EDITORIAL
Vandalismo nunca ha sido ni será justificable
Cualquier expresión o reivindicación social, económica, política o humanitaria pierde fuerza, fundamento y atención cuando algunos manifestantes deciden recurrir a excesos y se enfrascan en actos vandálicos. No hay excusa ni justificación para tal contrasentido porque el derecho propio termina donde comienzan los de la integridad de otras personas y de los bienes ajenos.
El Día Internacional de la Mujer es una ocasión relevante para denunciar los rezagos de la equidad en la educación, la calidad de la salud, la inclusión laboral y las brechas de desarrollo para miles de madres, adolescentes y niñas de zonas rurales o postergadas. En Guatemala existen abundantes y lamentables ejemplos de disparidades y abusos. Nada de ello se soluciona cuando unas cuantas manifestantes enardecidas la emprenden contra la propiedad privada, hacen pintas en iglesias o negocios y destruyen vidrieras o rótulos. Con esta actitud irrespetan a otras mujeres que trabajan en dichos establecimientos o que oran en los templos ejerciendo la libertad de credos establecida en la Carta Magna.
En ciertos casos, algunos organizadores de manifestaciones intentan desligarse de estos actos deplorables, pero no los descalifican ni presentan a los responsables a las autoridades. En otros arguyen falacias como que se da más importancia a unos muros que al sufrimiento de niñas y mujeres, cuando en realidad ambas realidades son independientes. Por desgracia, esta es la tóxica teoría y práctica anárquica enarbolada por nihilistas perdidos en la inconsecuencia y el anonimato. Cabe destacar que ninguna de estas “manifestantes” muestra su rostro cuando dañan lo que no les ha costado ni les pertenece.
Es llamativa la inacción de las autoridades policiales que deberían saber diferenciar entre una manifestación pacífica y un gamberrismo equiparable a los desmanes de las pandillas. Porque estos grupos criminales también pintarrajean territorios y ello no les otorga validez. Lo mismo cabe decir de las gavillas que reclaman indemnizaciones, legalizaciones o pactos colectivos con bloqueos viales que afectan a otros ciudadanos.
En países como España, Argentina o Chile estos extremismos, que en teoría piden tolerancia, exhiben tanta intransigencia que llegan a convertirse en hordas iconoclastas a las que no les preocupa la integridad física de personas ajenas a sus demandas. Destruyen monumentos, templos religiosos y propiedad pública en nombre de “valores” que hace mucho extraviaron en el camino.
Libertad de expresión, de petición, de manifestación pública y de acción constituyen garantías consagradas en la Constitución para todos los ciudadanos, porque invocan el respeto a las opiniones distintas. La libertad de acción es poder hacer todo aquello que la ley no prohíbe. Gritar, elaborar pancartas y mantas, distribuir pronunciamientos en apoyo a los grupos marginados o corear críticas contra la mediocridad de diputados o funcionarios son derechos amparados por la ley, pero de ahí a pasar al vandalismo solo fortalece las posturas recalcitrantes de represión. En el fondo de los extremismos, de uno u otro lado, subyace la falta de formación intelectual y de propuesta coherente para transformar las realidades. La ira es pésima consejera y el odio, una ruta al abismo, sobre todo si lo que se exige es el cese de toda violencia física, psicológica, verbal y económica contra personas vulnerables.