Los canallas negreros holandeses, portugueses y algunos ingleses llegaban a África y cazaban con redes e incluso les compraban a los caciques salvajes la carga humana que luego transportarían a América. En las condiciones infrahumanas en que viajaban en los barcos si enfermaban los tiraban al mar. ¡Buena suerte la suya! Mucho peor era caer en el sur de EE. UU., en el Caribe o en Brasil.
En esos lugares su infeliz vida se convertía en un infierno. Los infames esclavistas que los compraban para que trabajaran en plantaciones de azúcar o de algodón separaban a familias enteras, vendiendo a los hijos, a las esposas, a los hermanos. Los trataban como a animales y los hacían trabajar tantas horas que la vida promedio de un esclavo saludable en esas condiciones era aproximadamente de tres años.
Gracias a la Guerra de Secesión en EE. UU., uno de cuyos principales motivos era que los estados del sur no se separaran de los del norte, los esclavos lograron liberarse, aunque siguieron siendo ingratamente discriminados hasta que Martin Luther King y sus adeptos lucharon y lograron que esa canallada de dividir a la gente por colores terminara. En Haití, antes parte de La Española, y que en determinado momento tuvieron que ceder los españoles a los franceses, hubo una revolución de esclavos en 1798, y desde entonces su historia, muy sangrienta, ha sido la de una república independiente (1804), aunque dominada por tiranos. En Brasil, la esclavitud terminó casi con el siglo XIX. El 31 de diciembre de 1823, José Simeón Cañas, de quien me enorgullezco de ser descendiente colateral, logró que las Provincias Unidas de Centroamérica declararan la libertad de los pocos esclavos de todas sus regiones.
Pero la triste historia sigue: con engaños la trata de blancas, incluidos los niños, está vigente. Un anuncio atractivo hace caer a chicas incautas y el secuestro hace presa de muchos niños. ¿Qué pasa? ¿Es cierto que “el hombre es un lobo para el hombre”? Sí, lo es.
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