Reside en Cajolá, Quetzaltenango. Su exesposo, alcohólico, los abandonó. Ella afirma que es mejor “luchar sola a recibir golpes diariamente”.Su municipio es uno de los tres con mayor índice de pobreza en Quetzaltenango, con 81 por ciento. Su historia representa la de muchas madres que viven la angustia de no tener esperanza de progreso para sus familias.
Dificultad
“Aquí no hay trabajo ni para oficios domésticos. Uno trabaja en el campo, sembrando o recogiendo cosecha, pero se gana poco. Soy madre soltera. Mi esposo tomaba mucho, me golpeaba y me abandonó hace un año, justo cuando nació mi segundo hijo.
Lo que estoy sembrando me servirá para todo el año, para tener que comer. Solo se comen dos veces al día, y cuando hay dinero se come arroz; de lo contrario, yerbas y atol”, comenta Jiménez, mientras remueve la tierra con el azadón en una cuerda de terreno que alquila. No recibe ninguna ayuda de fertilizante ni de programa social alguno.
Su hijo Alfredo, de 4 años, le ayuda a colocar hojas secas, a manera de abono, en los agujeros donde se colocan las semillas. “Quisiera que empiece a estudiar el otro año”, dice.
“A mí nunca me dijeron si quería estudiar. Desde pequeña me dijeron que siempre había que ir a sembrar, a pastorear, a cuidar a mis hermanas más pequeñas, a limpiar la casa”, cuenta mientras remueve la tierra.
Limitaciones
“En el campo se gana Q20 por día, a veces. Con ese dinero no alcanza para nada, pero no hay trabajo”, dice, casi a punto de llorar. Afirma que le gustaría llevar a sus niños al zoológico de Quetzaltenango, pero no hay con qué.
Ella es la séptima de sus hermanas, quienes han emigrado a otros pueblos, donde venden dulces en la calle o lavan ajeno en pilas públicas.
Por la falta de dinero tampoco ha podido ir a visitar a su hermana Rosario, de 42 años, quien está hospitalizada en Sololá.
“Es muy triste la vida de pobre, —llora y deja de sembrar para secarse las lágrimas—. Yo quiero a mi hermana, porque es la mayor; pero solo Dios la protegerá. No tengo ni para el pasaje de bus, menos para llevarle algo”, se lamenta.
Cientos de mujeres del área rural de varios municipios de Quetzaltenango enfrentan un panorama adverso debido a la falta de educación, salud y oportunidad laboral y de desarrollo.
Muchas se casan a corta edad, y a menudo son víctimas del machismo y alcoholismo de sus cónyuges, lo que acarrea maltrato y carencias.
San Juan Ostuncalco, Cajolá, San Miguel Siguilá, Huitán, Cabricán y Sibilia tienen los más bajos niveles de desarrollo para las mujeres del departamento, según la Defensoría de la Mujer Indígena.
En Sololá
¿Qué vamos a comer hoy?, es la pregunta que angustia a diario a Ana García Och, madre de familia de Santa Catarina Ixtahuacán, Sololá, otro de los municipios con más alto nivel de pobreza y pobreza extrema en el país.
Tiene claro que son los niños quienes más padecen la pobreza de la comunidad, pues están desnutridos y eso afecta su desarrollo, pues no pueden ir a la escuela, y si van, no aprenden.
“Los partidos políticos llegan cada cuatro años a la comunidad a entregar cosas, pero lo hacen por un interés, y cuando están ya posicionados se olvidan de la población”, expresa con decepción.
“No queremos nada regalado, porque lo mejor es que aprendiéramos actividades productivas que nos permitan trabajar y sacar de la pobreza a nuestros hijos”, dice.
“Ya no se puede decir que comemos de lo que produce el campo, porque las cosechas se han arruinado. A veces, solo se come tortillas y sal o chile. Un huevo cuesta Q1, y no nos alcanza. Conozco a familias que ponen a trabajar a sus niños porque si no, no comen. Uno amanece con la duda de si va a comer en el día. A los niños se les da dos veces al día, porque cada tiempo es caro y no hay trabajo para los pobres, y si hay, pagan poquito”, explica.
Panorama complicado
El municipio con mayor índice de pobreza del país, con 97.7, es Santa Bárbara, Huehuetenango. Aunque está a solo 27 kilómetros de la cabecera, afronta problemas de salubridad, desnutrición y analfabetismo.
“Hay madres hasta de 14 años, y una vez entran en este ciclo, tienen hijo tras hijo, en detrimento de su salud. Viven pegadas al comal, supeditadas a la autoridad del marido, y es un círculo vicioso, porque cuando llega la adolescencia a las niñas, es tal la falta de educación de los padres que no saben cómo tratarlas y ellas terminan prácticamente huyendo con el primer muchacho, y el ciclo se repite”, explica Gloria Chávez, de la Organización Pestalozzi, fundación que ha llevado letrinas, agua entubada y alfabetización a ese lugar.
“El machismo es un terrible peso que llevan las madres, pues aunque quieran capacitarse o aprender a leer para enseñar a sus hijos, a veces los esposos lo prohíben, lo cual las deja no solo en la pobreza, sino que reduce la esperanza y con la angustia de no tener cómo ayudar a sus hijos y sobre todo a sus hijas a cambiar su futuro”, puntualiza.
Los niños no van a la escuela
Estela Cutzal Chocojay casi no habla castellano, tiene cuatro hijos y vive, junto a su esposo, en Pacután, Santa Apolonia, Chimaltenango, un municipio de gran producción agrícola, pero paradójicamente hay días en que solo beben agua para mitigar el hambre. “No fui a la escuela. Trabajo desde pequeña. Aprendí poco español, y por eso a veces me cuesta encontrar trabajo en oficios domésticos”, comenta Estela.
“Si bien nos va, logramos obtener Q40 diarios, los cuales ganamos en el corte de fresa, arveja o maíz. Esos recursos nos tienen que alcanzar para los tres tiempos de comida, aunque hay temporadas sin trabajo”, relata.
Su vivienda, de adobe, madera y lámina, mide cuatro metros por lado. Aunque poseen un pequeño terreno, este se ubica en una pendiente, por lo que producen poco.
“Tenemos solo una cama matrimonial para los seis miembros de la familia, y guardamos nuestras pocas prendas de vestir en unas cajas de cartón. No tenemos televisor o radio, pues apenas nos alcanza para pagar la electricidad”, añade.
Sus hijos no van a la escuela. Angelina, de año y medio; Jonathan Felipe, 4; Gustavo Ariel, 10; y Brenda Rosalina, 12. Jonathan no puede caminar, al padecer por un mal congénito agravado por la desnutrición.
“Cuando estuve embarazada de mis 4 niños, acudía a mis controles cada mes, pero no podía alimentarme bien. Lo hemos llevado a Fundabiem, pero no sabemos si va a caminar”, explica.
Llora cuando piensa en el futuro se su hija mayor. “Ella, al igual que nosotros, no va a la escuela. Se ocupa de cuidar a sus hermanos. Gustavo cursa primero primaria, pero no sabemos si va a poder seguir”, manifiesta.
Óscar Cujcuj, su esposo, afirma que se esfuerza en trabajar, pero hay escasez de empleo. “Me gustaría poder brindar una vida mejor a mi esposa e hijos; pero, ¿cómo?”, se pregunta.
“Vivo una situación muy crítica”
Tiene seis hijos, y gana Q125 semanales como ayudante en un comedor de Comitancillo, San Marcos. Su esposo, alcohólico, los abandonó. Pero aún así, Olimpia Orozco Jiguán, residente de Chixal, no pierde la esperanza de sacar adelante a sus hijos, aunque las condiciones son adversas.“Mi hijo Hermenegildo, a sus 13 años, ya no siguió estudiando.
Ahora está pensando irse a los Estados Unidos. Yo me pregunto cómo lo hará. Está decidido a emprender la aventura. Solo Diosito dispondrá de él, porque ahora que ya no va a la escuela se queda cuidando a sus hermanos cuando me vengo a trabajar a la población”, relata. Orozco comenta que sus patronos le regalaron algo de ropa para sus niños.
“Estoy viviendo una situación crítica, pero aún así espero salir adelante”, dice Olimpia, a quien entristece la situación que afronta en un municipio afectado por la pobreza. De hecho, es uno de los que tienen mayor índice de pobreza (90.7) y pobreza extrema (44.1) en el país.
Este índice se refiere a las personas y núcleos familiares que apenas logran cubrir sus necesidades de alimentación, vivienda, salud y empleo, o que en todo caso no lo consiguen debido a la falta de ingresos.
“Fertilizantes no llegan a nuestra aldea”
Hace 12 años, Rosario López Chub se quedó sola con sus cuatro hijos, pues su esposo la abandonó. Vive en Cuchilla del Nogal, Purulhá, Baja Verapaz.“Estaba embarazada, y comenzó a trabajar en las fincas cercanas, en donde ganaba Q30 diarios; pero no todos los meses del año había trabajo, solo por temporadas”, relata.
Su hija Fidelia López tiene 19 años y un niño de año y tres meses. Comenta que su madre los cuidó, a pesar de las carencias.
“Me iba a trabajar, y les dejaba algo de maíz o Incaparina, o tortillas de banano. Una vez le pregunté a mi hija por qué mezclaba el banano con el maíz, y me respondió que para que abundara”, dice Rosario.
Cuando algún hijo se enfermaba, los curaba con plantas silvestres, porque no había para el médico, cuenta mientras se frota las manos tras haber acarreado una carga de leña.
“A veces he sembrado maíz, pero no mucho, para no gastar en el abono, porque la ayuda del Gobierno nunca ha llegado a la comunidad. Aun así, algo hemos cosechado”, explica.
Sus hijos llegaron solo a tercero primaria. Fidelia no fue en absoluto a la escuela. “Yo sí quería, pero me tocaba cuidar a mis hermanos. La más pequeña no me dejaba hacer la tarea, y ahora estoy muy grande para ir”, expresa la joven, mientras sostiene a su bebé.