Ali Pantony BBC Three
Muchos conocemos a alguien que es “uno en un millón”, ¿verdad? Es esa “persona muy especial”, quizás tu hija o tu sobrino, el amor de tu vida o alguien a quien admiras.
Sin embargo, hay humanos que estadísticamente son, efectivamente, uno en un millón.
Se trata de personas que han experimentado algo tan extraordinario que ni entre cientos de miles de personas encontrarían a alguien que les dijera: “Yo sé lo que sientes… a mí también me pasó”.
Beth Peterson, quien tiene 49 años y vive en Georgia, Estados Unidos, es una de ellas y compartió su extremadamente inusual historia con la BBC.
“La lluvia empapó mis botas y mi corazón brincó en mi pecho cuando un rayo partió un árbol por la mitad a solo 45 metros de mí.
No hubo advertencia, excepto las gruesas nubes negras que llenaban el cielo.
Antes de que pudiera refugiarme, un destello masivo de luz me atravesó y me arrojó 9 metros hacia atrás sobre el suelo de concreto.
Sentía que cada centímetro de mí estaba ardiendo, ardiendo con electricidad, matándome.
Y luego, todo se volvió negro.
Tenía 24 años y era soldado en Fort Benning, Georgia. Esa noche, estaba inspeccionando municiones en el punto de suministro con otro guardia.
Él intentó reanimarme, pero fueron los paramédicos quienes me resucitaron, a pesar de que el rayo —que había entrado por mis pies, atravesado mi cuerpo y salido por mi boca y cabeza— había parado los latidos de mi corazón.
Los médicos estaban asombrados de que hubiera sobrevivido cuando llegué al hospital. Para entonces, estaba semiconsciente, preguntándome si me habían disparado o si había explotado una bomba. Pasaron horas antes de que entendiera lo que había sucedido.
No podía hablar porque tenía la mandíbula rota, no podía entender lo que me decían debido a una lesión cerebral grave, y no podía caminar porque los vasos sanguíneos de mis pies estaban completamente destruidos.
Estaba agradecida por estar viva, pero mi vida había cambiado para siempre.
Tuve 12 cirugías para reconstruir mi mandíbula y los dedos de mis pies fueron amputados.
Lentamente, aprendí a leer, escribir, hablar y caminar, usando muletas al principio, luego, cuando estuve más fuerte, los músculos centrales en mi estómago para mantener el equilibrio.
Me sentía impotente, pero con cada signo de recuperación —recitar el alfabeto, completar operaciones matemáticas básicas— renacía la esperanza.
Además de la rehabilitación física, me diagnosticaron un trastorno de estrés postraumático y tuve que ver a un psicólogo.
Exactamente un año después del día en que me cayó el rayo, estaba en casa porque todavía no podía trabajar.
Se avecinaba una tormenta y mi psicólogo me había alentado a enfrentar mis temores y no esconderme cuando el clima me resultaba atemorizante. Entonces, me armé de coraje y salí a nuestro porche.
De repente… lo sentí.
Ese mismo destello de luz, ese mismo ardor agonizante. Me arrojó dentro de la casa, donde mi novio David corrió a mi lado. Antes de perder el conocimiento, estaba segura de que iba a morir.
Los rayos son responsables de más de 4.000 muertes en el mundo cada año y, aparentemente, las probabilidades de ser alcanzado por un rayo en EE.UU. es de 1 en 700.000 (en Reino Unido es 1 en 10 millones). Pero no tengo idea de cuáles serán las posibilidades de que te caiga un rayo en dos ocasiones y en el mismo día con un año de diferencia… hasta donde sé, esas estadísticas no existen.
El segundo rayo no me hirió físicamente tanto como el primero, pero como todavía estaba en recuperación, los médicos no podían calcular el alcance del daño.
Mis días se convirtieron en un flujo constante de citas en el hospital, repitiendo mi rehabilitación.
Vivía con miedo, obsesionada con las nubes, la lluvia y los relámpagos, escudriñando constantemente el cielo.
Cuatro meses después del segundo rayo, había recuperado la fuerza suficiente como para caminar usando un bastón, y David y yo decidimos casarnos. El año siguiente tuvimos un hijo, Casey. Después de cada cirugía, cada sesión de rehabilitación, ellos fueron la fuente de alegría que me ayudó a superar todo.
Han pasado 25 años y sigo sintiendo dolor.
Puede sonar extraño, pero quienes hayan pasado por una amputación lo entenderán: el dolor realmente nunca se va, solo aprendes a vivir con él.
Pero en lugar de centrarme en las cosas malas, doy charlas para otros pacientes de trastorno de estrés postraumático y dolor crónico.
En 2013, escribí un libro sobre cómo aprovechar el dolor para hacerte más fuerte.
Los rayos pueden haber cambiado mi vida irreparablemente, pero también le dieron un propósito a mi vida: ayudar a otros“.
*La historia de Beth Petterson hace parte de este artículo que puedes encontrar en el sitio de BBC Three: How it feels to be hit by lightning (and other 1 in a million chances)