EDITORIAL

Ortega se socava al echar a compatriotas

La miseria ética y legal del dictador Daniel Ortega y su conviviente, Rosario Murillo, alcanzó una nueva sima al expulsar del territorio físico nicaragüense a 222 de sus compatriotas, presos políticos, a quienes no les quedó más remedio que liberar, ante la improcedencia de sendos fallos condenatorios. El precario estado de salud de varios de estos presos de conciencia amenazaba con detonar un mayor escándalo humanitario, sobre todo en caso de que fallecieran.

Entre los liberados se encuentra la excandidata presidencial Cristiana Chamorro, a quien la dictadura impidió participar en los comicios de 2021; también los periodistas Pedro Joaquín Chamorro y Juan Lorenzo Holmann, exdirector del diario La Prensa, fuertes críticos de abusos estatales. Los condenaron por “traición a la patria” y otros cargos, en procesos amañados con ayuda de fiscales rastreros, jueces serviles y sin legítima defensa. De lo único que podía acusárseles era de denunciar la corrupción, demandar el regreso a la democracia y exigir el respeto de garantías ciudadanas pisoteadas por la caterva sandinista.

Muchos fueron los llamados de gobiernos, organizaciones internacionales y también de nicaragüenses en el exilio para la excarcelación de reos políticos. Pero Ortega teme tanto a los mártires como a las voces disidentes que exigen libertad y cuentadancia. Los sacó exiliados en EE. UU. Pero ideó un truco legal para, según él, escapar del fantasma opositor: los declaró “apátridas”, mediante un cambio constitucional elaborado por un Congreso plegado a sus vesanias. Se demuestra una vez más la máxima de Lord Acton (1834-1902): “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

La constitución nicaragüense sentencia que ningún ciudadano de ese país puede ser despojado de su nacionalidad. El casuístico cambio fue incluir una cláusula para arrebatar este derecho, algo inaceptable en el ordenamiento jurídico internacional. Tal sandez debe acarrear severas sanciones y unánime condena, comenzando por los países del Istmo. A menos que avalen tan desfasadas maniobras.

Los tiranos construyen laberintos leguleyos para encerrar sus minotáuricos miedos a enfrentar la justicia —terrena y también divina—. Grupos intolerantes y hasta sus mismos cómplices cavan sus propias trampas: entre los nicaragüenses expulsados se cuentan exlíderes sandinistas que muy tarde quisieron frenar la satrapía que ayudaron a erigir. La realidad supera la ficción. Por ello no es exagerada la tragedia griega Antígona —siglo V antes de Cristo—, en la cual el gobernante Creonte prohíbe enterrar el cuerpo del príncipe Polinices, muerto en batalla, tras declararlo traidor. Su hermana Antígona se opone a cumplir tan abyecta orden y lo sepulta, por lo cual es sentenciada a morir. Creonte, igual, cae a manos de otro heredero al reino, un ciclo que se ha repetido de muchas maneras en la historia porque los desvaríos egolátricos siempre llevan a la ruina. Lamentablemente no solo pagan los opresores, sino también sus sociedades, a través de pobreza y subdesarrollo.

Los exiliados por el sistema ortegamurillista son y seguirán siendo nicaragüenses. Desde fuera elevarán su palabra y denuncia para liberar a su pueblo, así como lo seguirán haciendo presos como monseñor Rolando Álvarez, obispo de Matagalpa, aborrecido por el régimen y quien decidió quedarse en la prisión para acompañar a otros compañeros hasta que Nicaragua vuelva a ver la luz de la libertad. Y la verá.

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