NOTA BENE

No queremos socialismo

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La doctrina del “socialismo espiritual” que pregonó Juan José Arévalo Bermejo (1904-1990) era moderada en comparación al socialismo progresista del siglo XXI. Arévalo tomó inspiración del Estado de bienestar a la Franklin D. Roosevelt y del “socialismo justicialista” que promovió Juan Domingo Perón en Argentina, donde el expresidente guatemalteco estudió y trabajó como docente en los años treinta y cuarenta. Arévalo y Perón accedieron a la presidencia de sus respectivos países en 1945 y 1946, respectivamente, pero ya antes Perón había ido adquiriendo fama. Perón quiso labrar un sistema “término medio” entre el capitalismo y el socialismo, dotado de soberanía política, independencia económica y justicia social. El estilo de gobierno de Perón era autoritario y populista, con un talante abiertamente anti-Estados Unidos.

' Podemos retroceder décadas.

Carroll Ríos de Rodríguez

La frase socialismo espiritual es un oxímoron, quizás deliberado, pues Arévalo no suscribía un marxismo-leninismo colectivista y ateo. Ya desde la presidencia, priorizó la educación estatal e impulsó la redistribución de la riqueza. Bajo su gobierno se creó el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, se legalizó el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT) y se promovió la aprobación del Código del Trabajo. En 1956, Arévalo publicó su ensayo Fábula del tiburón y las sardinas: los países centroamericanos somos sardinas impotentes frente al malvado tiburón estadounidense. En fin, el arevalismo acabó siendo romántico, paternalista y asistencialista.

En contraste, arrasar violentamente con todo es el leitmotiv del socialismo del siglo XXI. Percibe las injusticias como sistémicas, enraizadas en una estructura capitalista. Los proyectos socialistas anteriores nacionalizaron la propiedad privada, pero la clase obrera entonces pasó a laborar para el Gobierno. Ahora quieren orquestar una “socialización real” de la propiedad, la abolición del dinero y del lucro, del trabajo asalariado y de las clases sociales. La economía debe ser centralmente planificada, con miras de acabar con los ricos y actitudes consumistas, así como para conservar el medioambiente.

La misma socialización niveladora tendría que ocurrir en la arena política y cultural. Se habla de la “democratización global de la sociedad”, de nuevos símbolos y nuevos vocablos, y de “desbordar” en vez de dinamitar al Estado. Todo ello requiere declarar la guerra contra la familia tradicional, la mentalidad “binaria” de género, la religión y las costumbres ancestrales para dar paso a una sociedad plagada de categorías identitarias y reclamos mutuos.

Algunas facetas de esta visión socialista radical son atrayentes, sobre todo cuando se arropan en palabras como la fraternidad, pluralismo, equidad, justicia, amor y hasta libertad. Sin embargo, es una utopía imposible, y el intento requiere la coerción totalitaria y la intolerancia a la diversidad de criterios. La persona, el respeto mutuo y la ética sobran: el fin justifica los medios.

Acusan a las familias, al productor y al consumidor en el mercado de ser extractivos, pero la opresión real ocurre cuando el socialismo radical destruye los cimientos sociales y abusa del poder gubernamental. El mercado es un juego de suma positivo, de beneficios mutuos, en cambio el socialismo radical expropia y empobrece, pues todo lo que el Gobierno reparte a unos se lo quitó previamente a otros. Los gobernantes no producen bienes, y entre más poderes arbitrarios amasan, más corruptos se tornan. La creación de riqueza a través del trabajo, en un ambiente de libertad y respeto, no es optativa si hemos de sobrevivir y florecer como sociedad.

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