Abarada empezó a remover escombros con sus propias manos. Lo hacía de día con la ayuda de vecinos y familiares, y de noche con la linterna de su teléfono.
Sacaron a las dos mujeres mayores sin vida, con lo que engrosaron la lista de muertos de Douar Tnirt, un poblado de unos cientos de habitantes ubicado a lo largo de una carretera estrecha y sinuosa en lo alto de la cordillera del Atlas.
Para el lunes seguían sin encontrar a su hija Chaima.
Puesto que Abarada se lastimó el hombro, sus compañeros de búsqueda lo instaron a descansar mientras seguían buscando en lo que había sido su casa: ladrillos rotos mezclados con maderas rotas, techos de bambú, cojines de sofá, una antena parabólica y teteras, todos los restos de la vida familiar. Abarada los ignoró. Tenía una idea exacta de dónde había estado Chaima (en las escaleras, intentando huir) y él y los demás trabajaron en el agujero que habían hecho con palas, picos y sus manos desnudas y sin experiencia.
Abarada, sus hermanos y otros vecinos trabajaron todo el lunes mientras el sol caía a plomo. No había equipos de emergencia a la vista, ni funcionarios, ni nadie más que ellos… y luego nadie más que él. Cuando los demás habitantes se fueron a comer, él se quedó, sacando los escombros del agujero un tronco tras otro, sacando a cubetadas todas las piedras fracturadas.
Los gallos cantaban, aunque solo lo oían él y unos pocos más. Un gatito correteaba a sus pies, maullando, y él le cacareaba. Los espectadores que no vivían en el poblado pasaban, sacaban fotografías y movían la cabeza, murmurando ante la perseverancia del padre. Él seguía trabajando, con su camiseta verde cada vez más ennegrecida por el polvo.
“Pobre hombre”, afirmó Fatema Benija, de 32 años, cuya casa había estado frente a la de Abarada, y quien ahora pasaba sus días en una camioneta estacionada entre las dos pilas de escombros. “Durante dos días, nadie vino a ver cómo estábamos. No tienes ni idea de lo que pasamos. Hambre, frío”.
Y luego un lamento: “Si tan solo hubieran rescatado a la gente antes”.
Los habitantes de Douar Tnirt dicen que no es ninguna novedad. Desde hace mucho tiempo la atención médica se encuentra muy lejos, e incluso la escolarización se limita a una hora al día en la escuela primaria de dos aulas, cuyo camino es estrecho y pedregoso.
El gobierno, dice la gente, apenas parece saber que existen.
Entonces, hacia las 16:45 del lunes, al parecer la ayuda (por fin) estaba en camino. Personas con botas y cascos subieron por el camino hasta la casa derrumbada. Había personal del gobierno marroquí y un equipo español de búsqueda y rescate, acompañados por un periodista de la 2M, la cadena de televisión pública de Marruecos.
De repente, la solitaria parcela de adobe de Abarada parecía la escena de rescate que los telespectadores de todo el mundo están acostumbrados a ver. Había una cadena humana de voluntarios con chalecos fluorescentes que impedían el paso de los curiosos a la montaña de escombros, un perro adiestrado para olfatear cadáveres, personas con uniformes pulcros, de aspecto serio y autoritario.
Abarada se quedó a un lado de los escombros, relegado en unos segundos a un papel secundario en su propio drama.
No obstante, muchos de los habitantes reunidos habían pasado los últimos tres días rescatando ellos solos a sus seres queridos y a las personas con quienes habían crecido, y condujeron desde Marrakech, Casablanca y de todo el país para llegar a casa y ayudar.
Y algunos de ellos estaban furiosos.
“Vino gente de todas partes: enterramos personas, rescatamos a otras”, gritaba Omar Ouchahed, de 53 años. “Digan la verdad: ¿Cuántas horas han pasado?”.
Dos bomberos intentaron calmarlo, apartando a Ouchahed mientras otro agente le ordenaba a la multitud que se apartara y despejara el lugar. Ouchahed no iba a tolerarlo.
“Llevo trabajando desde el sábado por la mañana”, gritó Ouchahed, “¿y ahora me dicen que me vaya?”.
Unos minutos más tarde, otro hombre se unió a la protesta.
“Hay gente que tomó vuelos comerciales desde otros países y llegó aquí antes que usted”, le gritó a un agente Mehdi Ait Belaid, de 25 años, quien se dirigió a toda prisa al pueblo desde Marrakech la noche del terremoto. “Dicen que no había carreteras, pero no es verdad. ¡Hasta los niños ayudaban a sacar escombros!”.
Él y otras personas (algunas solo con sandalias y calcetines en los pies) habían sacado a decenas de víctimas, algunas vivas, otras muertas, narró. Cuando llamaron a la policía, les dijeron que las carreteras estaban bloqueadas.
La única presencia oficial en el lugar desde el terremoto había sido la de un par de agentes auxiliares que llegaron el sábado y se marcharon tras registrar el número de desaparecidos y muertos.
Ahora, para los vivos, quedaba el asunto de la supervivencia.
A pesar del calor del lunes, el frío se acercaba y se preveía lluvia para finales de semana, una lluvia que casi con toda seguridad convertiría el poblado en una mancha de lodo gigantesca. La nieve suele llegar a las altas montañas ya en septiembre y nadie en el poblado tenía siquiera una tienda de campaña adecuada.
Ait Belaid señaló al reportero de la cadena estatal y a su camarógrafo. “Vieron a la cadena 2M y empezaron a actuar como si estuvieran trabajando”, explicó con disgusto. “Solo actúan para la televisión”.
Poco después, el equipo de 2M preparó su toma frente a los escombros, con el equipo de rescate con casco visible al fondo. El periodista habló a la cámara sobre la difícil situación del poblado. Después, el camarógrafo bajó la cámara, el periodista tomó una fotografía con los miembros del equipo de rescate y todos los uniformados se marcharon.
En lo alto de los escombros, solo quedaban media docena de habitantes. Habían recibido quizá dos horas de ayuda. Después volvieron al trabajo, golpeando las piedras con sus herramientas.
“Dios es grande”, gritó uno de ellos, levantando su pala mientras el resto seguía cavando.