PERSISTENCIA
Pasionales metas del escritor
El escritor auténtico, ese que escribe por una imperiosa y profunda necesidad interna que lo hace identificar su ser con su quehacer, se propone siempre dos pasionales metas: decir algo, y decirlo en forma bella, con palabras vetustas que reluzcan como muevas. Dos metas agobiantes e inseparables.
Y ese “algo” que se dice siempre está relacionado con el hombre y su destino, aunque aparentemente se describan paisajes y cosas o se recurra a animales parlantes o silenciosos. Detrás de ello están los “temblores, repentinos descubrimientos y fracasos” del hombre, sus ilusiones desmedidas y su grotesca ansia de amor y de infinito, su inminente deseo de poder y de gloria, que le compensan, en parte, de su trágica mortalidad.
Así lo escrito “que aún se sacude y humea” es el escritor mismo, o su retrato innegable y verídico, que a su vez refleja al hombre genérico universal. El hombre escribe lo que es el hombre, y al hacerlo, se confiesa y confiesa a la humanidad entera.
Pero hay una condición básica para que esta confesión o comunicación de los problemas humanos sea válida en el campo de la literatura, y es que sea expuesta bien, lo que equivaldría a que sea expuesta con belleza. (Sin olvidar ni por un momento cuánto de subjetivo encierran estos dos términos valorativos). Pero hay un mágico hechizo en las cosas “bien dichas”: nos llegan directamente al fondo del alma.
A través de la historia se ha creído que la literatura es un simple juego o divertimiento, sobre todo en el género novelesco. Hemos de aclarar que (sin dejar de ser eso, y convencidos de la “seriedad” que encierra todo juego o divertimiento para el humano), la literatura es también, como nos dice Sábato al referirse a la novela contemporánea, “conocimiento”; conocimiento del hombre y de la mujer en toda circunstancia temporal o geográfica. Y si es conocimiento, no es raro que se acerque en mucho a los linderos de lo científico; sin embargo, lo rebasa, pues lo científico se ve limitado siempre por fuera de la lógica implacable; mientras que la literatura, como todo arte, vuela más allá, con las alas de la imaginación, de la fantasía, de los sueños que nos conducen, de manera más eficaz, a verdades contundentes. En otro de los ensayos se declara que en literatura todo es permitido. Luego, se piensa que esta tiene derecho a incursionar en todos los campos del saber humano, y lo hace, siempre que este saber esté profundamente relacionado con el destino del hombre.
Y así como no creemos que hay un arte por el arte, tampoco creemos que hay un saber por el saber. Tanto arte como ciencia no valen por sí solos, no son un fin en sí mismos, han de estar ligados al hombre, a su destino, a su mundo consciente e inconsciente, a su cuerpo y a su alma. Arte y ciencia son, pues, antropocéntricas. Giran alrededor de lo humano y solo existen en cuanto llenan sus necesidades impostergables.
Se nos alegará que hay artistas (en nuestro caso, escritores) que se encierran en su “torre de marfil”. No creemos que esto sea posible. Aunque lo hagan, lo que ellos desde este su refugio creen o investiguen continúa siendo un producto humano, por lo tanto relacionado con la naturaleza humana y aprovechable por ella. Porque si llena la necesidad básica de un ser humano que dice haberse aislado del mundo, llena la necesidad básica de todos los humanos que rodean tan añorada torre paradisíaca. La auténtica creación (artística o científica) rebosa todo límite de marfil y, tarde o temprano, nutre a la humanidad entera.
La literatura no es “barata” ni “cara”, aunque se la quiera degradar supeditándola a lo económico; es simplemente “literatura”, y como tal rebasa los límites monetarios, al entrar en los linderos inescrutables del alma humana.
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