Predecesoras de los afeites (cosméticos) modernos fueron las pinturas obtenidas de burdos materiales con que se embadurnaban el cuerpo para celebrar cultos primitivos a la diosa madre y antes de ir a la guerra. Se engalanaban con guilindujes (localismo nuestro por perendengue, perifollo) v.gr., colmillos y huesos de los animales que cazaban, semillas de los árboles a los que trepaban, conchas de moluscos encontradas a la orilla del mar.
Ensartados en hilos hechos con ramas delgadas de bejucos y bigotes y cerdas de sus presas trenzados rústicamente, esos abalorios les colgaban del cuello o en pendientes de la orejas e incluso del tabique de la nariz y de los labios, y las ajorcas les aprisionaban muñecas, brazos y tobillos. También lucían penachos de plumas, guirnaldas y coronas primitivas elaboradas con flores, frutas y hojas, predecesoras estas últimas de las de laurel de los triunfadores y las de pámpano de los seguidores de Dionisos (Baco). Y mientras más poderoso fuera el jefe del clan, y después de la tribu, más adornos llevaba. —Parece que los mareros, con todo el cuerpo tatuado, pertenecieran a esa época—.
El hombre dejó testimonios de su existencia en pinturas rupestres y prístinas esculturas (prístino es primitivo, no diáfano ni puro), “domesticó” el fuego y fabricó armas, primero de piedra y luego de metales. Las vestiduras, de pieles de animales y después de rústicas telas, formaron parte de las culturas que surgieron y con el transcurrir del tiempo evolucionaron hasta ser lujosas prendas de famosos diseñadores, objeto, igual que las joyas, del más inmoderado consumismo.
Pero ¡oh ironía!, tras usar tantos metros de tela en un solo vestido, volvemos a los tiempos de la hoja de parra —coquetería y no pudicia— en las tangas, los hilos dentales y los “monoquinis” que hacen las delicias de los mirones en las playas durante la Semana Santa.
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