PERSISTENCIA
Crítica psicoanalítica freudiana
Es notable señalar, además, la importancia que Freud da al lenguaje de la interpretación de la obra literaria, al destacar que la belleza de la misma depende de la forma como el poeta expresa sus emociones. Según Freud, el poeta ha de emplear “un sutil arte económico” en el lenguaje y “no dejar que su héroe exprese en voz alta y sin residuo todos los motivos secretos que la mueven. Con ello nos obliga a completarlos, ocupa nuestra actividad mental, la desvía de la reflexión crítica y mantiene nuestra identificación con el protagonista. Un poeta mediocre daría, en cambio, expresión consciente a todo lo que quisiera comunicarnos y se hallaría entonces frente a nuestra inteligencia fría y libremente móvil, que haría imposible la ilusión”.
El poeta auténtico, en cambio, nos da signos claves, insinuaciones que nos conducen al laberinto en el cual nos sumergimos, sin más guía que la “sutil” voz del poeta que “se limita a apuntar algo, dejando a nuestro cargo desarrollar lo apuntado”. Y esto “apuntado” no es más que la palabra, vehículo fundamental para alcanzar la verdad en la literatura y en el psicoanálisis. Únicamente que en la literatura ha de adquirir matices especiales, o de otra manera, una determinada forma que la haga entrar en el mundo de lo estético.
Según Roland Barthes, “sólo la forma permite escapar a la irrisión de los sentimientos, porque ella es la técnica misma que tiene por fin comprender y dominar el teatro del lenguaje”. Y este lenguaje ha de ser “indirecto”: “en literatura, como en la comunicación privada, cuanto menos ‘falso’ quiero ser, tanto más ‘original’ tengo que ser, o si se prefiere tanto más indirecto”.
Hay, pues, que crear un “lenguaje indirecto”, porque la comunicación directa mataría en nosotros toda emoción estética seria, es “expresión consciente” de que nos habla Freud. En este sentido, participa el creador del psicoanálisis de la postura formalista, tan antigua como la poesía, que destaca la necesidad de la escogencia de las palabras. En su breve pero profundo análisis del monólogo de la Vida y la Muerte, del rey Ricardo III, de Shakespeare, Freud hace un enfrentamiento bello, con el lenguaje común y corriente, que carece de todo aliento poético.
Veamos: Glocester —más tarde Ricardo III—: “Pero yo, que no he sido hecho para los juegos placenteros ni formado para poder admirarme en un espejo; yo, cuyas rudas facciones no pueden reflejar las gracias del amor ante una ninfa incitativa y diáfana; yo a quien la caprichosa Naturaleza ha negado las bellas proporciones y los nobles rasgos, y a quien ha enviado antes de tiempo al mundo de los vivos disforme, incompleto, bosquejado apenas y hasta tal punto contrahecho y desgraciado que los perros me ladran cuando me encuentran a su paso (…). Si no puedo ser amante ni tomar parte en los placeres de estos bellos días de felicidad, he de determinarme a ser un malvado y a odiar con toda mi alma esos goces frívolos”.
“Ricardo —nos dice Freud— parece decir tan solo: me aburro en estos tiempos ociosos y quiero divertirme. Mas como mi deformidad me veda las distracciones amorosas, me adjudicaré el papel de malvado, e intrigaré, asesinaré y haré cuanto me plazca. Una motivación tan frívola ahogaría todo posible interés en el espectador si detrás de ella no se escondiese algo más serio. Y, además, la obra sería psicológicamente imposible, pues el poeta tiene que saber crear en nosotros un fondo secreto de simpatía hacia su héroe si hemos de poder admirar sin contradicción interior su valentía y su destreza, y una tal simpatía puede estar fundada en la comprensión, en el sentimiento de una posible comunidad interior con él.