PERSISTENCIA

Del rebelde y del revolucionario

Margarita Carrera

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El rebelde es el infatigable y contumaz demoledor airado de formas fabricadas o prefabricadas por una sociedad temerosa de la intempestiva libertad. Es el ser que todo lo cuestiona: lo prohibido, lo sagrado, lo bendito, lo maldito, lo eternamente cuestionable. El que no se conforma con ninguna respuesta porque sabe que detrás de ella se oculta otra respuesta aún más sabia, y detrás de esta, otra y otra y otra. Y nada le complace. Es el insatisfecho crónico, el impertinente aristócrata, el formidable voraz, el detector de mentiras y crueldades.

Si el revolucionario tiene un programa definido y lógico, el rebelde es el caos mismo, enemigo acérrimo de todo lo previamente programado, previamente hecho, previamente enterrado en la tumba del conformismo de un cabal y deplorablemente ordenado.

El revolucionario da la vida por algo, por lo que él cree bueno y verdadero. El rebelde muere a cada instante, no por algo, sino por lo que considera, en un momento de locura, bello y verdadero.

Si el revolucionario muere tan solo una vez, el rebelde muere cada día, con cada enfrentamiento fatídico, con el absurdo de la vida que es un reto a su ansia de libertad, un desafío al cual hace frente de manera catastrófica y suicida.

El revolucionario confía en un mañana de paz y de bienestar para la humanidad. El rebelde va más allá de ese mañana y más acá. Cree en un hoy vulnerable, fatal, cuestionable por siempre, eterno y único, feliz y trágico.

El revolucionario cae hincado ante un programa salvador, ante seres redentores. El rebelde no se postra ante nada ni ante nadie. Es él mismo, el solitario, la soledad misma, sin consuelos transitorios ni frágiles promesas caducas.

El revolucionario cree. El rebelde duda. El revolucionario dice amar tras su culto odio vivificador. El rebelde dice odiar tras su escondida ansia infinita de amar.

Es, sin duda, un hambriento de amor, un voraz insaciable. Por eso cae y se levanta y se arrastra y vuela y se sumerge en las aguas cenagosas y círculos infernales. Su hambre no tiene fin, como su rebeldía. Insaciable la una y la otra.

El revolucionario es un ser aleccionado y un aleccionador, el rebelde no cree en lecciones. Ni maestro, ni mártir. Nadie le venera, nadie le consagra, nadie le santifica; por el contrario, se le rehúye, se le teme, se le margina. No es raro que se le declare loco y se le encierre en un manicomio. La hipocresía humana no soporta sus verdades fulminantes.

El revolucionario tiene una meta, el rebelde desconoce la palabra meta. No hay credo que lo convenza de su desconsolante búsqueda de un amor imposible, laberíntico, caótico, vedado.

La piedra del rebelde es el escándalo, el rechazo a todo sistema —sistema de cárcel— por placentero a todo sistema que parezca. Alguien dijo que “el que escandaliza juega siempre a la perversidad”, pero también el escándalo es lo único que sacude al humano de su fastidio cotidiano, que también constituye una perversidad.

El revolucionario no escandaliza. Provoca admiración, jamás rechazo; es el heroico paradigma de una sociedad en su búsqueda de la venganza, sinónimo de justicia. El rebelde, jamás glorificado, es subversivo hasta la subversión. Cae por siempre de bruces y si no es él mismo, no hay quien se atreva a levantarlo porque es una bestia herida, un inminente peligro que aterra a todo aquel que se le acerca. El revolucionario es buscado. El rebelde, rehuido. Es el perseguidor implacable, el desconsolador buitre de Prometeo. El revolucionario es Prometeo. El rebelde es el buitre que devora por siempre el vientre de la sociedad.

Con el rebelde, la historia de la humanidad es cuestionada. Y la lógica y todo lo razonable. Solo se levantan. Para él, trágicamente bellos: el mito, la leyenda, la poesía.

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