Las lenguas románicas, o romances, derivadas del latín son el portugués (galaico-portugués), español, catalán, italiano, sardo (de Cerdeña), francés (de la lengua de Oil), provenzal (de la lengua de Oc), romanche, o reto-romano (hablado en ciertas regiones de Suiza) y rumano. Ahora hay estudiosos que incluyen el ladino (similar al español antiguo) hablado por los sefardíes, expulsados de Sefarad (España), en 1492 por los Reyes Católicos, poco después de que estos vencieran a Boabdil, el último rey moro de Granada (de la dinastía nazarí).
Para ser doctor en Filología Románica se necesitan muchos estudios, y Francisco, ya licenciado en Letras, obtuvo ese título en una universidad de España. Tras lograrlo regresó a Guatemala a compartir sus conocimientos con sus estudiantes que lo recuerdan con gran cariño. Nunca fui su alumna en la cátedra universitaria (estudié con el inolvidable doctor Salvador Aguado en la UFM), lo conocí en la Academia Guatemalteca de la Lengua Española, de la que mi padre, Tácito Molina Martínez, era miembro y desde entonces simpatizamos. Confieso que me colaba a ese recinto del bien hablar siempre que podía, a los actos especiales o de ingreso de nuevos académicos.
En uno de sus textos encontré cómo reconocer con una fórmula sencilla la diferencia entre el dequeísmo y el queísmo (conmutando por “eso” y “de eso”). No pocas veces la expliqué en clases y la cité en mis columnas con sus ejemplos tan claros y fáciles de comprender. Hubo una ocasión en que me platicó sobre el origen de una leyenda que relataron dos famosos escritores, uno peruano y otro guatemalteco, y nunca llegamos a un acuerdo. Él creía que uno había copiado al otro; yo, que la leyenda era conocida en ambos países. Solía felicitarme a menudo por mis columnas de gramática y yo se lo agradecía sobremanera, porque quien me hablaba era una autoridad en la materia.
Ahora se ha ido, y deja un gran legado, tanto en literatura como en lingüística.
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