EDITORIAL

De reyes y democracias

La coronación del rey Carlos III de Inglaterra, celebrada ayer en Londres, fue sin duda alguna una especie de distopia en la realidad, una ceremonia de aires casi medievales —dada la antigüedad de 12 siglos de la monarquía británica—, transmitida por redes sociales, en textos, videos y audios multiplicados por segundo, con elogios, felicitaciones, críticas y llamados a dar fin a una sucesión por linaje, para nada democrática, que a su vez es la cabeza y símbolo de una de las democracias institucionales más sólidas.

La muerte de la reina Isabel II en septiembre pasado colocó en los reflectores al entonces príncipe Carlos y a su pareja, la ahora reina consorte Camila. Pero no solo eso, sino también la turbulenta historia del matrimonio del heredero con Diana, nombrada princesa de Gales en virtud de tal unión. Se separaron en 1996, y en 1997 ella murió en un accidente de tránsito. Diversas narrativas y series televisivas villanizaron a Carlos, quien ostenta el récord de ser el rey de mayor edad al momento de su coronación y el de la espera más larga para tal momento.

Fuera del chisme rosa y en un ámbito más institucional, la corona británica reina, pero no gobierna, debido a su carácter parlamentario. El ahora rey es un símbolo del Estado, de su unión y continuidad, pero el gobierno del Reino Unido es ejercido por un primer ministro designado por un poder Legislativo electo por voto ciudadano. Carlos III se enfrenta a las críticas por el costo de la monarquía y sus privilegios, aunque la mayoría de ciudadanos británicos todavía apoya su continuidad, pero con menores porcentajes entre la población joven.

A la larga, el gran desafío del Estado británico es el de recuperar el liderazgo económico, fuertemente golpeado tras la salida de la Unión Europea, así como asegurar el bienestar de sus ciudadanos y también el fortalecimiento de la integración de la Mancomunidad de Naciones, territorios excoloniales que abarcan más de 50 países. Algunos de ellos analizan seguir el ejemplo de Barbados, que se declaró república soberana e independiente en el 2021, en busca de los mismos fines. Los resabios coloniales abonan a la reticencia en muchos casos.

Por otro lado, el Reino Unido es un fuerte impulsor del desarrollo democrático, tanto en esos territorios como en países en vías de desarrollo. De hecho, fue ahí donde surgieron grandes pensadores que consolidaron conceptos como la división de poderes como mecanismo de balance en favor del respeto a los derechos de la ciudadanía. John Locke, Thomas Hobbes, Adam Smith o Tomás Moro son algunos de esos filósofos que configuraron principios de la democracia liberal, no sin dramáticos procesos adversados por monarcas pretéritos.

En todo caso, los cuestionamientos a la monarquía son algo que los propios británicos deben dirimir con el tiempo. Sin embargo, hay cuestionamientos similares en otras latitudes donde no existe trono ni corona, pero sí burdos aprendices de autócrata, que quieren torcer las leyes y los poderes del Estado a su favor y el de sus allegados. Presidentes electos por un período legalmente limitado buscan ser reyezuelos sin tradición ni controles, porque solo son gobernados por sus caprichos y sus cortesanos. Al menos Carlos III reina, pero no gobierna.

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