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Muere Luis Augusto Turcios Lima jefe de las FAR

El 2 de octubre de 1966 murió el teniente Luis Augusto Turcios Lima, uno de los participantes en el movimiento 13 de noviembre de 1960 en el inicio del conflicto armado interno. 

Titular de Prensa Libre del 3 de octubre de 1966. (Foto: Hemeroteca PL)

Titular de Prensa Libre del 3 de octubre de 1966. (Foto: Hemeroteca PL)

El 26 de julio de 2009, Revista D tuvo la oportunidad de entrevistar a la madre de Turcios Lima, doña Lilian Lima viuda de Turcios, quien reveló interioridades de su familia y de su hijo, líder de la insurgencia.

Sus tres hijos participaron en el movimiento guerrillero. Colaboraron en diferentes actividades, pero el recordado por la historia es Luis Augusto Turcios Lima, su primogénito, quien pasó de ser oficial del Ejército a la guerrilla.

Allí utilizó el seudónimo de Herbert. Irónicamente, durante una beca estudió las técnicas de la lucha contrainsurgente, en Fort Benning, Columbus (Georgia, Estados Unidos). Después fue comandante y fundador de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR).

Para el movimiento de marzo y abril de 1962, cuando los estudiantes universitarios se levantaron en contra de Miguel Ydígoras Fuentes, Yon Sosa nombró a Turcios Lima comandante del movimiento de insurgentes en la capital.

Doña Lilian a sus 86 años recuerda cada fecha que marcó aspectos importantes para su familia. Es jubilada del Estado, trabajó como oficinista en el juzgado de Cuentas y en el de lo Económico Coactivo. “Me defendí bastante bien; aprendí de leyes”, destaca.

Solo fueron 11 años, porque el 15 de julio de 1963 tuvo que salir al exilio, “por la situación de Agustito. Mi hijo me decía que me fuera, porque nos iban a tomar de rehenes a mí y a mi hija, para obligarlo a entregarse, lo que nunca haría”.

“Yo pensaba que era para quedarse libre, porque mi presencia lo cortaba”, cuenta. Decidió abandonar el país después de que, por varios días, Huevo Loco, quien fuera uno de los jefes de la Judicial, la seguía a todas partes; en la oficina (donde trabajaba), él se sentaba a cinco metros de ella, “viéndome con esa su sonrisa”. “Un día me llamó mi hijo y me dijo: Yo sé que te están vigilando; le contesté que sí, pues esa persona estaba sentada a mi lado”, recuerda doña Lilian.

¿Fue así como decidió salir de Guatemala? ¿A dónde fue?
Comencé a arreglar todo para irme. Me fui primero a México, y después, a Cuba; en este último país estuve tres años, de 1963 a 1966, cuando murió mi hijo (se detiene un momento, como para reprimir la tristeza). Fue una experiencia muy bella estar allá. Yo no he sido política; fue por mi hijo.

¿Su hijo Luis, siempre quiso ser militar?
No, no. Años después mis otros hijos me contaron que decidió ingresar en la Escuela Militar (Politécnica) porque ahí ganaría más dinero para dármelo. Yo me quedé con ellos, sola, cuando tenía 24 años (un año antes se había divorciado, por lo que desde entonces ya no usa el apellido de casada, Turcios. Al año siguiente falleció el padre de sus hijos). El mayor, o sea Agustito, tenía 7 años de edad; el otro, 4, y la niña, 3. Yo los sostuve; nadie me ayudó nunca.

Cuando tenía 15 años, mi hijo le pidió al secretario del juzgado Económico Coactivo, donde yo trabajaba, que le consiguiera una entrevista con el cuñado de este, quien era el director de la Escuela Politécnica de ese entonces. Un día (mi jefe) me avisó que yo tenía permiso para faltar al día siguiente, porque le habían concedido la cita a Agustito. Fue como si me hubieran echado un balde de agua fría encima, pues a mí nunca me habían gustado los militares, pero nunca me opuse a los deseos de mis hijos, aunque sí les hacía ver el bien y el mal.

Él era muy inteligente, muy serio, muy formal, los hermanos maristas (estudió en el Liceo Guatemala) lo conquistaron para que ingresara con ellos, pero no le gustó, porque era un patojo muy inquieto.

¿Por qué no le agradaban los militares?
Jamás, nunca he querido a los militares. No los he creído defensores del pueblo, sino todo lo contrario; siempre fueron opresores. Pero eso no se lo dije a mi hijo cuando él me preguntó por qué no quería que fuera militar.

Durante la entrevista (en la Politécnica) vi que tenía las de perder, y se me ocurrió decirle al director que la edad para entrar allí era de 17 años y mi hijo tenía 15; era un niño. Al principio el director comentó que era un obstáculo, pero después de haber hablado con Agustito me dijo que yo había perdido, porque sacrificaría la edad por la capacidad.

Sin embargo, me seguía negando a que fuera militar, por lo que le puse todos los obstáculos habidos y por haber. Al principio le decía que no tenía los cinco centavos para la camioneta. Vivíamos en la 9a. calle y avenida Elena, pero él salía de madrugada a pie hacia la Escuela Politécnica (en la Avenida de La Reforma); no le importaba. Fue un estudiante distinguido; estuvo en el cuadro de honor. Salió de subteniente.

Cuando cambió todo y se decidió ir la guerrilla, ¿también se lo contó?
Sí, y, como de costumbre, le hice ver el pro y el contra. Eso fue el 13 de noviembre de 1960, pero había venido unos días antes, no a eso, sino porque yo le había escrito contándole que su hermana se había quemado con agua caliente. Agustito, como quería mucho a sus hermanos, pidió permiso, estaba en Zacapa, para venir a verlos, y entonces aprovechó para ir a visitar a sus compañeros a la Escuela Politécnica; allí fue cuando lo enrolaron en el movimiento.

Cuando regresó, me dijo: “Vamos a derrocar a (Miguel) Ydígoras (el presidente)”. Le advertí que no se metiera en eso, porque los viejos tomaban a los jóvenes como escalera y después les iban a echar la culpa de lo que sucediera.

Ese día llevé a mi mamá al cine; cuando regresamos y vi que se había llevado sus cosas, supe que se había marchado. Al día siguiente, en las noticias informaban de un levantamiento en el Mariscal Zavala. Fuimos con mi hija, quien iba a cumplir 15 años, al cuartel, para ver qué sucedía. Había muchos tanques afuera, pero cuando llegamos mi hijo y sus compañeros se habían marchado a Zacapa. Después se incorporó al movimiento dirigido por oficiales de alta, coroneles y tenientes; Yon Sosa era uno de sus superiores.

Agustito se dio cuenta de cómo vivía el campesinado; eso sucedió cuando lo enviaron a Poptún, como castigo por tener diferencias con su superior. El Ejército hizo mucha conciencia en él, aunque también influyó el haber estado en el seminario de los hermanos maristas.

Mi mamá me sacó de la casa por las acciones de mis hijos; decía que no aguantaba esa tortura. Entonces nos fuimos a vivir a una pensión. Allí llegaban muchos judiciales a vigilar, porque era un lugar en donde se hospedaban bastantes universitarios. La dueña de la casa les ofrecía cafecito a las fuerzas del gobierno; yo le decía que por eso llegaban más, pues los trataba muy bien.

En una ocasión, mi segundo hijo estaba en la casa; recuerdo que fue un fin de semana, porque yo estaba allí y, como siempre, llegaron los judiciales. Yo le iba a indicar que dijera que era menor de edad, para no presentar la cédula de vecindad, pero no pude porque un oficial me lo impidió. Cuando la entregó se fijaron en los apellidos Turcios Lima y se lo llevaron preso. Regresó a las tres de la mañana; me contó que solo le habían preguntado por su hermano. Después me enteré de que lo habían sentado en hielo y que le habían dado unas listas de números de teléfono, para que le hablara a Agustito para que se rindiera.

¿Cómo fue su vida en el exilio? ¿Mantuvo siempre comunicación con su hijo?
Sí, él enviaba cartas; no sé cómo, pero llegaban.

Mi estancia en Cuba fue una experiencia muy grande; yo amo a ese país. En esa época recién había pasado la Revolución; se pasaban penas. Me incorporé al trabajo voluntario.

Allá realicé sueños que aquí nunca hubiera podido hacer; por ejemplo, deseaba ver, aunque sea de lejos, una operación quirúrgica. Me gustaba la medicina, pero no tuve los medios económicos para estudiarla. En Cuba estudié para ser instrumentalista; llegué a ser ayudante de cirujano y suturé heridas. Cuando me lavé por primera vez las manos para entrar en un quirófano, era tal mi emoción que creí que me iba a desmayar. Entonces recordé a mi hijo cuando me contaba que, al estar en un desfile en donde tenía que estar firme, al sentir que iba a desvanecerse, se dejaba caer el fusil en el dedo gordo del pie, para que el dolor lo hiciera reaccionar. Yo me machuqué el dedo y entré. También atendí partos y otras cosas distintas, como ordeñar vacas o coser ropita para los niños.

¿Sus otros hijos también estuvieron en peligro?
Sí. Mis tres hijos se involucraron en el movimiento. Esto de la política es como una enfermedad.

Mi hija se fue conmigo al exilio, pero cuando Agustito llegó a representar a la guerrilla continental, eso fue el 3 de enero de 1966, mi hija se regresó con él. A mí no me dejaron salir. Yo volvería a Guatemala en agosto de ese mismo año, pero hubo un huracán muy fuerte y no pude. Volví hasta octubre, cuando mi hijo ya había muerto, fue el 2; regresé 20 días después. No lo podía creer, me puse muy mal. Cuando vine no encontré ningún apoyo.

—Se detiene un momento y recuerda el poema de Otto René Castillo— “Vámonos patria a caminar. Yo me quedaré sin voz para que tú cantes. Yo he de morir para que tú no mueras”. Es muy lindo.

Mi hijo murió de 24 años. Sé que no fue un accidente o una casualidad; fue provocado. —Murió, carbonizado, el 2 de octubre de 1966, junto a su acompañante, Ivonne Flores Letona, en el kilómetro 11 de la carretera Roosevelt, en un accidente automovilístico que no fue esclarecido—. Yo sé que le pusieron una bomba en el carro.

Él quería una Guatemala bella, en donde todos tuvieran pan y salud, sin analfabetos, como en Cuba, en donde había limitaciones, pero se comía y se estaba bien. Así fueron las cosas.

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