El mostrador celeste de madera data de 1951. Nunca ha tenido reja y nunca la tendrá. Las gavetas del recetario se conservan intactas y en el estante más alto, protegido con plástico, se encuentra el cuadro de la Santísima Trinidad, el nombre que lleva la farmacia. Más que un negocio, es historia, tradición y, sobre todo, servicio a la comunidad.
Desde la esquina donde se ubica la farmacia Trinidad cuesta creer que todo lo que hoy se dice del barrio El Gallito sea cierto. La vida transcurre como siempre, como antes: las vendedoras del mercado comienzan a colocar la venta sobre nylons; una anciana, con el rosario en las manos, entra a la iglesia a rezar y un zapatero ambulante, que se anuncia tocando la violineta, pasa frente a la farmacia y saluda a su propietario: “Dios, pues, don Yemo”, y éste, vestido con bata blanca, responde desde adentro.
Guillermo Méndez Santizo, “don Yemo”, como es más conocido en el barrio, inventó la pomada GMS, que ha sido utilizada por infinidad de personas, éxito que también ha significado mejoras para el barrio. No hay una mujer que no recuerde el día en que, gracias a don Yemo, tuvieron luz en el tanque comunitario para lavar por las noches. El no olvida que una de las mujeres le envió uno de los regalos más hermosos que ha recibido.
“Vino una niñita y me dijo: dice mi mamá que muchas gracias por ponernos la luz, y me entregó un rimero de tortillas envuelto en una servilleta, y un pedazo de queso”, cuenta. Hay abogados y médicos del barrio que conservan el recuerdo de los años felices que pasaron en el Parvulitos GMS, fundado por don Yemo hace 33 años, el cual es supervisado actualmente por una de sus hijas. Cada año, cien niños del sector asisten gratuitamente a recibir educación preescolar. Las ventanas de la farmacia están tapizadas con fotografías de todas las actividades que realizan los pequeños.
“Mis niños son mi mayor orgullo… no sólo plantamos en ellos la semilla del saber, sino que conocen a Dios a través de la eucaristía”, dice.
Y son esas obras las que han llenado su vida de satisfacciones. Hace poco, a su negocio llegó una carta que lo hizo llorar de emoción. La comunidad guatemalteca que reside en Nueva York designó a don Guillermo como “Mariscal de la Hispanidad”, un título que se otorga a las personas ilustres de cada nación latinoamericana que llevan una vida ejemplar y se han dedicado a servir al prójimo.
Hoy, 12 de octubre, estará en el desfile de la comunidad hispana en Nueva York, acompañado de su esposa y sus cinco hijos, recibiendo un justo reconocimiento. “La vida me ha regalado muchas cosas. Todo me lo he ganado con trabajo, pero el cariño de la gente es mi mayor tesoro”, afirma emocionado.
En la ratonerita
En una pequeña habitación escondida detrás de los andamios repletos de medicamentos, don Guillermo guarda sus recuerdos más atesorados: fotos familiares, los libros de genéricos con los que aprendió el oficio de farmacéutico, los trenes que fabricó en su infancia con cajitas de fósforos y botones, los poemas que ha escrito a lo largo de su vida y los dibujos que constantemente le mandan los estudiantes del Parvulitos GMS.
“A esta habitación yo le llamo “la ratonerita verde”. Aquí hay un poco de todo, pero todos son recuerdos hermosos”, explica.
A los 75 años, hay cosas en las que nunca dejará de creer: Por ejemplo, que cualquier trabajo debe hacerse con dignidad, que una de las mayores riquezas de un ser humano es tener amigos y que, con educación y deporte, la juventud puede construir una vida diferente.
Una convicción que defiende ante quien sea, por más obstinada que parezca, y por la cual incluso ha escrito cartas a varios presidentes de la República, es que Belice sigue siendo de Guatemala, y que el mapa sin Belice no es mapa: “Yo aprendí a amar el mapa de mi país completo, y cuando lo veo sin una parte tan grande, lo desconozco”, dice.
Don Guillermo nació en Patzún. Su padre era carpintero y su madre murió cuando él era muy pequeño. “No recuerdo su rostro, por eso le escribí el poema ¿Cómo eras madre?”.
Solamente estudió hasta sexto primaria. Siendo muy pequeño llegó a la capital en busca de trabajo, y ni siquiera la enormidad de la ciudad pudo limitar la osadía de sus 12 años.
“Yo quería ser aviador, así que escribí una carta a la escuela de aviación pidiendo una oportunidad, y me dieron una audiencia. Cuando me vieron, todo chiquitío y flaquito, se sorprendieron y me dijeron que, por mi edad, no calificaba para entrar. Me dieron la oportunidad de trabajar como ayudante de mecánico en el taller de la Policía, y luego trabajé como aprendiz de herrería”, recuerda.
La primera farmacia en la que trabajó fue en la Guzmán. “Era el mandadero, y me pagaban Q5 al mes. Aprendí a poner inyecciones”, confiesa. Siempre soñó con conocer México, y su eterna pasión por la poesía y su habilidad para declamar lo ayudaron a cumplir ese anhelo.
“Gané un concurso en la radio TGW. Me dieron 30 botellas de vino, las vendí y con ese dinero me fui en tren al Distrito Federal. Lo primero que hice fue ir a visitar a la Virgen de Guadalupe. Yo no conocía el mar. Allí lo vi por primera vez, en Veracruz”, cuenta.
Allá consiguió trabajo en una farmacia, pero después de un año le ganó la nostalgia y volvió a Guatemala.
El milagro de la pomada
Al volver de México trabajó como repartidor en la farmacia Washington, y fue una de las clientas quien encendió la luz que transformó su vida.
“Llegó una señora y nos dijo… “esta farmacia es muy surtida, pero lástima que está tan lejos. ¿Por qué no abren una farmacia en “El Gallito”, allá necesitamos una”. Sin pensarlo dos veces, agarré mi bicicleta y me vine a conocer el barrio. No tenía ni un centavo, así que les hablé a mis hermanos. Uno me dijo que me podía ayudar con Q200, otro con Q100, y el único que no me podía ayudar me dijo: “Hermano, yo no tengo dinero, pero como sé de carpintería, te ofrezco hacer los estantes”, y son estos mismos…”, dice, y los señala.
Pero el mayor milagro vino después. En la parte de atrás de la farmacia, don Guillermo aún guarda los frascos de vidrio que contienen diferentes sustancias con las que él mismo preparaba las medicinas, así como el tazón o mortero donde mezcló la primera pomada GMS.
Nunca se cansará de narrar la historia: “Vino aquí una mujer que tenía unas llagas en las rodillas. Cuando la vi, me impresioné y le dije a su hijo que eso yo no podía curarlo. El me vio y me dijo: “Señor, ayúdeme. Mi madre está desahuciada”, y su aflicción me convenció. Hice la mezcla y le imploré al Espíritu Santo que me guiara. Guardé la pomada, pero la mujer nunca apareció. Al poco tiempo vino Mario, un niño que había sufrido serias quemaduras, y la pomada ayudó a sanarlo”.
Muchos años han transcurrido, y don Guillermo cree fielmente que aquella mujer que nunca más volvió fue el espíritu de su madre, quien le abrió el camino. La fórmula original se convirtió en la pomada GMS, la cual alivia úlceras, barros, raspones, granos, escaldaduras y más. Tanto la pomada como el balsámico GMS son aún elaborados en el laboratorio ubicado en el mismo local de la farmacia.
“Hoy tengo muchas cosas, pero todo me lo ha dado Dios. Yo sólo trato de seguir las enseñanzas de San Francisco de Asís, y todos los días pido a Dios: “Señor, hazme un instrumento de tu paz…”.
Don Guillermo Méndez Santizo falleció el 23 de febrero de 2013 y fue sepultado en el Cementerio General de Patzún, Chimaltenango, su tierra natal.