EDITORIAL
Intolerancias socavan las democracias
Quizá era una extraña premonición o un discurso conveniente que resulta desmentido a la luz de los hechos: el 1 de enero de 2019, el entonces flamante nuevo presidente brasileño Jair Bolsonaro prometía eufórico, en su discurso de toma de posesión, en el Congreso de esa nación, “proteger la democracia” y liberar a su país “de la irresponsabilidad ideológica”. Cuatro años después, derrotado en las urnas por decisión ciudadana, al intentar ser reelegido, se resistió a reconocer los resultados, y aunque emprendió la transición, mantuvo sus reclamos contra las autoridades electorales y arengas a seguidores extremos.
De manera curiosa, esa fue la misma actitud asumida por el ahora expresidente de EE. UU. Donald Trump, cuya reelección también se vio impedida por decisión ciudadana. Hace dos años, el 6 de enero de 2021, se produjo la inusitada y violenta invasión al Capitolio por parte de seguidores trumpistas, en buena medida acicateados por los discursos del mandatario. Al menos 220 personas se han declarado culpables de varios cargos por aquellos incidentes y uno de los instigadores, Guy Reffitt, quien enfrentó juicio, fue hallado culpable en marzo de 2022. Todavía hay otros procesos pendientes. En diciembre último, una comisión legislativa de investigación concluyó que Trump también debe enfrentar cargos judiciales, incluyendo el de posible insurrección, por los violentos sucesos desencadenados por sus discursos postelectorales.
Como una especie de eco intolerante, en la capital brasileña miles de seguidores del expresidente Bolsonaro invadieron y vandalizaron, el domingo último, los edificios del Congreso y el Tribunal Electoral. Este hecho, tan similar en tantos aspectos a lo acontecido en Washington, ha sido catalogado como un asalto a la democracia.
Bolsonaro salió de su país el 30 de diciembre, dos días antes del cambio de mando, como un tácito rechazo a los resultados. No estuvo presente en la toma de posesión de su sucesor. Exhibió su inmadurez e intolerancia en su último discurso público, en el cual lloró en cámara y dijo frases como: “No debemos tirar la toalla”… “A partir de ahora, toda manifestación es bienvenida”… “Se perdió la batalla pero no la guerra”.
En Nochebuena se descubrió el plan terrorista para hacer estallar un camión de combustible en el aeropuerto de Brasilia: un seguidor bolsonarista fue detenido. Había estado en el campamento de protesta que exigía al Ejército un golpe de Estado y así pretendía azuzarlo. Bolsonaro, aún presidente, fue tibio para deplorar tal hecho. Apenas dijo que “nada justifica” un intento así, pero a la vez llamó “patriotas” a los seguidores acampados frente al Cuartel del Ejército, los mismos que una semana después asaltaron edificios de gobierno en Brasilia.
La politiquería es similar en todas partes: sonríe cuando sus ofrecimientos desproporcionados le ganan votos, pero se irrita cuando la propia ciudadanía la rechaza en las urnas. No se cuestionan a sí mismos, sino que culpan a otros de los resultados de sus propios incumplimientos. Alaban la democracia cuando les favorece, pero atacan la institucionalidad cuando el voto es un revés. Se proclaman líderes, pero se lavan las manos cuando sus seguidores cometen tropelías: arguyen no haber exhortado a nada o no tener influencia, así como alegan Trump y Bolsonaro, o así como ocurrió en Guatemala en julio de 2003, cuando el hoy fallecido general Efraín Ríos Montt anunció, tras no haber sido inscrito como candidato presidencial, que “con mucha pena” el partido FRG temía que se “salieran de control las acciones de algunos simpatizantes”: el Jueves Negro.