EDITORIAL
Un reconocimiento que compromete
La decisión de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) de incluir como patrimonio cultural intangible de la humanidad las expresiones culturales, artísticas, místicas, musicales y gastronómicas de la Semana Santa guatemalteca es honrosa, ya que reconoce el valor inmarcesible de un conjunto de inseparable fervor, colorido, creatividad y autenticidad verdaderamente único en el mundo.
Monumentales andas procesionales para exponer imágenes barrocas y neoclásicas de pasión, dedicada artesanía efímera de alfombras de aserrín, miríadas de devotos cargadores vestidos de cucuruchos, romanos o palestinos; cientos de marchas fúnebres que acompasadamente inspiran la contrición y una interminable variedad de altarería inspirada en el sufrimiento de Cristo, su muerte y resurrección constituyen indicadores culturales dignos de ser exaltados.
Ampliamente estudiada por antropólogos, arqueólogos e historiadores ha sido esta fusión de culturas con la fe católica y las tradiciones españolas traídas al territorio mesoamericano en el siglo XVI. Aunque existen cortejos procesionales en otros países de Hispanoamérica, en ninguno han alcanzado la dimensión, la masividad e incluso la espectacularidad de los guatemaltecos, sobre todo los efectuados en la capital, Antigua Guatemala y Quetzaltenango. Se trata de una práctica cíclica heredada especialmente, por ejemplo y tradición familiar, y alimentada por la liturgia y mensaje pastoral que desafía las épocas pero que absorbe las vanguardias en cuanto a los recursos utilizados para su realización. Es así como la tecnología misma ha pasado a formar parte de las procesiones, ya sea en su logística, iluminación, cálculo de recorridos o integración de los turnos de cargadores.
Es importante reconocer el valor del nombramiento otorgado por la Unesco, pero a la vez resaltar que las expresiones de fe en Cuaresma y Semana Santa siempre irán más allá de una simple actividad cultural. Por encima de las andas, de las bandas y las filas de cargadores levita un trasfondo de fe que la ONU, por su propia constitución laica, no alcanza a reconocer o valorar.
Que el dramatismo no llame a error: sin un auténtico sentido de conversión, sin una manifestación concreta de amor al prójimo que padece hambre, sed, desahucio o pobreza, cualquier declaratoria religiosa pierde sentido. La devoción externa es importante, fundamental y loable, pero mucho más lo es concretar tales valores en acciones de auxilio a quien lo necesita.
Por eso mismo, las devociones de Semana Santa no pertenecen a nadie ni es válido que alguien presuma de haber logrado un reconocimiento que no necesitaba, menos un gobierno plagado de tantas indiferencias hacia la educación, la salud pública y la seguridad ciudadana. Por eso mismo es lógica y necesaria la separación de Estado y fe: primero porque no solo existen habitantes católicos, sino también de otras denominaciones cristianas, algunas de las cuales critican de manera abierta la devoción a las imágenes; segundo, porque no es correcto tratar de obtener rédito político o egolátrico de un asunto que ha dependido, depende y dependerá del corazón de cada creyente.
La Semana Santa guatemalteca se fundamenta y se justifica mediante un triduo pascual a cuyas ceremonias de precepto no asisten muchos devotos y sin cuyo significado carece de fundamento. Alegra el reconocimiento, sí, pero la verdadera renovación de esta tradición se da cuando se plasma en acciones cotidianas de amor a los demás. La fe, sin obras —como dice San Pablo—, está muerta.