PLUMA INVITADA
La historia del Titán no ha terminado
Cuando el contralmirante John Mauger, comandante del Primer Distrito de la Guardia Costera de Estados Unidos, apareció ante las cámaras el jueves pasado, habían transcurrido cuatro días sin que se supiera nada sobre la suerte del sumergible Titán o de las cinco personas que transportaba. Tras la larga espera, la noticia de que se daba por muertos a los cinco pasajeros, debido al colapso inmediato de la embarcación bajo la enorme presión, a muchos les pareció que era el agónico pero definitivo desenlace de la historia. La teniente Samantha Corcoran añadió que no había más sesiones informativas previstas.
Sin embargo, a pesar de lo desgarradora que fue la noticia, no es el final de la historia. No puede serlo. Los viajes submarinos deben continuar y lo harán, ya sea con fines de investigación, para conocer mejor nuestro planeta, o turísticos, para invitar a la gente a imaginar y apreciar toda esa vida recóndita. Para poder garantizar la seguridad de todos los que se sumerjan queda hacer aún el trabajo más difícil.
La confirmación de la desaparición del Titán responde a la pregunta más inmediata y abrumadora, pero plantea muchas otras. ¿Por qué se permitió a OceanGate Expeditions, la empresa propietaria y operadora del Titán, que embarcara a personas en un sumergible sin certificación y en fase experimental? ¿Por qué su director general, Stockton Rush, hizo caso omiso de las graves preocupaciones en materia de seguridad? ¿Deberíamos cambiar un sistema que ha dedicado tantos esfuerzos y gastos al rescate de unos pocos millonarios aventureros, sobre todo cuando miles de migrantes mueren en el mar sin ser atendidos? ¿Qué país tenía la responsabilidad sobre esto, y de quiénes deberían haberla tenido? ¿Qué supone la pérdida del Titán para el futuro de la investigación submarina humana?
Para esclarecer estas preguntas y muchas otras, necesitamos una investigación a fondo, llevada a cabo de manera pública, con el objetivo de fijar unos mecanismos claros de rendición de cuentas y que deriven en unas claras consecuencias.
El Polar Prince, el barco desde el cual partió el sumergible, es de titularidad canadiense y tiene su domicilio social en Canadá. La autoridad competente en dicha jurisdicción, la Junta de Seguridad del Transporte de Canadá, anunció que investigará no solo el naufragio, sino también “las circunstancias de la operación”. La Guardia Costera estadounidense calificó la pérdida como “un grave siniestro marítimo” y dijo que convocaría una Junta de Investigación Marítima en colaboración con la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte. Estas son medidas positivas, pero mucho depende de cómo se ejecuten. El alcance de la investigación, el modo en que se lleve a cabo, su grado de transparencia y la contundencia de sus conclusiones deberían ser de vital importancia no solo para la comunidad de los sumergibles, sino para todos.
Existen motivos para esperar que se pueda sacar alguna cosa buena de este terrible naufragio. Eso fue, casualmente, lo que ocurrió hace más de un siglo, cuando el Titanic se hundió en una fría mañana de abril de 1912. El Senado estadounidense y la Cámara de Comercio británico realizaron pesquisas sobre la pérdida del transatlántico. Dichas investigaciones dieron lugar al Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar, que exigía que casi todos los barcos transoceánicos dispusieran de suficientes botes salvavidas, realizaran simulacros de salvamento, contaran con señales de socorro estandarizadas y respondieran a las embarcaciones en apuros, y de ahí las extensas labores de rescate del Titán. En la actualidad, el transporte marítimo está regulado por un sinfín de convenios y leyes, con tratados internacionales —supervisados por la Organización Marítima Internacional de las Naciones Unidas— que aseguran que los barcos, al margen de su procedencia, cumplan unos determinados estándares.
Estas normas no suelen aplicarse a los sumergibles, que suelen estar cubiertos por las normativas de cada país, pero solo en aguas territoriales.
' Cuando las primeras embarcaciones de vela no lograron regresar y los primeros buques de vapor se incendiaron no dejamos de navegar por el mar.
Salvatore Mercogliano
Hoy en día, los horizontes de la búsqueda de emociones se extienden incluso a los viajes en cohetes privados, con unos precios estratosféricos. A pesar de lo arriesgadas que parecen esas actividades, las naves, lanzadas en Estados Unidos, operan bajo la jurisdicción de la Administración Federal de Aviación y dentro de los parámetros del Tratado sobre el espacio ultraterrestre de 1967. El lugar del naufragio se encuentra en aguas internacionales, tal como se definen en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, adoptada en 1982. El mar que hay más allá de las aguas territoriales sigue siendo un mar sin ley. Estados Unidos ni siquiera ha ratificado la convención de la ONU. ¿Cómo podemos, entonces, prevenir otra catástrofe como la del Titán?
La primera opción es que la Organización Marítima Internacional establezca unos estándares de seguridad para los sumergibles y exija que se registren en un país, como los barcos transoceánicos. De este modo, la responsabilidad de asegurar que el sumergible cumple esos requisitos recaería en el país de la bandera de la embarcación o pabellón nacional. También permitiría, bajo la autoridad portuaria de dicho Estado, que otros países examinaran e inspeccionaran esos sumergibles con el mismo estándar.
Una segunda opción sería adoptar una disposición del Tratado sobre el espacio ultraterrestre que estipule que cada Estado será responsable de las actividades nacionales llevadas a cabo por cualquier entidad, sea gubernamental o no. Esto significa que, si el Titán fue lanzado desde un barco canadiense que había zarpado de un puerto canadiense, entonces Canadá tiene jurisdicción. En estos momentos, no está claro qué país tiene jurisdicción en la investigación sobre el Titán, ya que, según se ha informado, la embarcación se construyó en Estados Unidos, pero se lanzó desde un buque canadiense.
Otra idea, de la que se está hablando mucho, para evitar otras catástrofes similares es poner fin a las expediciones humanas a las profundidades marinas, sobre todo a las de carácter comercial para turistas. Esto sería un terrible error.
Es maravilloso que vehículos no tripulados puedan enviarnos videos de la vida marina y de los naufragios en alta definición y calidad 4K. Pero nada puede sustituir el valor del ojo humano. Nada puede reemplazar la experiencia de ir en un pequeño barco hasta un sumergible, subirse a él, cerrar la escotilla y sentir como el mar se arremolina alrededor de la nave mientras inicia su descenso. Los seres humanos desafían a las cumbres más altas del Everest para contemplar sus vistas o se aferran a cohetes para ver la Tierra desde arriba. Ese impulso siempre tirará de la humanidad, desde debajo, para que vea las más abisales profundidades.
Cuando las primeras embarcaciones de vela no lograron regresar y los primeros buques de vapor se incendiaron, no dejamos de navegar por el mar. Cuando el Titanic se hundió y se perdieron más de 1500 vidas, no dejamos de cruzar el Atlántico. Cuando los primeros aviones de pasajeros se estrellaron, no renunciamos a volar en ellos. Lo mismo ocurre con los viajes espaciales y con casi cualquier otra forma de actividad humana. Han pasado 63 años desde que el batiscafo Trieste descendió al fondo de la fosa de las Marianas, al abismo de Challenger, a una profundidad dos veces y media mayor que el lugar donde yace el Titanic. No debemos dejar que esta sea la última palabra sobre los sumergibles.
Si los seres humanos abandonamos los sumergibles y nos limitamos al uso de los vehículos teledirigidos, ¿nos retiraremos también de otras actividades que suponen un peligro para nosotros, pero que pueden proporcionarnos descubrimientos científicos y el conocimiento humano de los mayores misterios del planeta? Cuando veamos despegar el próximo cohete hacia el vacío del espacio, deberíamos recordar que conquistamos esa frontera por medio del ensayo y el error, y que haremos lo mismo con las grandes presiones que ejercen las profundidades marinas.