo tratar”.
Todos los sacerdotes católicos deben aceptar el celibato, a lo que los que hablaron para este reportaje se refieren como “vivir en castidad”.
Algunos entrevistados reconocieron que habían roto sus votos y que, cuando esto sucedió, hablaron con sus superiores y decidieron regresar a la vida célibe.
Alexandre asegura que antes de ingresar al seminario no había tenido relaciones sexuales.
“El primer año pasó, pero durante el segundo sentí curiosidad y tuve mi primera experiencia con un hombre”, cuenta.
“Entré en una profunda crisis, porque nunca había besado a otro hombre ni tenido una relación íntima. Estaba lleno de culpa y pensé que tendría que abandonar el seminario automáticamente”.
Decidió hablar con su preparador.
“Para mi sorpresa, lo recibió con beneplácito y me dijo que volvería a tener recaídas”, recuerda.
“Tenía razón y no me arrepiento de las veces en las que lo hice. Necesitaba saber cómo me sentía al respecto, incluso para poder elegir mi camino, (para decidir) seguir en la vida religiosa o no”.
Consciente del bien que le hizo hablar de lo que sentía por su superior, el padre Alexandre sugiere crear una pastoral LGBT en su región.
Que sea “un lugar donde estas personas pueden desahogarse, compartir los sufrimientos, las angustias“, dice.
Pero “será un escándalo, porque el pensamiento aquí es muy conservador”.
En las últimas décadas ha habido varias iniciativas para crear espacio en la Iglesia para los fieles LGBT.
Pero en general, ha sido suficiente combinar los términos “pastoral”, como la iglesia llama a su trabajo social en las comunidades, y “diversidad”, para provocar reacciones.
Hace 25 años un párroco de Sao Paulo fue noticia por crear en el noroccidente del estado lo que la prensa llamó una “pastoral gay”.
El profesor titular de la Pontificia Universidad Católica de Campinas, el padre José Trasferetti, logró, en 1995, lo que el padre Alexandre planea hacer en Ceará: un proyecto para acoger a los ciudadanos LGBT.
“Cerca de la parroquia había dos casas para homosexuales y travestis. Me hice amigo de ellos y comencé a visitarlos, y también comenzaron a ir a misas”, dice Trasferetti, en una conversación por correo electrónico.
Y empezó a usar el concepto de “ciudadanía homosexual”, algo de lo que entonces no se hablaba. “Se trataba simplemente de crear espacios para vivir normalmente en sociedad, sin violencia, represión e ignorancia”.
Pero la reacción fue muy fuerte: “Me presionaron para no dar entrevistas, no escribir o enseñar sobre estos temas. Un militar supo cuál era mi número de teléfono, me insultó y varias veces amenazó con matarme”.
El padre Trasferetti dirigió la pastoral durante cinco años: “Lo seguí haciendo sin miedo”.
Lo dejó de hacer en 1999, cuando cambió de parroquia.
Hoy defiende una acción más amplia en relación con el público gay, más allá de crear pastorales específicas.
“Lo que debe quedar claro es que es perfectamente posible la acción pastoral para la congregación LGBT y que encaja con la doctrina de la Iglesia”.
Aunque ve avances en relación con los movimientos LGBT fuera del entorno religioso, Trasferetti dice que la Iglesia de Brasil, como institución, ha progresado poco.
“La Iglesia católica en Brasil está muy comprometida con los problemas sociales. Sin embargo, en asuntos de moralidad sexual, la práctica y el discurso siguen siendo los mismos que en las décadas de los 1940 y 1950“.
En otros países, la Iglesia católica está promoviendo debates sobre la homosexualidad.
En Alemania, por ejemplo, la Conferencia Episcopal decidió en septiembre pasado abordar la moral sexual, el celibato y la bendición de las parejas homosexuales.
Otro ejemplo es Suiza. En 2006, el año siguiente a la publicación de la instrucción de Benedicto XVI sobre no aceptar sacerdotes homosexuales, los obispos suizos hablaron sobre el tema.
En el texto, dejaron claro que los sacerdotes y estudiantes heterosexuales y homosexuales viven en sus seminarios y diócesis y que cada uno “se respeta a sí mismo como hombres y cohermanos”.
“Decidimos vivir en castidad independientemente de nuestra orientación sexual. Por lo tanto, el centro de nuestras reflexiones sobre el acceso al sacerdocio no la ocupa la cuestión de la orientación sexual, sino la voluntad de seguir a Cristo constantemente“, dice el texto.
En Brasil, la CNBB, la entidad responsable de redactar las directrices de la Iglesia en el país, dice que no tiene planes de discutir la homosexualidad en el clero.
Por correo electrónico, el vicepresidente de la entidad y arzobispo de Porto Alegre, el obispo Jaime Spengler, reafirmó las instrucciones del Vaticano.
“El tema de la homosexualidad es grave y debe abordarse desde el comienzo del itinerario de formación de candidatos a órdenes sagradas. Es urgente un proceso adecuado de discernimiento”.
Cuando se le pregunta si los sacerdotes brasileños que quieren hablar públicamente sobre su orientación sexual tendrían el apoyo de sus superiores, Spengler dice que “si un sacerdote se encuentra con su obispo y le presenta su dificultad para mantener la castidad, el obispo tiene el deber de ayudarlo lo mejor que pueda”.
Cada sacerdote “debe poder sentirse a gusto consigo mismo”, añade.
Para algunos investigadores consultados por BBC News Mundo para este reportaje, la postura de la Iglesia en Brasil sobre la cuestión es aún más tradicionalista que la del Vaticano.
“La Santa Sede es menos conservadora porque es más consciente de la necesidad de avanzar en el tema”, dice el teólogo gay James Alison.
En una entrevista por correo electrónico, el arzobispo primado de Brasil, Dom Murilo Krieger, habló sobre como abordar la cuestión de los sacerdotes homosexuales, ya que las reglas de la Iglesia los condenan.
“Cada uno debe renunciar a sí mismo. Las luchas cambian, pero el objetivo es el mismo: buscar una madurez emocional profunda, capaz de llevar a la persona a la relación correcta con hombres y mujeres. Lo que no se puede acomodar es buscar justificaciones para vivir de acuerdo a sus propias reglas “.
Al preguntarle por qué, según los sacerdotes homosexuales, el tema está silenciado dentro de la Iglesia, Krieger defiende que haya un debate.
“No creo que este sea un tema que deba abordarse en los estudios de televisión, pero puede y debe abordarse en las reuniones de obispos, sacerdotes y seminaristas”.
Francis DeBernardo, director ejecutivo de New Ways Ministry, una entidad de Estados Unidos integrada por religiosos y que aboga por los derechos de los católicos LGBT y por la reconciliación de la Iglesia con estos, le dijo a la BBC que en ese país la cultura del silencio está en auge.
“En la comunidad en general la gente aborda los asuntos LGBT, pero entre sacerdotes gay y líderes eclesiásticos la discusión se está cerrando más”, afirma.
“La publicidad negativa que vincula el escándalo de pedofilia en la Iglesia con curas homosexuales ha hecho que estos sacerdotes tengan más miedo de revelar su orientación sexual”, añade.
DeBernardo organiza retiros anuales para sacerdotes gay, donde rezan, estudian y debaten, y por lo escuchado en las más recientes, dice que puede afirmar que la preocupación va en aumento, también en América Latina.
“Las personas con las que he conversado, vinculadas a asuntos LGBT dentro de la Iglesia de América Latina, me han dicho que la situación es parecida o peor”, asegura.
“Peor porque la discusión sobre asuntos LGBT en la región es más restringida”.
Dice que generalmente la reacción de los feligreses ante la salida del armario de un sacerdote es buena y alentadora, que suelen mostrarle su apoyo.
Por el contrario, entre las autoridades eclesiásticas la reacción es reservada, señala, en particular la del obispo de la diócesis de donde proviene el cura en cuestión. “Suele limitarse a emitir un comunicado institucional al respecto”.
Pero los líderes religiosos no toman, ni podrían tomar represalia contra estos sacerdotes, subraya DeBernardo, pues los curas gay resultan ser clérigos muy populares en sus parroquias.
Mientras la Iglesia se mantiene incólume, un joven sacerdote gay de un pequeño pueblo en el interior de Bahía decidió empezar a hablar sobre la homofobia en sus misas.
Y fue bien recibido por los fieles, asegura André*.
“Cada vez que hay un caso de prejuicio, incluyo una reflexión al respecto. Hablo de la importancia de no lastimar o discriminar a las personas LGBT. Los fieles siguen asistiendo porque es una realidad muy cercana a ellos”, dice el sacerdote, a cuyas misas llegan en promedio 500 creyentes cada domingo.
El año pasado, después de una celebración, el comentario que le hizo una mujer le sorprendió.
Le contó cómo a su hijo lo acosaron en la escuela por ser gay, y que quería agradecerle su apoyo.
“Mire, padre, mi esposo y yo lo hemos aceptado, pero tenemos mucho miedo de cómo será su vida. Así que le agradezco que en nuestra Iglesia lo respeten. Nos ayuda a entender que nuestro hijo es un regalo de Dios y que no depende de si le gusta un hombre o una mujer “, cuenta que le dijo.
La mujer lo abrazó y, antes de irse, se volvió hacia el sacerdote: “Padre, hace mucho que quería preguntárselo: usted es gay ¿no?”.
“Lo soy”, le respondió André, sorprendido.
“Bendito sea, padre. Puede contar con la gente de su iglesia”, le expresó la mujer, quien no volvió a mencionar el tema.
André tuvo una trayectoria más inusual que el de la mayoría de los aspirantes a sacerdote.
En el seminario, su preparador lo alentó a hablar sobre su sexualidad.
“Un día, mientras le contaba de mis ansiedades, me dijo lo contrario a lo que esperaba: “Creo que hablar de esto es tu misión, hablar con la Iglesia, con la sociedad, decirles que es posible ser homoafectivo y seguir con tu vocación“, recuerda el padre André, con una sonrisa en el rostro.
El joven sacerdote dice que tiene la esperanza de que la Iglesia se transformará en lo relativo a esta cuestión.
“No quiero ser un profeta gay, sino un profeta de la vida católica que acepta a todos. Creo que el cambio de la Iglesia no vendrá de arriba, sino de abajo, y creo que hay una apertura, sí. ”
El padre Rafael es menos optimista.
Hace años, como con muchos sacerdotes jóvenes, tuvo la ambición de ser obispo. Hoy, descarta esa posibilidad.
Y es que, como obispo, tendría que pronunciar un discurso represivo contra la homosexualidad.
“Siento pena por los obispos que se ven obligados a reproducir esta cultura”, dice.
“Para mí, estoy fuera del armario, pero para la Iglesia no. Tal vez no me quiera ver fuera nunca. Es un rechazo con el que tengo que vivir”, añade.
A pesar de ello, el padre Rafael no tiene la intención de abandonar el sacerdocio, una parte constitutiva de su identidad.
“Soy la prueba de la inconsistencia de la Iglesia. Soy sacerdote, soy homosexual y amo quién soy”.
*Los nombres de los sacerdotes fueron cambiados para proteger sus identidades.