En las tierras desoladas y casi prístinas en un extremo remoto del planeta, yacen restos humanos congelados. Y cada uno relata una historia de la relación de la humanidad con este continente inhóspito.
Aún con toda la tecnología actual, la Antártica puede ser letal para quien se aventure en ella. Las temperaturas pueden desplomarse a menos 90 grados centígrados. Y los vientos llegan a soplar a más de 320 km por hora.
Muchos de los cadáveres de científicos y exploradores que perecieron en esta tierra se encuentran en sitios tan peligrosos que no pueden ser alcanzados.
En algunos casos, los restos fueron descubiertos décadas o más de un siglo después. Y otros cadáveres en grietas profundas que tal vez jamás sean localizados.
La serie Continente Helado de la BBC relató las trágicas historias de algunas de esas víctimas, y qué revela su muerte sobre este remoto lugar.
En la Isla Livingston, una de las islas Shetland del Sur, cerca de la Península Antártica, fueron hallado el cráneo y el fémur de una joven que falleció hace más de 190 años.
Son los restos humanos más antiguos jamás hallados en la Antártica.
Los huesos fueron descubiertos en una playa en la década de 1980 e investigadores chilenos constataron que se trataba de los restos de una mujer de 21 años.
Los huesos pertenecieron a una joven indígena, procedente de una comunidad del sur de Chile a unos 1.000 km de distancia.
El análisis de los restos pemitió confirmar que la joven murió entre 1819 y 1825, por lo que habría sido una de las primeras personas en arribar al continente helado.
¿Cómo llegó esta joven a la Isla Livingston?
Las canoas tradicionales usadas por los indígenas chilenos en esa época no podían resistir un viaje de 1.000 kilómetros en mares tempestuosos.
Los investigadores chilenos pensaron en un principio que la joven actuó como guía de cazadores de focas.
Muchas embarcaciones de cazadores llegaron a la región desde el hemisferio norte, luego del descubrimiento de la Antártica por William Smith en 1819.
Pero era poco probable que una mujer acompañara una embarcación a un sitio tan lejano a inicios del siglo XIX.
Los cazadores de focas establecieron contacto con pueblos indígenas del sur de Chile, según la arqueóloga Melisa Salerno, del Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina, CONICET.
A veces intercambiaban pieles de foca con esas comunidades. Pero las relaciones entre cazadores e indígenas no eran siempre amigables.
“A veces las relaciones eran violentas”, señaló Salerno.
“Los cazadores de focas tomaban una mujer de una playa y simplemente la depositaban tiempo después en otra playa lejana“.
La ausencia de diarios de viaje de estas primeras embarcaciones hace que sea muy difícil desentrañar la historia de la joven.
Su identidad es un misterio, pero sus huesos simbolizan la pérdida de vidas en la lucha por ocupar estas tierras inhóspitas.
Robert Falcon Scott lideró el grupo de exploradores británicos que llegó al Polo Sur el 17 de enero de 1912, apenas tres semanas después de que un equipo noruego, dirigido por Roald Amundsen, emprendiera el regreso desde ese mismo lugar.
Para los cinco hombres, descubrir que no habían sido los primeros en alcanzar el Polo Sur fue devastador. Y poco después las cosas se tornarían mucho peor.
Llegar al polo se consideraba en esa época una prueba de fortaleza y Scott estaba bajo una enorme presión.
El explorador británico no solo debía enfrentar el clima extremo. También debía lidiar con las altas expectativas en Reino Unido.
“Lograr el objetivo o morir – ese es el espíritu con que Scott y sus hombres viajaron a la Antártica”, dijo en un discurso de la época Leonard Darwin, hijo de Charles Darwin y entonces presidente de la Real Sociedad Geográfica británica.
“El capitán Scott probará una vez más que la hombría de esta nación no está muerta… y que el autorespeto de todo el país se fortalece con aventuras como esta”, agregó Darwin.
Scott no era immune a estas expectativas.
“En sus diarios puede verse que Scott estaba atormentado por ansiedad y por sus dudas sobre si estaba a la altura de las circunstancias”, señaló a la BBC Max Jones, historiador de la Universidad de Manchester especializado en heroísmo y exploraciones polares.
“Creo que esos cuestionamientos tornan a Scott en una figura aún más interesante. Porque tenía defectos y debilidades”.
A pesar de sus dudas, la mentalidad de “lograr el objetivo o morir” hizo que Scott y su grupo tomaran riesgos que hoy son difíciles de comprender.
Cuando los exploradores emprendieron el retorno desde el Polo Sur, Edgar Evans fue el primero en morir, en febrero. Luego falleció Lawrence Oates, quien consideraba que su debilidad física era una carga para sus compañeros.
“Voy a salir afuera y tardaré en volver”, dijo el 17 de marzo antes de abandonar la tienda de campaña.
Tal vez Oates no se había percatado de cuan cerca estaban todos sus compañeros de la muerte.
Los cuerpos de Evans y Oates jamás fueron hallados.
Pero los restos de Scott, Edward Wilson y Henry Bowers fueron descubiertos por una expedición de búsqueda meses después de su muerte.
Los tres hombres habían fallecido el 29 de marzo de 1912, de acuerdo a una entrada en el diario del Scott.
La expedición de búsqueda simplemente cubrió los cuerpos con nieve, en el mismo lugar en que habían sido encontrados.
“No creo que ningún ser humano haya contendido con lo que nosotros hemos debido enfrentar este último mes”, escribió Scott en una de las últimas anotaciones de su diario.
El grupo sabía que estaba a solo 18 km de un depósito de alimentos, que podría haberlos salvado. Pero los exploradores pasaron días atrapados en su tienda de campaña por una feroz tormenta de nieve.
“Estaban dispuestos a arriesgar su vida en esa expedición y veían eso como algo legítimo”, señaló Jones.
“Tal vez esa actitud era parte de una visión imperialista de la masculinidad, pero no había dudas de que estaban dispuestos a morir”.
Cuatro hombres conducían un tractor de nieve Muskeg y trineos cerca de las montañas Heimefront, al este de la base científica Halley en el este de la Antártica, cerca del Mar de Weddell.
El Muskeg era un vehículo adaptado para transportar en el hielo personas y provisiones a lo largo de grandes distancias.
Tres de los hombres estaban en la cabina de tractor. El cuarto, John Ross, iba detrás en un trineo, junto a un grupo de perros esquimales que corría tras el vehículo.
El conductor del Muskeg era el científico Jeremy (Jerry) Bailey, cuya tarea era medir la profundidad del hielo detrás del tractor.
Bailey, David (Dai) Wild, un topógrafo, y John Wilson, un médico, no podían ver con claridad porque la nieve tapaba gran parte del pequeño parabrisas.
El grupo había viajado durante todo el día, turnándose entre el trineo y la cabina del tractor, más protegida y caliente.
Repentinamente los perros se detuvieron.
En medio de un gran silencio, Ross percibió que el Muskeg había desaparecido.
El Muskeg había caído unos 30 metros hasta el fondo de una grieta. La oruga del tractor estaba vertical contra una de las paredes de hielo, y contra la otra se encontraba la cabina aplastada.
Ross gritó a sus compañeros durante 20 minutos hasta que escuchó un sonido.
El diálogo fue breve, según relató después el explorador.
Ross: ¿Dai?
Bailey: Dai está muerto. Soy yo.
Ross: ¿Eres John o Jerry?
Bailey: Jerry.
Ross: ¿Cómo está John?
Bailey: Lo perdimos.
Ross: ¿Y cómo estás tú?
Bailey: Estoy hecho pedazos.
Ross: ¿Puedes moverte o atar una soga alrededor de tu cuerpo?
Bailey: Estoy hecho pedazos.
Ross intentó descender por la grieta. Bailey le advirtió que no se arriesgara, pero Ross no desistió.
De pronto Ross escuchó un alarido desde el fondo de la grieta. Y luego de ese grito, Bailey ya no respondió.
Registros de la época indican que el día de la tragedia soplaban vientos fuertes que esparcían violentamente la nieve.
La tormenta de nieve habría impedido a los hombres en la cabina ver la fina línea azul en el hielo que delataba una posible grieta.
“Imagínate que estás en esa cabina con hielo en el parabrisas y tus manos están congeladas”, dijo Rod Rhys Jones, uno de los miembros de la misma expedición que ese día había permanecido en la base.
Jones se pregunta si sus compañeros habían recibido el entrenamiento adecuado para viajar en Muskeg en las planicies heladas de la Antártica.
Los exploradores eran muy jóvenes, acababan de graduarse de la universidad y tenían poca experiencia en como lidiar con condiciones climáticas extremas.
Casi todo el tiempo de preparación había sido dedicado a aprender a operar los instrumentos científicos, no a cómo evitar accidentes.
Las muertes en la Antártica han llevado a la introducción de cambios en las prácticas de trabajo en el continente.
Aún se producen accidentes fatales, pero las condiciones son menos riesgosas.
Lo que no cambia para los familiares y amigos de las víctimas es el esfuerzo por impedir que sean olvidadas.
Fuera del Instituto de Investigación Polar Scott en Cambridge, Inglaterra, dos pilares curvos de madera de roble se inclinan hasta tocarse ligeramente en la parte superior.
Los pilares son la mitad de un monumento a los muertos en la Antártica.
El memorial fue erigido por la Fundación Británica del Monumento Antártico, establecida por Rod Rhys Jones y Brian Dorsett-Bailey, hermano de Jeremy, para honrar a todos aquellos que fallecieron en tierras antárticas.
La otra mitad del monumento es una larga pieza de acero que se inclina hacia el mar en Puerto Stanley, en las Islas Falkland o Malvinas, desde donde muchos exploradores emprenden el último tramo de su viaje a la Antártica.
Los pilares de roble enmarcan un vacío entre ellos, y en ese espacio encaja perfectamente la pieza de metal a miles de kilómetros en Puerto Stanley.
El monumento abarca dos hemisferios. Y conecta simbólicamente el hogar de muchos exploradores con el continente al que partieron por última vez.