“Primero, atacaron grupos armados” explica con una voz cansada, sentada en un tapete de plástico con sus cinco hijos pequeños acurrucados junto a ella, en la legendaria ciudad maliense de Tombuctú, otrora una gran capital cultural.
BBC NEWS MUNDO
Los conflictos violentos por recursos (como el agua) que ya está creando el cambio climático
Todo en Mami rezuma agotamiento. Sus redondos y marrones ojos están llenos de tristeza y su cuerpo palpita de dolor.
“Luego vino la lluvia, e hizo el resto”.
Las peores lluvias en 50 años en el norte de Mali se llevaron por delante toda su cosecha.
Esas lluvias se filtraron a través de las grietas en su casa de barro, causadas por una explosión en el ataque de un grupo armado.
Las grietas se ven por todas partes en una tierra frágil ahora doblemente maldita por el conflicto y el cambio climático.
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Se prevé que el aumento de las temperaturas en el Sahel sea 1,5 veces mayor que el promedio mundial, según Naciones Unidas.
“No ha estado en nuestro radar”, admitió Peter Maurer, presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).
“Con frecuencia ponemos la mira en las armas y los actores armados, y quizás en el subdesarrollo, pero ahora vemos que el cambio climático está provocando conflictos entre las comunidades y este es un tipo diferente de violencia”.
La región más vulnerable
Mali tiene una importante misión de mantenimiento de la paz de la ONU, así como una fuerza multinacional antiterrorista para combatir la creciente amenaza de grupos extremistas en todo el Sahel, vinculados a Al Qaeda y al Estado Islámico.
Según informes, el año pasado se registró el mayor número de muertos por violencia contra civiles desde la crisis de 2012, cuando grupos islámicos ocuparon las principales ciudades del norte de Mali, incluida Tombuctú.
Pero detrás de la violencia, se avecina otra tormenta.
La región del Sahel -que incluye a Mali, Níger, Burkina Faso, Chad y Mauritania- comprende algunos de los Estados más pobres y frágiles del mundo, y está considerada como la más vulnerable al cambio climático.
En una visita al norte de Mali con el CICR, fue alarmante ver cómo las consecuencias del cambio climático se entrelazan con lo que ya siempre ha sido una dura existencia en el borde del desierto del Sahara.
“La fragilidad de Mali te mira fijamente a la cara”, señala Maurer, mientras estamos, rodeados por una multitud, en un campamento abarrotado para familias que huyen de la inseguridad y el hambre en comunidades del norte de Mali.
“Toda la atención de la comunidad internacional está en conflictos altamente visibles en Siria, Irak y Yemen, pero la fragilidad aquí dura décadas”.
Mali ahora se tambalea entre sequías e inundaciones. Ambas son cada vez más duraderas y causan un enorme daño en los cultivos y ganado.
Y eso significa que los agricultores y pastores nómadas, de diferentes grupos étnicos, se están enfrentando por unos recursos menguantes.
“Siempre ha habido pequeños enfrentamientos entre ganaderos y agricultores, pero los niveles de agua están disminuyendo y eso está generando mucha tensión”, explica Hammadoun Cisse, un pastor que encabeza un comité de reconciliación que intenta mediar entre las comunidades.
Y los grupos islamistas están echando más gasolina al fuego.
“Vienen como protectores de comunidades y luego intentan imponernos su forma de vida”, explica Cisse.
“Nosotros no aceptamos este tipo de cultura islámica con ideas yihadistas, así que esto crea otro conflicto”.
Cada historia que oímos en el norte de Mali fue una de múltiples amenazas y todas terriblemente enredadas.
Una dura existencia, en números
- Las temperaturas en el Sahel han aumentado casi 1ºC desde 1970, según el Instituto Internacional para el Desarrollo Sustentable.
- Se prevé que el aumento de las temperaturas en la región sea 1,5 veces mayor que la media global, dice la ONU
- Aproximadamente el 80% de la tierra cultivable del Sahel está afectada por la degradación, incluida la erosión del suelo y la deforestación, estima la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación.
“Perdimos todo nuestro ganado en la sequía de los 70 y tuvimos que cambiarnos de ciudad”, dice Rabiatou Aguissa, mientras se agacha en un taburete de plástico en un complejo de paredes polvorientas en Tombuctú.
Madre de ocho niños, ella también perdió a su marido.
“Su hermano pequeño se unió a un grupo armado y él estaba tan molesto que murió del trauma“, cuenta, mientras reajusta la tela alrededor de su cabeza.
Junto a ella, hay otro recordatorio de una vida en pequeños pedazos.
Paquetes del tamaño de un pulgar de sal, cebollas, pescado seco y tomates se ensamblan en una pequeña bandeja de metal, lista para la venta en la carretera.
Dos agujas de tejer sobresalen de la bandeja, otra herramienta para tratar de llegar a fin de mes.
Una población creciente y cada vez más frágil
En su estrecho recinto amurallado, y en todos los lugares a los que fuimos, los grupos de niños risueños son otra señal de lo que nos espera.
La población en el Sahel se dobla cada 20 años, y cada generación es más frágil que la anterior.
El Banco Mundial considera que esta región se está quedando atrás en la batalla contra la pobreza.
Nos reunimos con Younoussa, de 17 años, en el Centro para el Tránsito y la Reorientación en Gao, un lugar de rehabilitación para jóvenes que fueron reclutados a la fuerza por grupos armados.
Casi 50 jóvenes, entre 13 y 17 años, se disponen a desayunar cuando llegamos.
Younoussa nos cuenta que se convirtió en pastor a los 13 años, pero muchos otros niños comienzan a atender a los rebaños desde los 9 o 10 años. Como muchos jóvenes malienses, nunca fue a la escuela, solo a clases de Corán.
Nos dice que la inseguridad obligó a su familia a huir de su casa, pero él se quedó para vigilar su ganado.
“Pero no llovía, y los animales no tenían nada para comer. Murieron, uno tras otro”.
“Para sobrevivir, no tuve otra opción que unirme a un grupo armado”, nos dice.
Nos detalla cómo ganaba el equivalente a US$3 por mes, trabajando en la cocina y en puestos de control.
La mayoría de estos jóvenes no quieren admitir si combatieron o no.
“No quiero estar con un grupo armado”, dice Younoussa, visiblemente triste. “Quiero estar con mi familia otra vez y conseguir un trabajo”.
Esta peligrosa mezcla de factores en Mali puede parecer abrumadora, pero hay destellos de esperanza.
Como casi todos los malienses tienen que vivir de la tierra, ahí es donde tiene que empezar la lucha.
“Los agricultores no están solos”, dice Sossou Geraud Houndonougho, quien trabaja en agua y saneamiento para el CICR en la ciudad de Mopti.
“Tenemos que enseñarles no solo a plantar su propio jardín para su familia, sino a trabajar juntos para plantar un bosque para su comunidad, para su futuro”, explica.
Y el medidor, Cisse, hace una petición de diálogo: “Debemos sentarnos y hablar, y ver qué podemos hacer, no con armas sino con el diálogo, para reducir las diferencias entre nosotros”.
“Vemos ejemplos prometedores, a nivel local, que nos muestran que la paz es posible y que hay mucha energía para responder al cambio climático”, considera Maurer del CICR. “Pero está claro que no lo superarán a menos que haya un apoyo de la comunidad internacional que vaya más allá de la seguridad”.
Y el mensaje es claro desde Mali: el tiempo se está acabando.