El capitalismo voraz practicado en Estados Unidos, y en otros países desarrollados, ha tenido su máxima expresión en la bolsa de valores. En Wall Street unos pocos han amasado fortunas, mientras muchos más han sido estafados. A finales de la década de 1980, las casas de bolsa eran la puerta de entrada a un mundo de fantasías, en el que muchos jóvenes estadounidenses ganaron y despilfarraron grandes cantidades de dinero. Animados por el indetenible flujo de efectivo, gastaron a manos llenas todo lo que les ingresaba: sexo y drogas en exceso fue la consigna.
De aquellos años hay muchas historias, la de Jordan Belfort es una especialmente grotesca. Belfort llegó a Wall Street con el deseo de hacerse millonario, pero la suerte lo llevó por distintos caminos, que al final de cuentas lo regresaron al mismo lugar. Sucede que sus primeros días en la bolsa coincidieron con el desplome de finales de la década de 1980, cuando muchas casas quebraron y tuvieron que cerrar, dejando desempleados a gran cantidad de corredores.
Desanimado porque su sueño de ser corredor había quedado frustrado, se dedicó a buscar otro empleo, pero el destino es el destino, y encontró uno en un lugar que se dedicaba a vender acciones de empresas que las vendían por centavos. No era Wall Street, pero el producto a vender era el mismo y la posibilidad de ganar dinero también. A partir de ahí, Belfort entró en una veloz carrera en la que se aprovechó de muchos, estafó a miles, acumuló millones de dólares y se hizo rico, él y sus socios.
Martin Scorsese, ese genial director que cada tanto bucea en las cloacas estadounidenses, adaptó la historia al cine y le puso por nombre: The Wolf of Wall Street. Protagonizada por Leonardo DiCaprio, la película constituye una brutal puesta en escena del ascenso y caída de Jordan Belfort. Haciendo gala de un histrionismo que llega al arte, DiCaprio da vida a un personaje lleno de matices y logra una actuación memorable. El desborde de energía para representar a un tipo que lleva una vida frenética es inmenso. Todas las caras de la avaricia y la lujuria en una sola persona.
En el papel de soporte actúa Jonah Hill, ese actor con libras de más que en sus inicios realizó comedias para el olvido, pero que ha madurado y con ello ha logrado buenas interpretaciones. Hill personifica a Donnie Azoff, el socio de Belfort. Su actuación es sobresaliente, tomando en cuenta que no se deja apabullar por DiCaprio. Entre ambos dan vida a dos personas comunes, quienes guiados por la ambición se hicieron millonarios.
Narrado a ritmo de carrera de Fórmula 1, el filme es la representación de ese capitalismo voraz, al que no le importa aprovecharse de cualquiera para acumular y acumular riquezas. Scorsese muestra, sin caer en la doble moral, cómo las personas son capaces de degradarse y degradar a otros. Ante el ofrecimiento de recibir grandes cantidades de dinero cualquiera es capaz de hacer lo que le pidan.
La cinta pone en evidencia que la avaricia funciona en dos vías, tanto el estafador como el estafado son avaros y codiciosos, ambos quieren ganar dinero fácil y ser ricos; pero el primero tiene claro que para acumular riqueza hay que aprovecharse de la avaricia, devenida en ingenuidad, de los demás.
Es una película que no da tregua. Casi tres horas de metraje en los que el director bombardea con imágenes estrambóticas e increíbles, pero que todas son producto de una historia real.