Esta estrategia tiene buenas intenciones. La terapia tradicional puede ser cara, requiere mucho tiempo y el acceso puede ser limitado. Por el contrario, las intervenciones “ligeras” a gran escala (las ofertas de TikTok de la Escuela de Salud Pública de Harvard, los talleres para lidiar con el duelo en la escuela secundaria) se proponen llegar a los jóvenes allí donde están y a un costo relativamente bajo.
Pero ahora hay motivos para pensar que esta estrategia es riesgosa. Estudios recientes han descubierto que varios de esos programas no solo no lograron ayudar a los jóvenes; sino que empeoraron sus problemas de salud mental. Entender por qué fracasaron estas iniciativas puede ayudarnos a comprender cómo la sociedad puede, y no puede, ayudar a los adolescentes que sufren depresión y ansiedad.
Pensemos en un programa escolar de “entrenamiento en habilidades socioemocionales” llamado WISE Teens. El programa, a cargo de psicólogos clínicos en formación, consiste en ocho sesiones semanales de una hora de duración en las que los alumnos aprenden a gestionar sus emociones con la ayuda de herramientas y principios extraídos de la terapia cognitivo-conductual y el budismo zen.
El mes pasado, la revista especializada Behavior Research and Therapy publicó un estudio que realizó entre 1071 adolescentes australianos observados de 2017 a 2018: un grupo participó en WISE Teens; otro grupo participó en un plan de estudios estándar de clases de salud. En comparación con los adolescentes que recibieron la educación estándar, los estudiantes de WISE Teens declararon sentir más depresión, más ansiedad, más dificultad para manejar sus emociones y peores relaciones con sus padres. Uno de cada ocho participantes en WISE Teens parecía haber desarrollado una depresión clínica tras finalizar el programa, en comparación con uno de cada 13 participantes que recibieron las clases de salud ordinarias.
Estos resultados son sorprendentes, pero no únicos. El año pasado, un estudio aún más extenso sobre un programa escolar de atención plena, que analizó a más de 8000 adolescentes británicos en más de 80 escuelas, descubrió que el programa no mejoraba la salud mental y, de hecho, empeoraba la ansiedad y los problemas emocionales, además de reducir los niveles de habilidades de atención plena. Otro estudio publicado el año pasado, que incluyó a unos 2500 adolescentes australianos, también descubrió que un programa de salud mental hacía que los estudiantes se angustiaran más.
¿Por qué resultaron contraproducentes estos programas? Los investigadores de WISE Teens sugieren, de manera convincente, que los adolescentes no estaban comprometidos lo suficiente con el programa y podrían haberse sentido abrumados por tener demasiadas herramientas y habilidades que se les presentaban sin tiempo suficiente para dominarlas (el estudio descubrió que los participantes en WISE Teens que dedicaron más tiempo a practicar las habilidades en casa mostraron algunos ligeros beneficios para la salud mental, aunque la mayoría de los participantes no practicaron en sus hogares).
Sin embargo, yo me atrevería a ofrecer tres explicaciones adicionales para tal fracaso, todas ellas en consonancia con lo que nos dicen otras investigaciones sobre la salud mental de los jóvenes.
En primer lugar, al centrar la atención de los adolescentes en cuestiones de salud mental, estas intervenciones pueden haber exacerbado sus problemas sin querer. Lucy Foulkes, psicóloga de Oxford, denomina a este fenómeno “inflación de la prevalencia”: cuando una mayor concienciación sobre las enfermedades mentales lleva a la gente a hablar de las luchas normales de la vida en términos de “síntomas” y “diagnósticos”. Este tipo de etiquetas empiezan a determinar cómo se ven las personas a sí mismas, de modo que pueden llegar a hacerse realidad.
Los adolescentes, que todavía están desarrollando su identidad, son más propensos a tomarse a pecho las etiquetas psicológicas. En lugar de decir “estoy nervioso por X”, un adolescente puede describir esta sensación como “no puedo hacer X porque tengo ansiedad”, un replanteamiento que, según los estudios, debilita la resiliencia al animar a las personas a ver los retos cotidianos como insuperables.
En general, es un signo de progreso cuando diagnósticos que antes se murmuraban por considerarse un motivo de vergüenza entran en nuestro vocabulario cotidiano y se despojan de su estigma. Pero sobre todo en internet, donde los “influentes” de la terapia inundan las redes sociales con contenidos sobre traumas, ataques de pánico y trastornos de la personalidad, una mayor sensibilización sobre los problemas de salud mental corre el riesgo de fomentar el autodiagnóstico y la patologización de emociones habituales, lo que Foulkes denomina “problemas de la vida”. Cuando los adolescentes gravitan hacia este tipo de contenidos en sus redes sociales, los algoritmos les ofrecen más, intensificando el bucle de retroalimentación
Una segunda posible explicación del fracaso de estos programas es que se impartieron en el lugar y a las personas equivocadas. La estructura de la escuela, que hace hincapié en la evaluación y los logros, puede desentonar con la práctica de habilidades contemplativas “lentas” como la atención plena. Además, muchas de las habilidades que se enseñan en estos programas se desarrollaron para personas que se enfrentan a enfermedades mentales graves, no a tensiones cotidianas. Estas herramientas podrían no parecer aplicables a los adolescentes que no están luchando a fondo y, por otro lado, su adopción a gran escala podría hacer que parezcan demasiado genéricas y diluidas para los adolescentes que sí padecen una enfermedad.
Una tercera explicación posible es que estas intervenciones ofrecieron suficiente información para poner de manifiesto un problema, pero no la suficiente para solucionarlo. Como ha demostrado la investigación en repetidas ocasiones, las terapias más eficaces implican no solo el aprendizaje de habilidades, sino también el desarrollo de relaciones significativas. Hasta los métodos cognitivo-conductuales más estructurados reconocen el valor de una alianza terapéutica sólida entre el terapeuta y el paciente. Las terapias eficaces suelen requerir que los pacientes hagan cosas difíciles, por ejemplo: las terapias de exposición para la ansiedad requieren que los pacientes se enfrenten a miedos que preferirían evitar. Estas intervenciones funcionan mejor con el apoyo constante, consistente y práctico de un terapeuta dedicado.
Sin duda, los psicólogos han realizado una importante e innovadora labor para que las intervenciones de salud mental sean más accesibles. Por citar solo un ejemplo, Jessica Schleider, investigadora en psicología de la Universidad del Noroeste, ha probado varios tratamientos de una sola sesión que pueden ofrecerse en línea y que muestran resultados prometedores en adolescentes. Pero, aunque estas soluciones cubren lagunas en nuestra infraestructura de salud mental, no pueden sustituir a otros tipos de atención que requieren más tiempo y recursos.
La cruda realidad es que las crecientes tasas de depresión y ansiedad entre los adolescentes plantean un problema estructural que requiere soluciones estructurales, incluida la formación de un mayor número de terapeutas. En el entorno escolar, la creación de más oportunidades para que los jóvenes establezcan relaciones con adultos a través de clases más reducidas y un mayor acceso a los orientadores tradicionales podría ayudar más de lo que lo harían los planes de estudios especializados en salud mental. Otros cambios que podrían parecer más simples, como empezar las clases más tarde para favorecer el sueño, reducir la carga de trabajo y crear más oportunidades para el juego, el ejercicio, la música, las artes y la participación en la comunidad, son estrategias que cuentan con respaldo empírico para mejorar la salud mental.
Mientras tanto, quienes ofrecen orientación sobre salud mental, tanto en internet como en la escuela, deben ser cautos. Es fundamental estar al tanto de las evidencias y respetar el primer principio de todos los proveedores de atención médica: lo primero es no hacer daño.