Nunca he leído una novela de misterio tan original como esta. A diferencia de Aghata Christie, de sir Arthur Conan Doyle (el famoso creador de Sherlock Holmes), que al final de la novela dice quién es el culpable, e incluso de Dan Brown con su obra El código de Vinci, Francisco presenta, a raíz de un accidente real que ocurrió en el mencionado callejón, a culpables y victimarios desde casi el principio, y el mayor interés reside en tratar de descubrir cómo se resolverá la situación. Es decir, anticipa sucesos cuya resolución no es para nada fácil.
Creo que Francisco no ha omitido ni un solo recurso de la regla de oro de la uve doble: Quién, cuándo, dónde, por qué y qué, a la que yo añado cómo. Confieso que estuve tentada de leer el final casi al principio de la novela, tanta era mi curiosidad, pero me contuve y leí en orden el relato en el que alternan narración, descripciones, diálogos salpicados de localismos nuestros, y razonamientos sobre la cadena de circunstancias que determina al destino, con la prosa clara y elegante que brota de la pluma del escritor.
En ese tiempo el quetzal, creado por José María Orellana, valía a la par del dólar, pero el café, amén de otros productos, tras las malas cosechas debidas al clima, estaba por el suelo gracias al crac. La crisis alcanzaba a muchos guatemaltecos que habían perdido sus capitales guardados en dólares o en quetzales —los bancos quebraban uno tras otro— y los usureros por una bicoca se hacían de grandes propiedades. Y entonces, por un capricho del azar ciertas personas se encuentran con unos recursos caídos del cielo. ¿Qué harán? ¿Qué les sucederá?
Si algo les puedo recomendar a mis lectores es la lectura de ese libro, en el que la imaginación de Francisco ha ideado una trama espeluznante, misteriosa, intrigante Los atrapará, y lo disfrutarán como lo he disfrutado yo.