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Opinión: Soy un soldado ucraniano y ya acepté mi muerte
Así debe ser para quienes toman el camino de la guerra. Un duro testimonio desde la primera línea de la batalla
Un entierro masivo en Bucha, Ucrania, este mes. (Lynsey Addario para The New York Times).
Hace poco, una de las compañías de nuestro batallón regresó de una misión en el este de Ucrania. Cuando vimos a nuestros camaradas un mes antes, estaban sonrientes y alegres. Ahora ni siquiera se hablan, nunca se quitan los chalecos antibalas y no sonríen para nada. Sus ojos están vacíos y oscuros como pozos secos. Estos combatientes perdieron un tercio de su personal, y uno de ellos dijo que preferiría estar muerto porque ahora tiene miedo de vivir.
Yo solía pensar que había visto suficientes muertes en mi vida. Serví en el frente en la región del Dombás durante casi un año en 2015-16 y fui testigo de numerosas tragedias. Pero en esos días la escala de pérdidas era completamente distinta, al menos donde yo estaba. Cada muerte se registraba de manera cuidadosa, se realizaban investigaciones, sabíamos la mayoría de los nombres de los soldados asesinados y sus retratos se publicaban en redes sociales.
Esta es otra clase de guerra, y las pérdidas son catastróficas, sin exagerar. Ya no sabemos los nombres de todos los muertos: hay decenas de ellos todos los días. Los ucranianos lloran de manera constante las vidas perdidas; hay filas de ataúdes cerrados en las plazas centrales de ciudades relativamente tranquilas de todo el país. Los ataúdes cerrados son la terrible realidad de esta guerra cruel, sangrienta y al parecer interminable.
Yo también tengo mis muertos. En el transcurso del conflicto, me he enterado de la muerte de varios amigos y conocidos, gente con la que había trabajado o personas a las que nunca había conocido en persona, pero con las que mantenía amistad en redes sociales. No todas estas personas eran soldados profesionales, pero muchas no pudieron evitar tomar las armas cuando Rusia invadió Ucrania.
Leo obituarios en Facebook todos los días. Veo nombres conocidos y pienso que esas personas deberían seguir escribiendo informes y libros, trabajando en institutos científicos, tratando animales, enseñando a estudiantes, criando niños, horneando pan y vendiendo aires acondicionados. En cambio, van al frente, resultan heridos, desarrollan un grave trastorno de estrés postraumático y mueren.
Uno de los más grandes golpes recientes para mí fue la muerte del periodista Oleksandr Makhov. Ya tenía cierta experiencia militar y, conociendo la intrepidez y el coraje de Oleksandr, lo seguía atento en internet. Solía visitar su página de Facebook y me alegraba de ver nuevas publicaciones: demostraban que estaba vivo. Me concentraba en su vida como si fuera un faro en un mar tormentoso. Pero luego mataron a Oleksandr y todo se vino abajo. Una a una, recibí las noticias sobre la muerte de aquellos que conocía.
Me prohibí creer que yo y las personas que amo o conozco sobreviviremos. Es difícil existir en este estado, pero aceptar la posibilidad de la muerte propia es necesario para todo soldado. Empecé a pensar en eso en 2014 cuando, aún sin tener un arma en mis manos, ya intuía que algún día sería capaz de manejar una, y así fue. En los diez meses que pasé en el frente cerca de Popasna, en la región de Lugansk, pensé a menudo en la muerte. Podía sentir sus pasos silenciosos y su respiración tranquila a mi lado. Pero algo me dijo que no, esta vez no.
Ahora, ¿quién sabe? En la actualidad, estoy apostado en la frontera norte, donde patrullo parte de la zona de exclusión de Chernóbil. Es más seguro aquí que en el este o el sur, aunque la proximidad del líder autocrático bielorruso tiene un costo psicológico. La tarea de nuestra unidad es evitar que se repitan los eventos de marzo, cuando la parte norte de la región de Kiev fue ocupada y el enemigo bombardeó con artillería las afueras de la capital.
Estoy listo para entrar en cualquier punto de conflicto. No hay miedo. No está el horror silencioso que percibía al principio, cuando mi esposa y mi hijo estaban escondidos en el pasillo de nuestro departamento de Kiev tratando de calmarse de alguna manera o incluso quedarse dormidos en medio del insoportable aullido de las alarmas antiaéreas y las explosiones. Hay tristeza, por supuesto: más que nada en el mundo, solo quiero estar con mi esposa, que todavía está en Kiev con mi hijo. Quiero vivir con ellos, no morir en algún lugar del frente. Pero he aceptado la posibilidad de mi muerte como un hecho casi consumado. Cruzar este Rubicón me ha tranquilizado, me ha hecho más valiente, más fuerte, más equilibrado. Así debe ser para quienes, conscientes, toman el camino de la guerra.
La muerte de civiles, sobre todo niños, es un asunto totalmente diferente. Y no, no quiero decir que la vida de un civil sea más valiosa que la vida de un militar. Pero es un poco más difícil estar preparado para la muerte de una ucraniana común que estaba haciendo su vida y de repente fue asesinada por la ruleta rusa. También es imposible estar preparado para torturas brutales, fosas comunes, niños mutilados, cadáveres enterrados en los patios de edificios de departamentos y ataques con misiles en áreas residenciales, teatros, museos, guarderías y hospitales.
¿Cómo prepararse para pensar que la madre de dos niños que se escondió con ellos en un sótano durante un mes poco a poco falleció ante sus ojos? ¿Cómo aceptar la muerte de una niña de 6 años que murió deshidratada bajo las ruinas de su casa? ¿Cómo debemos reaccionar ante el hecho de que algunas personas en el país, como en la ciudad ocupada de Mariúpol, se ven obligadas a comer palomas y beber agua de charcos bajo el riesgo de contraer cólera?
Citando a Kurt Vonnegut, aunque las guerras no siguieran llegando como los glaciares, seguiría existiendo la muerte, simple y llana. Pero los encuentros con la muerte pueden ser muy diferentes. Queremos creer que nosotros y nuestros seres queridos, la gente moderna del siglo XXI, ya no tenemos que morir por las torturas bárbaras medievales, las epidemias o la detención en campos de concentración. Eso es parte de la razón por la que estamos luchando, el derecho no solo a una vida digna, sino también a una muerte digna.
Nosotros, el pueblo de Ucrania, deseémonos una buena muerte, en nuestras propias camas, por ejemplo, cuando llegue el momento. Y no cuando un misil ruso impacte nuestra casa al amanecer.
Artem Chekh es soldado, escritor y autor del libro “Absolute Zero”.