Muchos años antes, la gente acomodada había usado los lujosos “chapines”, forrados de seda y bordados con piedras preciosas que le dieron origen a nuestro apodo. Muy bien explica el escritor Francisco Pérez de Antón en sus Chapinismos del Quijote que ese incómodo calzado llegaba a medir hasta 21 centímetros de altura y algunos recién casados protestaban por el engaño cuando las desposadas se los quitaban. Eran algo así como los zapatos que ahora están de moda y hacen ver gigantes a las chicas. Las veo “montadas” en ese calzado, muero de envidia y recuerdo que en los años setenta y ochenta (no es correcto “los 70’s”, etc.) del siglo XX se usaron. Gracias a esas plataformas en una ocasión me doblé el pie, y como el zapato era amarrado no me lo pude zafar. El resultado: una ruptura de tendones, que me dislocara el tobillo y que tuviera que hacer varias semanas de reposo que no cumplí, pues me gradué al poco tiempo de traductora en ESTI y acepté las sandalias con “tacón cubano” (grueso y de poca altura) que una prima me ofreció.
Esa vez habría querido ir sin zapatos, pero llegar así a un acto en que quienes se graduaban lucían sus mejores galas era inadecuado e hice el sacrificio y no me descalcé hasta que este terminó. Mi costumbre es andar de “tacón de hueso” en casa y me siento más cómoda. A ese hábito de siempre, le debo haberme roto casi todos los dedos de los pies al tropezar con cualquier cosa que esté fuera del camino o en él, sea esta una silla o la pata de la cama. Es muy sabroso caminar descalzo, sin ese invento hecho para proteger los pies, que se convirtió en pura vanidad.