Tal vez sea el tipo maltratador, inconsciente e irredento del cual todos se enteran que ya llegó a casa porque empiezan a llorar sus hijos y su mujer sale corriendo.
O a lo mejor soy el vecino que no le habla a ninguno, pero cuyos múltiples autos y camionetas 4×4 gritan algo con un acento extraño.
Somos muchos y el espacio se agota. Soy la doñita que fisgonea tras la cortina, y vio al tipo cuya mujer lo echó tirándole la ropa por la ventana, al taxista que vive en aquella casa y se lanza en clavado olímpico a cualquier cosa que lleve falda o a la señora de la R44, —la que tiene tres niños y no está de mal ver— que recibe visitas frecuentes. Tal vez soy ese vecino al que nunca se ve ir a laborar y siempre está descansando o lavando su auto. Soy la casa que nunca abre y parece abandonada, pero pasa la noche con las luces encendidas y la música a mediano volumen. Por eso me llamo condominio. No sé en el dominio de quién estoy.