A los asaltantes no les importó que mi tía Norma L. ya les había entregado su teléfono y la cartera con todo el dinero que traía.
Tampoco que no se había opuesto al robo en el restaurante en el que ella almorzaba con sus amigas, a plena luz del día en la Ciudad de México.
Los dos criminales ya se iban del lugar, pero uno de ellos se dio media vuelta y disparó.
La bala podría haber alcanzado a cualquier persona en el restaurante. O podría haber pegado en la pared.
Pero le dio a mi tía.
Le entró por la sien izquierda y se le quedó alojada en la cabeza.
Ese disparo rompió para siempre a mi familia.
Los dos criminales salieron corriendo del lugar sin saber las consecuencias. Lo que más me atormenta es que tal vez nunca les importó.
Tal vez tomaron unas cervezas con el dinero que le robaron a mi tía mientras ella se debatía entra la vida y la muerte. Y nosotros (el resto de su familia) aún no caíamos en cuenta de lo que había pasado.
Ese fue el comienzo de los días más terribles de mi vida.
Y sé que mi dolor ni siquiera se puede comparar al que sufrió mi tío Guillermo R. (su esposo), mi primo (que la considera su segunda madre), mi prima (su hija) y mi sobrino (su nieto), de apenas 6 años.
Toda la familia llegó al hospital todavía sin creer lo que había pasado.
Es difícil describir lo que sentí. Mucha tristeza y desesperación. A veces más rabia, otras impotencia. A veces todo junto. El piso sobre el que caminaba no me sostenía.
No sabíamos si iba a sobrevivir.
Recuerdo todo como si hubiera sido una pesadilla. Esos días de julio me despertaba pensando cuándo se iba a acabar eso, cuándo íbamos a volver a la “realidad”, donde nada esto había pasado.
La violencia no es un tema ajeno a nadie en México. “Le quisieron robar el coche y lo mataron”, es algo que tristemente todos hemos oído.
Pero supongo que para poder vivir aquí, tienes que activar un mecanismo de protección que te hace creer que eso no te puede pasar a ti, que no le puede pasar a tu gente querida.
Así, en mi familia, deseábamos que la violencia nunca nos golpeara a nosotros. Vivíamos con la ilusión de que nunca nos iba a pasar.
Como es “normal” en México, habíamos sufrido asaltos, se han metido a alguna casa a robar o un asalto en la calle. “Pero por fortuna fue solo lo material“, como se suele decir a modo de consuelo.
Y como “agradecimiento” a los ladrones de no haber hecho aún más daño. En México, es bien sabido que nuestras vidas están en sus manos.
También es una ilusión pensar que estás a salvo de la violencia si tú no estás metido en algún negocio turbio.
“El que nada debe, nada teme”, como todavía muchos en México dicen y piensan.
Sirve tener la ilusión que los asesinatos son solo saldos de cuenta entre criminales. Que son muy pocas las “víctimas colaterales” que estaban “en el momento y lugar equivocados”.
Así que la “gente buena” no nos pasará nada.
Pero eso es una falsa creencia.
La violencia es un monstruo con garras muy largas. Un día te atrapa y tu vida ya no vuelve a ser la misma.
Y en México el círculo se va cerrando cada vez más. Antes oías que eso le pasaba a un conocido de un conocido. Pero poco a poco se fue acercando a la gente más cercana. Y cada vez pega más cerca. Nos va asfixiando.
En teoría, la violencia se agravó en México con la guerra contra el narcotráfico que comenzó el expresidente Felipe Calderón en 2006.
Recientemente, con el arresto en Estados Unidos del que fuera su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, acusado de vínculos con el narcotráfico, crecen aún más las sospechas que siempre se han tenido: que el crimen está infiltrado en los más altos niveles.
Y no solo los grandes narcos. Con la rampante impunidad que hay en el país, sale muy barato y fácil ser criminal.
Tristemente, como dice una de las canciones de José Alfredo Jiménez que es parte de nuestra identidad: “La vida no vale nada”.
A mi tía la podían haber matado por un teléfono celular. Ni si quiera por eso. Ella lo había entregado ya a los asaltantes.
Mi tía es una mujer de 56 años que se dedicaba a su familia, a cuidar de su esposo y de su nieto y que no salía mucho de su casa. Fue en el almuerzo semanal con su grupo de amigas que unos criminales le dispararon en la cabeza.
Mi tío, quien ha compartido su vida con ella por más de 30 años, tuvo que decidir si dejarla morir o que los doctores la operaran e intentaran salvarle la vida.
El riesgo era alto. Podría haber quedado paralizada, podría haber quedado en estado vegetativo.
Pero está viva. “Solo perdió la vista”.
“Gracias a Dios”, dicen en mi familia.
Pero eso ha sido un martirio.
Es una terrible injusticia que, en un momento, su vida haya cambiado de manera tan brutal.
Que una bala le haya apagado la luz de sus dos ojos. Que la haya dejado a oscuras.
Ella siempre ha sido muy creyente y eso le ha dado fuerza para continuar. “Estoy agradecida con Dios porque me dejó vivir. Pero siento que todavía no soy consciente de la pérdida tan grande que tuve”, cuenta.
La vida le cambió por completo. Antes ella se hacía cargo de su familia y ahora es al revés.
Ni siquiera puede entrar a la cocina, que era lo que más le gustaba. Había comenzado un negocio que hacía comida para eventos.
“Lo que más me duele es que no veré crecer a mi nieto. Me encantaba ver su sonrisa. Me da mucho sentimiento cuando me pregunta ´¿Abuela, por qué ya no me ves?´. Ahora ya no me da besos como antes, siento que le da un poco de miedo”, dice.
El niño está muy impactado de verle la frente hundida, pues le tuvieron que quitar parte del cráneo para evitar que el cerebro le explotara con la inflamación tras el balazo.
Me conmovió una oración que hizo mi tío Guillermo en el hospital cuando no sabía si su esposa iba a sobrevivir.
Después de pedir por su vida, también pidió por los criminales “porque no sabemos lo que ellos han sufrido para poder llegar a hacer algo así”.
También su vida cambió por completo. “No he podido trabajar y proveer para la familia. No porque no quiera, sino porque he estado cuidándola y ahora no se puede quedar sola”.
Norma se desespera y angustia mucho de estar “a oscuras”.
9 de cada 10 homicidios en el país quedan sin castigo, según un estudio con datos oficiales de la organización Impunidad Cero.
Como en la mayoría de los casos, fue mi familia la que, con sus recursos, hizo investigaciones para intentar encontrar a los delincuentes.
Sin embargo, las autoridades nos dijeron que “no podían arrestarlos porque pertenecen a una banda muy poderosa”.
Me da mucha rabia pensar que nosotros, una familia de clase media, en la que muchos tenemos estudios, no hayamos podido conseguir que se atrape a los culpables.
Incluso fueron mis tíos quienes se tuvieron que cambiar de casa, por miedo a que los criminales les pudieran hacer algo más.
“Ellos siguen libres y yo de alguna manera estoy presa porque no puedo ver. Ahora no puedo salir de mi casa”, dice mi tía.
Dice que le gustaría que los atraparan para que no lastimen a más personas.
Así, mi dolor y rabia resuena con las tantas historias que como periodista he recabado en los dos últimos años que he cubierto México.
De esas mujeres del Estado de México que me contaron que mataron a sus hijas, de ese señor que me interceptó fuera de Palacio Nacional para que yo le dijera al presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) que le ayudara a encontrar a su hija, de Tabasco, que está desaparecida.
A las mujeres y niños de la comunidad mormona que asesinaron a sangre fría en Sonora.
No sigo porque la lista es interminable.
Somos un montón de víctimas. Este dolor es parte ya de la vida de muchos mexicanos.
36 mil 685 personas fueron asesinadas en México en 2018, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).
El año pasado fue considerado el más violento en la historia reciente del país. Aunque todavía no hay datos oficiales, según las proyecciones, en 2019 el número de víctimas podría aumentar.
Casos como el de mi tía, que sobrevivió, no están en este conteo. Pero eso no quiere decir que la familia no esté destrozada.
“No debemos centrarnos únicamente en los homicidios para medir la violencia. Según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) sabemos que el 78% de los mexicanos perciben sus entidades como lugares inseguros. Es importante mencionar que las mujeres más que los hombres”, dice Cecilia Farfán, investigadora especializada en seguridad de la Universidad de California en San Diego.
“Los ciudadanos tienen miedo de ir a un cajero automático a recoger tu salario, de viajar en trasporte público, de estar en la calle. Tienen miedo de simplemente hacer su vida”, continúa.
Además, según la encuesta ENVIPE, el 93% de las víctimas de un delito no denuncia.
“Esto se debe principalmente a que denunciar se considera una pérdida de tiempo y se desconfía de las autoridades“, apunta Farfán.
Además, una auditoría del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) y la ONU revela que los datos de delitos que aportan las fiscalías del país “adolecen de graves y múltiples fallas, desde subregistros por incompetencia del personal responsable, hasta ocultamiento y reclasificación deliberada de ilícitos como feminicidio o extorsión”.
“Son irregularidades que significan que las estadísticas de incidencia delictiva que se publican mensualmente no reflejan el tamaño real del fenómeno criminal que padece el país”, reporta Animal Político.
Entre los principales hallazgos de este estudio, que todavía no se hace público, están un “grave subregistro, en algunos estados premeditado” de asesinatos de mujeres que tienen rasgos claros de feminicidio y extorsiones que son registradas como delitos menores.
AMLO ha reconocido que la seguridad sigue siendo una “asignatura pendiente” de su gobierno.
En varias ocasiones ha dicho que es un problema que heredó de pasadas administraciones, en particular de la guerra contra el narco que fue una “patada al avispero”.
Que es un “periodo de transición” y ha pedido más tiempo para arreglar el problema.
Mi tío, como muchas víctimas que he entrevistado, reconoce que “esperaba más del gobierno“.
Como periodista nunca me imaginé estar escribiendo de mi familia como víctimas de la violencia.
Recuerdo lo que me dijo el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, cuyo padre fue asesinado por paramilitares.
Que los balazos que padecen nuestros seres amados nos hacen entender más lo que padecen los demás.
“Al compadecerte con tu familia aprendes también a padecer el sufrimiento de las otras personas. Y también por eso queremos evitar a los demás el sufrimiento que hemos sentido”.
No es que el caso de mi familia sea más doloroso ni más importante que el de los demás. No hay una comparación. Miles y miles de familias han sido trastocadas por la violencia.
A cualquiera nos pueden pegar un tiro en la cabeza. Solo por vivir en México.
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