EDITORIAL
Todos pagamos por los bosques quemados
Lamentable, recurrente y muy sospechosa tragedia constituye la racha anual de incendios forestales en Guatemala. Ciertos casos podrían explicarse debido a una combinación espontánea de factores asociados a la sequía de la época entre febrero y abril, pero la inmensa mayoría de fuegos se deben a negligencias y dolos. Las primeras abarcan las rozas mal efectuadas, fogatas sin extinguir, colillas de cigarro o combustión de botaderos ilegales de basura; pero también hay acciones maliciosas como tratar de forzar el cambio de uso de suelos forestales para convertirlos en potreros o campos de cultivo, así como la apertura de pistas clandestinas para aterrizaje de narcoaviones.
A la larga, en todos los casos hay un perjuicio general porque la masa boscosa del país se sigue perdiendo aceleradamente, sobre todo en áreas “protegidas”, cuya conservación tiene cuantioso valor ecoturístico y ambiental para la mayoría, mas no para mafias organizadas. Por ello llama poderosamente la atención el patrón de incendios forestales en áreas como Laguna del Tigre o Sierra del Lacandón, regiones apartadas, bajo cuidado del Estado, en donde hay poca o ninguna vigilancia policial, lo cual las hace atractivas para el actuar de estas gavillas.
Entre noviembre y el 12 de abril último se habían registrado y combatido 495 incendios, 399 de los cuales se consideran forestales en el territorio nacional. El departamento más afectado es Quiché, con mil 467 hectáreas consumidas. Hasta la fecha mencionada había 35 fuegos activos. Algunos ocurren en barrancos y áreas próximas a cascos urbanos, que a veces se intenta convertir en asentamientos. En ambos casos, el deterioro del cinturón verde es la consecuencia inevitable.
De dos a 10 años de prisión puede ser la sanción por el delito de incendio forestal; sin embargo, muy pocas veces se ha logrado una sentencia condenatoria que siente precedentes. En todo caso, la mejor política debe ser la prevención y la educación acerca de los daños colectivos que acarrea la destrucción de bosques.
El problema de fondo es que en dos décadas se ha perdido casi una quinta parte de cobertura vegetal de Guatemala. En 2001 se registraban 4.5 millones de hectáreas forestales y hace un lustro, el dato más reciente disponible, quedaban 3.5 millones de hectáreas. Podría parecer que hay aún remanente forestal, pero es probable que ya se haya reducido aún más, sobre todo porque muchos de estos fuegos abarcan una extensión relativamente reducida, pero cuya frecuencia y dispersión suma un gran daño, sin que exista a la fecha un informe oficial real sobre la cobertura boscosa del país. Bomberos forestales y brigadas de soldados combaten los fuegos, acompañados a veces de helicópteros equipados con dispositivos “bambi-bucket” para tomar agua de cuerpos de agua cercanos, si los hay, para sofocar las llamas. En muchos casos, solo se pueden abrir brechas con la esperanza de cortar el paso a la combustión.
Es penoso que en un país cuyo nombre, etimológicamente, suele asociarse con el significado de “país de árboles”, perezcan bosques centenarios a causa de descuidos e impunidad. Poco se reflexiona en la sociedad sobre el impacto en los ecosistemas, la desaparición de especies de fauna y disminución de la retención de agua en los suelos, lo cual deviene en ríos prácticamente secos que hace 20 años eran una advertencia y hoy son la realidad padecida por muchas comunidades. Los fuegos forestales no son un problema ajeno, nos afectan a todos y sobre todo a nuestros hijos.