RINCÓN DE PETUL
El tamal, con o sin limón. Una discusión fútil en Twitter
Habrá sido en mi juventud que comencé a notar lo peculiares que eran los tamales que se hacen en casa para la Navidad. Aunque la diferencia más evidente es su maza de arroz, y no de maíz, esa particularidad viene siendo tan solo un preludio. Adentro, un tanto más sofisticado, el tamal se hace diferente a los demás; a otros que se consiguen más comúnmente en la capital. Y es que sucede que, mientras avanzan los tenedorazos, se va encontrando uno con una serie de ingredientes que pueden resultar, para algunos, inesperados. Sorpresas que otros tamales jamás osarían tener. Adentro de la masa, que ya de por sí supone un gran cambio a aquella más esparcida de maíz, saltan, una a una, aceitunas y alcaparras; pasas y ciruelas. Pimientos, almendras y tres trozos de carnes: de cerdo, de res y tocino. Sin duda, una versión, digamos, más espigada.
' Un país particular. Su modesto tamaño contrasta con la enorme extensión de su diversidad.
Pedro Pablo Solares
Desde entonces, entendíamos en casa que esa receta era de mi abuela. Tanto, que no dudo que en familia les habremos identificado simplemente como “los tamales de la abuelita”. Hoy, sin embargo, me ha surgido una curiosidad que va más allá. Digamos ¿me habré preguntado algún día sobre el origen de su receta? O ¿habré acaso pensado que era su creación personal? Hoy, me atrevo a pensar que si mucho habré llegado a conectar su versión con una tradición que la abuela habría extraído de su extensa familia Calderón, que provino de Huehuetenango, a principios del siglo pasado. En todo caso, dudo que mi imaginación haya trascendido a lo familiar. Pero gran sorpresa habré llevado cuando más tarde, mi contacto con emigrados de ese departamento occidental en EE. UU., y particularmente en Florida, me reveló algo que hasta entonces desconocía.
En más de una oportunidad mencioné que a ese país nuestro lo llegué a conocer más en tierra extranjera. No solo su geografía o demografía, sino, como en este caso, a sus culturas o, incluso, tradiciones culinarias. Hablando en alguna ocasión con la querida amiga Lilian Cruz, hija del pionero de la migración q’anjob’al hacia Estados Unidos, Andrés Cruz, me compartió cómo esos tamales de los que yo hablaba con cierta exclusividad eran los que ella identificaba como los propios de las festividades en su departamento; tanto para navidad, como para otras ocasiones especiales. Tracé, entonces, líneas conectando los datos conocidos. Así entendí a esa cocina de la abuela, menos desde la singularidad, y más como una extensión a sus raíces. Menos como algo peculiar, y más como parte de un legado huehueteco que llevamos en la familia materna.
En las redes sociales se arman discusiones colectivas. Y en Twitter, una que toma tendencia en el fin de año plantea —quizás como juego— si al tamal se le permite echar limón, o si esto supondría sacrilegio contra un plato estimado como sagrado. La gente se monta a la discusión con cierta jocosidad. Pero van surgiendo expresiones de superioridad que, peor aún, desdeñan aquello que es distinto. Este país es particular, y su modesto tamaño contrasta con la enorme extensión de su diversidad. Por ello, más allá de cuánto limón puede ser “aceptado”, esta ocasión puede ser ventana para admirar esas diferencias propias de este conjunto de naciones. Uno que, desde tierras de Occidente y desde mi familia, grita que sí: que el tamal puede ser de arroz; y llevar adentro aceitunas y ciruelas. Todas esas cosas propias de la identidad de cada pueblo.