Esas interacciones fluidas y adaptativas involucran a prácticamente todas las funciones cognitivas básicas de nuestro cerebro (percepción, atención, lenguaje, memoria, funciones ejecutivas…), así como habilidades mentales más específicas. Entre ellas se encuentra lo que denominamos “cognición social”.
Reconocer emociones ajenas y vivirlas en primera persona
Se trata de un concepto complejo en el que coexisten mecanismos que perciben, procesan y evalúan los estímulos sociales. Nos permite elaborar una representación del entorno social y posibilita emitir una respuesta adecuada a la situación. Y aunque no hay acuerdo absoluto sobre qué procesos incluye la cognición social, todos los autores coinciden en incluir tres componentes principales:
Reconocimiento emocional
Hace alusión principalmente a la identificación de las expresiones faciales, que tienen una cantidad significativa de información relacionada con las emociones, motivaciones y creencias.
Y junto a la cara, la voz también desempeña un papel fundamental en las interacciones comunicativas. Comprenderlas e identificarlas a través de los cambios en la melodía, el tono, el ritmo o la entonación resulta crucial para relacionarnos.
Eso explica el resultado de estudios tan significativos como el que se llevó a cabo en la Universidad de Ontario (Canadá) en 2018. Los investigadores llegaron a la conclusión de que la comunicación cara a cara era 34 veces más eficaz que el contacto por correo electrónico, gracias precisamente a la información transmitida por los gestos del rostro o las inflexiones vocales.
Teoría de la mente
Se trata de la capacidad para comprender e inferir estados de uno mismo y de los demás. Podemos diferenciar la teoría de la mente cognitiva, que es el conocimiento sobre las creencias e intenciones del otro (“entiendo lo que piensas”), de la teoría de la mente afectiva, es decir, la comprensión e identificación de los estados emocionales ajenos (“entiendo lo que sientes”).
Empatía
Implica compartir el estado emocional de otra persona y experimentarlo en primera persona (“siento lo que sientes”).
Desajustes en la maquinaria cerebral
Como ocurre con el resto de nuestras habilidades cognitivas, detrás de cada una de estas capacidades hay un sustrato cerebral que la hace posible. Redes cerebrales que incluyen regiones como la amígdala, la ínsula o la corteza prefrontal son fundamentales para que funcione correctamente la cognición social.
Esto nos permite aventurar que esta facultad se ve afectada en determinadas patologías. Es lógico pensar que algunas personas con trastornos del espectro autista o con problemas psiquiátricos como la esquizofrenia o enfermedades neurodegenerativas sufrirán, en mayor o menor medida, alteraciones en esos procesos. Y efectivamente, por lo general no son especialmente hábiles identificando las emociones de los demás y actuando en consecuencia. Sus conexiones y circuitos cerebrales presentan un funcionamiento anómalo.
Otro perfil de pacientes que han ayudado a lo largo de las últimas décadas a clarificar y estudiar la cognición social son los que han experimentado un daño cerebral sobrevenido. Personas que tras sufrir, por ejemplo, un traumatismo craneoencefálico causado por un accidente de coche empezaron a mostrar dificultades para relacionarse con sus semejantes.
Inicialmente podríamos pensar que otros déficits, como problemas de memoria o lenguaje, pueden producir un mayor impacto para estos pacientes. Sin embargo, los familiares de las personas que tienen afectada la cognición social lo perciben como algo especialmente limitante. Dificulta las interacciones con su ser querido y las posibilidades que éste tendrá para desenvolverse adecuadamente en el mundo social en el que vivimos.
Ejercicios para entrenar nuestra cognición social
Afortunadamente, y gracias a la plasticidad cerebral, estos pacientes pueden beneficiarse de programas de intervención que consiguen mejorar su cognición social. Entonces cabe preguntarse, ¿pueden también las personas sanas entrenarla y perfeccionarla?
Esto parece obvio cuando pensamos en la infancia. De hecho, los niños desarrollan esa faceta mental desde los primeros años de vida y hasta la adolescencia. Ocurre a la par que se desarrollan otros procesos cognitivos superiores, como las funciones ejecutivas (conjunto de habilidades que nos permiten tomar decisiones y realizar conductas dirigidas a objetivos y orientadas al futuro), de la mano de la maduración de la ya mencionada corteza prefrontal.
Pero nunca es tarde. La neuroplasticidad, aunque disminuye con la edad, dura toda la vida. Interesantes investigaciones han revelado que personas adultas sin ninguna patología pueden perfeccionar su cognición social. Es posible entrenar nuestra capacidad de reconocer, comprender y entender las emociones en los demás, así como de ponernos en el lugar de otra persona y llegar a experimentar lo que está sintiendo.
Estos programas de entrenamiento están formados por ejercicios específicos, que debemos ensayar y practicar. Se trata de actividades como adjudicar emociones a diferentes caras, imaginar la respuesta de una persona en cierta circunstancia o inferir qué podría estar sintiendo alguien en una situación social.
Se trata de ensayar de forma estructurada, como hacemos cuando queremos tocar un instrumento o perfeccionar un idioma. También tenemos una gran oportunidad de desarrollar nuestra cognición social cuando la ponemos a prueba en experiencias reales y nos esforzamos en trabajarla.
Y siempre que queramos mejorar en algo, lo primero es saber y comprender las habilidades que implica. Ese era el propósito de este artículo.
Loles Villalobos Tornero, Facultad de Psicología. Departamento de psicología experimental procesos cognitivos y logopedia, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.