PERSISTENCIA 

Barroquismo latinoamericano

Margarita Carrera

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Descubrir o redescubrir América Latina es penetrar en un mundo de excesos y exuberancias. La Naturaleza, “juego de antítesis”, se desborda en voracidad de vegetación o en hondo desierto. Mundo de silencio y de música, de luz y sombra. Mundo alucinante. La realidad se vuelca en un sueño en donde todo es posible. Vida y muerte. Paz y violencia. Selva y pampa. Ríos, mares, abismos. Civilización y barbarie. Sobre todo, barbarie.

Ambiente bárbaro. Su común denominador: las contradicciones, los contrastes en abigarrados pueblos cósmicos, telúricos. Ruinas, ciudades coloniales que destajan el tiempo con sus leyendas y mitos. O bien, ciudades que alzan desconcertantes “buildings” modernos y espaciales. Y frente a este deslumbrante mundo arquitectónico, el hundimiento atroz: covachas que rodean a las grandes urbes, miseria pavorosa que levanta, en viejas láminas y cartones, sus paredes. Reto de “los condenados de la tierra” a sus inconmovibles amos. Clase media que se empina sobre su pavor.

Latinoamérica es barroquísima: laberinto de naturaleza, pueblos, seres humanos. Desquiciamiento de palabras, “enredaderas del verbo”.

Hay búsqueda de términos apropiados para acercarse en lenguaje barroco a ese barroco. Sus habitantes se pierden en una Torre de Babel: frente a las lenguas indígenas, las innumerables formas de expresarse en el español de los conquistadores.

El escritor se desgreña, se enmaraña, trata su propio desnudo que es suyo y de todos. Busca incansable el lenguaje exacto que camine a la par de su mundo interno y externo.

“El legítimo estilo del novelista latinoamericano actual es el barroco”, nos dice Carpentier. Con mayor amplitud, agrego: “El legítimo estilo” de todo escritor latinoamericano que levante su obra sobre la lírica, el drama, el ensayo, la narración.

Carpentier, barroco, habla sobre el arte: “Nuestro arte siempre fue barroco, desde la espléndida escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor novelística actual de América, pasándose por las catedrales y monasterios coloniales de nuestro continente. Hasta el amor físico se hace barroco en la encrespada obscenidad del guaco peruano”. Luego, agrega algo importantísimo para críticos y escritores: “No temamos, pues, el barroquismo en el estilo, en la visión de los contextos, en la visión de la figura humana enlazada por las enredaderas del verbo… el barroquismo nuestro, nacido de árboles, de leños, de retablos y altares, de tallas decadentes y retratos caligráficos hasta neoclasicismos tardíos; barroquismo creado por la necesidad de nombrar las cosas…”.

La literatura latinoamericana se inicia en barroco: desde las leyendas indígenas hasta los de ávidos cronistas: Bernal Díaz. Y, ahora, más acá, Miguel Ángel Asturias y Carpentier.

Barroco implica, además, vitalidad. Necesidad de expansión, deseo sensual del exceso, avidez en el detalle que encierra dentro de sí, como el caracol, infinitos mundos de deleite. Cada palabra, un caracol. Cada desborde inusitado de palabras.

Barroco para el latinoamericano significa, también, encontrar su identidad en lo recóndito, en las raíces de la tierra de la que brotan, incansables, seres humanos, animales, selvas, ríos, cataratas. Significa reencuentro total con la vida a plenitud, en desborde de goces que se impone o pospone a la muerte.

En barroco se sume el ámbito geográfico latinoamericano, extremadamente vital, en alarde de desquiciamiento: plantas que parecen sexo, que son sexo; milenarios árboles que crecen ensimismados en su grandeza; profundos lagos límpidos al pie de volcanes que encienden pavor y misticismo; ríos, cataratas, gigantescas caídas de agua en perdidas selvas vírgenes; islas en donde el sol es más sol, y el hombre y la mujer morenos o negros lo absorben ebrios de rumbas, cánticos, tambores, desnudeces de vida sabrosa y sensual.

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