EDITORIAL
Pueblo de Israel rechaza despropósitos de poder
El deterioro de la política, en su más noble acepción, siempre llega a causa de distorsiones inducidas por personajes que buscan su propio beneficio, asegurar impunidad o ignorar manifiestos conflictos de interés. Así también, los partidarios o condonadores de dichas extralimitaciones guardan un conveniente silencio ante los despropósitos. A la ciudadanía consciente solo le queda expresar su descontento ante los dislates de quienes intentan acumular poder y potestades.
Por eso mismo es llamativo que algunos grupos locales, por lo general proclives y atentos a colocar a Israel como referencia, dada su historia y ascendiente, guarden silencio sobre los sucesos recientes en ese país: los ciudadanos, en especial los jóvenes, repudiaron con vehemencia por las calles el intento del presidente Benjamin Netanyahu de alterar el balance de poderes del Estado. En un país con un régimen parlamentario, el primer ministro quería dar a los congresistas la potestad de eliminar sentencias judiciales y, por si fuera poco, dejar en manos de políticos la elección de los magistrados.
Una nación desarrollada como la israelí, potencia tecnológica, militar y científica, no podía darse el lujo de perder el equilibrio institucional y trocarlo por un modelo tan absurdo, expuesto a tráfico de influencias e intercambio de favores ilícitos. La mejor evidencia de que lo pretendido por Netanyahu es un despropósito colosal tiene un ejemplo claro en Guatemala, donde los diputados arman tratos a escondidas con los aspirantes a magistrados o con los que quieren releegirse, y dejan pasar los meses y los años si no les da la gana o si no les conviene elegir cortes. A eso se estaba exponiendo al pueblo israelí.
Es necesario recordar que Netanyahu fue acusado por la fiscalía, en el 2019, de los supuestos delitos de soborno, fraude y abuso de confianza. El funcionario habría recibido regalos de un empresario a cambio de favores, cobrado coimas para beneficiar a una empresa de telecomunicaciones e impulsado legislación que favorecía a un medio de comunicación afín, para que las coberturas sobre su gobierno fueran complacientes. De manera tácita admitió lo de los obsequios, consistentes en champán y cigarros, al decir que no era nada ilegal y que provenían de un amigo; sin embargo, al parecer no recaló en las implicaciones éticas.
Más allá de si es condenado o no, el caso sigue abierto y, por lo tanto, impulsar reformas que restan autonomía al poder judicial constituye un notorio conflicto de interés, por no decir que deja entrever un posible intento de buscar impunidad. Es tal la desesperación de ciertos líderes que no toleran la menor oposición a sus designios. Es ahí cuando pierden los papeles y es la institucionalidad, fundada en la soberanía del pueblo, la que debe regresarlos a la realidad. Apenas el domingo último, Netanyahu destituyó a su ministro de Defensa, Yoav Gallant, por haber sugerido que pusiera en pausa la iniciativa de ley. No obstante, fue la elocuente oposición política israelí y las exigencias ciudadanas las que colocaron contra las cuerdas al primer ministro.
Por su parte, Estados Unidos expresó su preocupación por la institucionalidad israelí, a lo cual Netanyahu respondió con la clásica invocación falaz del nacionalismo y la soberanía, dos conceptos que se quedan desprovistos de sentido cuando sirven de cascarón para propósitos oscuros y conveniencias personales.